Jorge
de Montemayor Los
siete libros de la Diana
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Argumento de este libro
En los campos de la principal y antigua ciudad de León,
riberas del río Ezla, hubo una pastora llamada Diana, cuya
hermosura fue extremadísima sobre todas las de su tiempo.
Esta quiso y fue querida en extremo de un pastor llamado
Sireno, en cuyos amores hubo toda la limpieza y honestidad
posible. Y en el mismo tiempo la quiso más que a sí otro
pastor llamado Silvano, el cual fue de la pastora tan
aborrecido que no había cosa en la vida a quien peor
quisiese.
Sucedió, pues, que como Sireno fuese forzadamente fuera
del reino, a cosas que su partida no podía excusarse, y la
pastora quedase muy triste por su ausencia, los tiempos y
el corazón de Diana se mudaron y ella se casó con otro
pastor llamado Delio, poniendo en olvido el que tanto
había querido. El cual, viniendo después de un año de
ausencia, con gran deseo de ver a su pastora, supo antes
que llegase cómo era ya casada.
Y de aquí comienza el primero libro, y en los demás
hallarán muy diversas historias de casos que
verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazados debajo
de nombres y estilo pastoril.
Libro primero
Bajaba de las montañas de León el olvidado Sireno, a
quien Amor, la fortuna, el tiempo trataban de manera que
del menor mal que en tan triste vida padecía, no se
esperaba menos que perderla. Ya no lloraba el desventurado
pastor el mal que la ausencia le prometía, ni los temores
del olvido le importunaban, porque veía cumplidas las
profecías de su recelo, tan en perjuicio suyo, que ya no
tenía más infortunios con que amenazarle.
Pues llegando el pastor a los verdes y deleitosos
prados, que el caudaloso río Ezla, con sus aguas va
regando, le vino a la memoria el gran contentamiento de
que en algún tiempo allí gozado había, siendo tan señor de
su libertad, como entonces sujeto a quien sin causa lo
tenía sepultado en las tinieblas de su olvido. Consideraba
aquel dichoso tiempo que por aquellos prados y hermosa
ribera apacentaba su ganado, poniendo los ojos en solo el
interés que de traerle bien apacentado se le seguía; y las
horas que le sobraban gastaba el pastor en solo gozar del
suave olor de las doradas flores, al tiempo que la
primavera, con las alegres nuevas del verano, se esparce
por el universo, tomando a veces su rabel, que muy pulido
en un zurrón siempre traía; otras veces una zampoña, al
son de la cual componía los dulces versos con que de las
pastoras de toda aquella comarca era loado. No se metía el
pastor en la consideración de los malos o buenos sucesos
de la fortuna, ni en la mudanza y variación de los
tiempos, no le pasaba por el pensamiento la diligencia y
codicias del ambicioso cortesano, ni la confianza y
presunción de la dama celebrada por solo el voto y parecer
de sus apasionados; tampoco le daba pena la hinchazón y
descuido del orgulloso privado: en el campo se crió, en el
campo apacentaba su ganado, y así no salían del campo sus
pensamientos, hasta que el crudo amor tomó aquella
posesión de su libertad, que él suele tomar de los que más
libres se imaginan.
Venía, pues, el triste Sireno los ojos hechos fuentes,
el rostro mudado, y el corazón tan hecho a sufrir
desventuras, que si la fortuna le quisiera dar algún
contento, fuera menester buscar otro corazón nuevo para
recibirle. El vestido era de un sayal tan áspero como su
ventura, un cayado en la mano, un zurrón del brazo
izquierdo colgando.
Arrimose al pie de una haya, comenzó a tender sus ojos
por la hermosa ribera hasta que llegó con ellos al lugar
donde primero había visto la hermosura, gracia, honestidad
de la pastora Diana, aquella en quien Naturaleza sumó
todas las perfecciones que por muchas partes había
repartido. Lo que su corazón sintió imagínelo aquel que en
algún tiempo se halló metido entre memorias tristes. No
pudo el desventurado pastor poner silencio a las lágrimas,
ni excusar los suspiros que del alma le salían, y
volviendo los ojos al cielo, comenzó a decir de esta
manera:
-¡Ay memoria mía, enemiga de mi descanso!, ¿no os
ocuparais mejor en hacerme olvidar disgustos presentes que
en ponerme delante los ojos contentos pasados? ¿Qué decís
memoria? Que en este prado vi a mi señora Diana, que en él
comencé a sentir lo que no acabaré de llorar, que junto a
aquella clara fuente, cercada de altos y verdes alisos,
con muchas lágrimas algunas veces me juraba que no había
cosa en la vida, ni voluntad de padres, ni persuasión de
hermanos, ni importunidad de parientes que de su
pensamiento la apartase; y que cuando esto decía salían
por aquellos hermosos ojos unas lágrimas, como orientales
perlas, que parecían testigo de lo que en el corazón le
quedaba, mandándome, so pena de ser tenido por hombre de
bajo entendimiento, que creyese lo que tantas veces me
decía. Pues espera un poco, memoria, ya que me habéis
puesto delante los fundamentos de mi desventura (que tales
fueron, pues el bien que entonces pasé fue principio del
mal que ahora padezco), no se os olviden, para templarme
este descontento, de ponerme delante los ojos uno a uno
los trs, los desasosiegos, los temores, los recelos, las
sospechas, los celos, las desconfianzas, que aún en el
mejor estado no dejan al que verdaderamente ama. ¡Ay
memoria, memoria, destruidora de mi descanso! ¡Cuán cierto
está responderme que el mayor tr, que en estas
consideraciones se pasaba, era muy pequeño en comparación
del contentamiento que a trueque de él recibía! Vos,
memoria, tenéis mucha razón, y lo peor de ello es tenerla
tan grande.
Y estando en esto, sacó del seno un papel donde tenía
envueltos unos cordones de seda verde y cabellos (¡y qué
cabellos!), y poniéndolos sobre la verde hierba, con
muchas lágrimas sacó su rabel, no tan lozano como lo traía
al tiempo que de Diana era favorecido, y comenzó a cantar
lo siguiente:
«Cabellos, ¡cuánta mudanza he
visto después que os vi, y cuán mal parece ahí esa
color de esperanza! Bien pensaba yo, cabellos 5 (aunque con algún
temor) que no fuera otro pastor digno de verse
cabe ellos.
¡Ay cabellos, cuántos días la mi
Diana miraba, 10
si os traía, o si os dejaba, y otras cien
mil niñerías! ¡Y cuántas veces llorando, ay
lágrimas engañosas, pedía celos, de cosas 15 de que yo estaba
burlando!
Los ojos que me mataban, decí,
dorados cabellos, ¿qué culpa tuve en
creerlos, pues ellos me aseguraban? 20 ¿No visteis vos que
algún día mil lágrimas derramaba, hasta que yo le
juraba que sus palabras creía?
¿Quién vio tanta hermosura 25 en tan mudable
sujeto, y en amador tan perfecto, quién vio tanta
desventura? ¡Oh cabellos!, ¿no os corréis por
venir de a do viniste, 30
viéndome como me viste, en verme como me
veis?
Sobre el arena sentada de aquel
río, la vi yo, do con el dedo escribió: 35 "Antes muerta que
mudada". ¡Mira el amor lo que ordena, que os viene
a hacer creer cosas dichas por mujer, y escritas
en el arena!» 40
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No acabara tan presto Sireno el triste canto, si las
lágrimas no le fueran a la mano, tal estaba como aquel a
quien fortuna tiene atajados todos los caminos de su
remedio. Dejó caer su rabel, toma los dorados cabellos,
vuélvelos a su lugar diciendo:
-¡Ay prendas de la más hermosa y desleal pastora que
humanos ojos pudieron ver! ¿Cuán a vuestro salvo me
habéis engañado? ¡Ay que no puedo dejar de veros,
estando todo mi mal en haberos visto!
Y cuando del zurrón sacó la mano acaso topó con una
carta, que en tiempo de su prosperidad Diana le había
enviado, y como la vio, con un ardiente suspiro que del
alma le salía, dijo:
-¡Ay carta, carta, abrasada te vea por mano de quien
mejor lo pueda hacer que yo, pues jamás en cosa mía pude
hacer lo que quisiese! ¡Mal haya quien ahora te leyere!
Mas ¿quién podrá dejar de hacerlo?
Y descogiéndola vio que decía de esta manera:
Carta de Diana a Sireno
«Sireno mío: ¡Cuán mal sufriría tus
palabras quien no pensase que amor te las hacía decir!
Dícesme que no te quiero cuanto debo, no sé en qué lo
ves, ni entiendo cómo te pueda querer más. Mira que ya
no es tiempo de no creerme, pues ves que lo que te
quiero me fuerza a creer lo que de tu pensamiento me
dices. Muchas veces imagino que así como piensas que
no te quiero queriéndote más que a mí, así debes
pensar que me quieres teniéndome aborrecida. Mira,
Sireno, que el tiempo lo ha hecho mejor contigo de lo
que al principio de nuestros amores sospechaste y que,
quedando mi honra a salvo, la cual te debe todo lo del
mundo, no habría cosa en él que por ti no hiciese.
Suplícote todo cuanto puedo que no te metas entre
celos y sospechas, que ya sabes cuán pocos escapan de
sus manos con la vida, la cual te dé Dios con el
contento que yo te deseo.» -¿Carta es
esta -dijo Sireno suspirando- para pensar que pudiera
entrar olvido en el corazón donde tales palabras
salieron? ¿Y palabras son estas para pasarlas por la
memoria a tiempo que quien las dijo no la tiene de mí?
¡Ay triste, con cuánto contentamiento acabé de leer esta
carta cuando mi señora me la envió, y cuántas veces en
aquella hora misma la volví a leer! Mas págola ahora con
las setenas, y no se sufría menos sino venir de un
extremo a otro, que mal contado le sería a la fortuna
dejar de hacer conmigo lo que con todos hace.
A este tiempo, por una cuesta que de la aldea venía
al verde prado, vio Sireno venir un pastor, su paso a
paso, parándose a cada trecho, unas veces mirando el
cielo, otras el verde prado y hermosa ribera, que desde
lo alto descubría; cosa que más le aumentaba su
tristeza, viendo el lugar que fue principio de su
desventura. Sireno le conoció y dijo, vuelto el rostro
hacia la parte donde venía:
-¡Ay desventurado pastor, aunque no tanto como yo!
¿En qué han parado las competencias que conmigo traías
por los amores de Diana, y los disfavores que aquella
cruel te hacía, poniéndolo a mi cuenta? Mas si tú
entendieras que tal había de ser la suma, cuánta mayor
merced hallaras que la fortuna te hacía en sustentarte
en un infeliz estado que a mí en derribarme de él al
tiempo que menos lo temía.
A este tiempo el desamado Silvano tomó una zampoña y,
tañendo un rato, cantaba con gran tristeza estos
versos:
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«Amador soy, mas nunca fui
amado, quise bien y querré, no soy
querido, fatigas paso y nunca las he
dado, suspiros di, mas nunca fui oído, quejarme
quise y no fui escuchado, 5
huir quise de amor, que de
corrido, de solo olvido no podré quejarme, porque
aún no se acordaron de olvidarme.
Yo hago a cualquier mal solo un
semblante, jamás estuve hoy triste, ayer
contento, 10 no
miro atrás, ni temo ir adelante; un rostro hago al
mal, o al bien que siento. Tan fuera voy de mí como
el danzante, que hace a cualquier son un
movimiento, y así me gritan todos como a loco 15 pero según estoy aun
esto es poco.
La noche a un amador le es
enojosa, cuando del día atiende bien alguno; y el
otro de la noche espera cosa que el día le hace largo
e importuno. 20
Con lo que un hombre cansa otro
reposa, tras su deseo camina cada uno: mas yo
siempre llorando el día espero, y en viniendo el día
por la noche muero.
Quejarme yo de Amor es
excusado; 25 pinta
en el agua, o da voces al viento, busca remedio en
quien jamás le ha dado, que al fin venga a dejarle
sin descuento. Llegaos a él a ser
aconsejado, diraos un disparate, y otros ciento. 30 ¿Pues quién es este
Amor? Es una ciencia que no la alcanza estudio ni
experiencia.
Amaba mi señora al su
Sireno, dejaba a mí, quizá que lo acertaba; yo
triste a mi pesar tenía por bueno, 35 lo que en la vida y
alma me tocaba. A estar mi cielo algún día
sereno, quejara yo de amor si le anublaba, mas
ningún bien diré que me ha quitado, ved cómo quitará
lo que no ha dado. 40
No es cosa amor, que aquel que no
lo tiene hallará feria a do pueda comprarlo, ni
cosa que en llamándola se viene, ni que le hallaréis
yendo a buscarlo; que si de vos no nace, no
conviene 45 pensar
que ha de nacer de procurarlo. Y pues que jamás puede
amor forzarse, no tiene el desamado que
quejarse.»
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No estaba ocioso Sireno al tiempo que Silvano estos
versos cantaba, que con suspiros respondía a los últimos
acentos de sus palabras, y con lágrimas solemnizaba lo
que de ellas entendía. El desamado pastor, después que
hubo acabado de cantar, se comenzó a tomar cuenta de la
poca que consigo tenía, y cómo por su señora Diana había
olvidado todo el hato y rebaño, y esto era lo menos.
Consideraba que sus servicios eran sin esperanza de
galardón, cosa que a quien tuviera menos firmeza pudiera
fácilmente atajar el camino de sus amores. Mas era tanta
su constancia, que, puesto en medio de todas las causas
que tenía de olvidar a quien no se acordaba de él, se
salía tan a su salvo de ellas, y tan sin perjuicio del
amor que a su pastora tenía, que sin medio alguno
cometía cualquiera imaginación que en daño de su fe le
sobreviniese.
Pues como vio a Sireno junto a la fuente, quedó
espantado de verle tan triste, no porque ignorase la
causa de su tristeza, mas porque le pareció que si él
hubiera recibido el más pequeño favor que Sireno algún
tiempo recibió de Diana, aquel contentamiento bastara
para toda la vida tenerle. Llegose a él, y abrazándose
los dos con muchas lágrimas se volvieron a sentar encima
de la menuda hierba y Silvano comenzó a hablar de esta
manera:
-¡Ay Sireno, causa de toda mi desventura, o del poco
remedio de ella! Nunca Dios quiera que yo de la tuya
reciba venganza, que cuando muy a mi salvo pudiese
hacerlo, no permitiría el amor que a mi señora Diana
tengo que yo fuese contra aquel en quien ella con tanta
voluntad lo puso. Si tus trs no me duelen, nunca en los
míos haya fin. Si luego que Diana se quiso desposar, no
se me acordó que su desposorio y tu muerte habían de ser
a un tiempo, nunca en otro mejor me vea que este en que
ahora estoy. Pensar debes, Sireno, que te quería yo mal
porque Diana te quería bien, y que los favores que ella
te hacía eran parte para que yo te desamase. Pues no era
de tan bajos quilates mi fe, que no siguiese a mi
señora, no solo en quererla sino en querer todo lo que
ella quisiese. Pesarme de tu fatiga no tienes por qué
agradecérmelo, porque estoy tan hecho a pesares que aun
de bienes míos me pesaría, cuanto más de males
ajenos.
No causó poca admiración a Sireno las palabras del
pastor Silvano; y así estuvo un poco suspenso, espantado
de tan gran sufrimiento, y de la cualidad del amor que a
su pastora tenía. Y volviendo en sí le respondió de esta
manera:
-¿Por ventura, Silvano, has nacido tú para ejemplo de
los que no sabemos sufrir las adversidades que la
fortuna delante nos pone? ¿O acaso te ha dado naturaleza
tanto ánimo en ellas que no solo baste para sufrir las
tuyas, mas que aún ayudes a sobrellevar las ajenas? Veo
que estás tan conforme con tu suerte que, no te
prometiendo esperanza de remedio, no sabes pedirle más
de lo que te da. Yo te digo, Silvano, que en ti muestra
bien el tiempo que cada día va descubriendo novedades
muy ajenas de la imaginación de los hombres. ¡Oh cuánta
más envidia te debe tener este sin ventura pastor, en
verte sufrir tus males, que tú podrías tenerle a él al
tiempo que le veías gozar sus bienes! ¿Viste los favores
que me hacía? ¿Viste la blandura de palabra con que me
manifestaba sus amores? ¿Viste cómo llevar el ganado al
río, sacar los corderos al soto, traer las ovejas por la
siesta a la sombra de estos alisos, jamás sin mi
compañía supo hacerlo? Pues nunca yo vea el remedio de
mi mal, si de Diana esperé, ni deseé cosa que contra su
honra fuese. Y si por la imaginación me pasaba, era
tanta su hermosura, su valor, su honestidad, y la
limpieza del amor que me tenía, que me quitaban del
pensamiento cualquier cosa que en daño de su bondad
imaginase.
-Eso creo yo por cierto -dijo Silvano suspirando-
porque lo mismo podré afirmar de mí. Y creo que no
viviera nadie que en Diana pusiera los ojos que osara
desear otra cosa, sino verla y conversarla. Aunque no sé
si hermosura tan grande en algún pensamiento, no tan
sujeto como el nuestro, hiciera algún exceso; y más, si
como yo un día la vi acertara de verla, que estaba
sentada contigo junto a aquel arroyo, peinando sus
cabellos de oro, y tú le estabas teniendo el espejo, en
que de cuando en cuando se miraba. Bien mal sabíais los
dos que os estaba yo acechando desde aquellas matas
altas, que están junto a las dos encinas, y aún se me
acuerda de los versos que tú le cantaste sobre haberle
tenido el espejo en cuanto se peinaba.
-¿Cómo los hubiste a las manos? -dijo Sireno.
Silvano le respondió:
-El otro día siguiente hallé aquí un papel en que
estaban escritos, y los leí, y aún los encomendé a la
memoria. Y luego vino Diana por aquí llorando por
haberlos perdido, y me preguntó por ellos, y no fue
pequeño contentamiento para mí ver en mi señora lágrimas
que yo pudiese remediar. Acuérdome que aquella fue la
primera vez que de su boca oí palabra sin ira, y mira
cuán necesitado estaba de favores que de decirme ella
que me agradecía darle lo que buscaba, dice tan grandes
reliquias, que más de un año de gravísimos males
desconté por aquella sola palabra que traía alguna
apariencia de bien.
-Por tu vida -dijo Sireno- que digas los versos que
dices que yo le canté pues los tomaste de coro.
-Soy contento -dijo Silvano-. De esta manera
decían:
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«De merced tan extremada ninguna deuda me
queda, pues en la misma moneda señora quedáis
pagada. Que si gocé estando allí, 5 viendo delante de
mí, rostro, y ojos soberanos, vos también, viendo
en mis manos lo que en vuestro rostro vi.
Y esto no os parezca mal,
10 que si de vuestra hermosura viste sola
la figura, y yo vi lo natural. Un pensamiento
extremado, jamás de amor sujetado, 15 mejor ve, que no el
cautivo, aunque el uno vea lo vivo, y el otro lo
dibujado.»
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Cuando esto acabó Sireno de oír, dijo contra
Silvano:
-Plega Dios, pastor, que el amor me dé esperanza de
algún bien imposible, si hay cosa en la vida con que yo
más fácilmente la pasase que con tu conversación; y si
ahora en extremo no me pesa que Diana te haya sido tan
cruel, que siquiera no mostrase agradecimiento a tan
leales servicios, y a tan verdadero amor, como en ellos
has mostrado.
Silvano le respondió suspirando:
-Con poco me contentara yo, si mi fortuna quisiera y
bien pudiera Diana, sin ofender a lo que a su honra y a
tu fe debía, darme algún contentamiento. Mas no tan solo
huyó siempre de dármele, mas aún de hacer cosa por donde
imaginase que yo algún tiempo podría tenerle. Decía yo
muchas veces entre mí: ¿ahora esta fiera endurecida no
se enojaría algún día con Sireno de manera que por
vengarse de él fingiese favorecerme a mí? Que un hombre
tan desconsolado, y falto de favores, aun fingidos los
tendría por buenos. Pues cuando de esta ribera te
partiste, pensé verdaderamente que el remedio de mi mal
me estaba llamando a la puerta, y que el olvido era la
causa más cierta que después de la ausencia se esperaba,
y más en corazón de mujer. Pero cuando después vi las
lágrimas de Diana, el no reposar en la aldea, el amar la
soledad, los continuos suspiros, Dios sabe lo que sentí;
que puesto caso que yo sabía ser el tiempo un médico muy
aprobado para el mal que la ausencia suele causar, una
sola hora de tristeza no quisiera yo que por mi señora
pasara, aunque de ella se me siguieran a mí cien mil de
alegría. Algunos días después que te fuiste, la vi junto
a la dehesa del monte arrimada a una encina, de pechos
sobre su cayado, y de esta manera estuvo gran pieza
antes que me viese. Después alzó los ojos, y las
lágrimas le estorbaron verme. Debía ella entonces
imaginar en su triste soledad, y en el mal que tu
ausencia le hacía sentir; pero de ahí a un poco, no sin
lágrimas acompañadas de tristes suspiros, sacó una
zampoña que en el zurrón traía y la comenzó a tocar tan
dulcemente que el valle, el monte, el río, las aves
enamoradas, y aun las fieras de aquel espeso bosque
quedaron suspensas, y dejando la zampoña, al son que en
ella había tañido, comenzó esta
canción:
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Canción
«Ojos que ya no veis quien os
miraba (cuando erais espejo en que se veía) ¿qué
cosa podréis ver que os dé contento?
Prado florido y verde, do algún
día por el mi dulce amigo yo esperaba, 5 llorad conmigo el
grave mal que siento.
Aquí me declaró su
pensamiento, oíle yo cuitada más que serpiente
airada, llamándole mil veces atrevido; 10 y el triste allí
rendido, parece que es ahora, y que lo veo, y aun
ese es mi deseo. ¡Ay si le viese yo, ay tiempo
bueno! Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 15
Aquella es la ribera, este es el
prado, de allí parece el soto, y valle
umbroso, que yo con mi rebaño repastaba;
veis el arroyo dulce y
sonoroso, a do pacía la siesta mi ganado 20 cuando el mi dulce
amigo aquí moraba;
debajo aquella haya verde
estaba, y veis allí el otero a do le vi
primero, y a do me vio: dichoso fue aquel día, 25 si la desdicha
mía un tiempo tan dichoso no acabara. ¡Oh haya, oh
fuente clara!, todo está aquí, mas no por quien yo
peno; ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 30
Aquí tengo un retrato que me
engaña, pues veo a mi pastor cuando lo veo, aunque
en mi alma está mejor sacado.
Cuando de verle llega el gran
deseo, de quien el tiempo luego desengaña, 35 a aquella fuente voy,
que está en el prado.
Arrímolo a aquel sauce, y a su
lado me asiento, ¡ay amor ciego!; al agua miro
luego, y veo a mí, y a él, como le veía, 40 cuando él aquí
vivía. Esta invención un rato me sustenta, después
caigo en la cuenta, y dice el corazón de ansias
lleno: Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 45
Otras veces le hablo, y no
responde, y pienso que de mí se está
vengando, porque algún tiempo no le respondía;
mas dígole yo triste así
llorando: Hablad, Sireno, pues estáis adonde 50 jamás imaginó mi
fantasía. No veis, decí, ¿que estáis en el alma
mía? Y él todavía callado, y estarse allí a mi
lado, en mi seso le ruego que me hable; 55 ¡qué engaño tan
notable, pedir a una pintura lengua o seso! ¡Ay
tiempo, que en un peso está mi alma y en poder
ajeno! Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 60
No puedo jamás ir con mi
ganado, cuando se pone el sol a nuestra aldea, ni
desde allá venir a la majada,
sino por donde aunque quiera
vea, la choza de mi bien tan deseado, 65 ya por el suelo toda
derribada.
Allí me asiento un poco, y
descuidada de ovejas y corderos, hasta que los
vaqueros me dan voces diciendo: "Ah pastora, 70 ¿en qué piensas
ahora? ¿Y el ganado paciendo por los trigos?" Mis
ojos son testigos, por quien la hierba crece al valle
ameno. Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 75
Razón fuera, Sireno, que
hicieras a tu opinión más fuerza en la
partida, pues que sin ella te entregué la mía;
¿mas yo de quién me quejo? ¡Ay
perdida!, ¿pudiera alguno hacer que no
partieras, 80 si
el hado, la fortuna lo quería?
No fue la culpa tuya, ni
podría creer que tú hicieses cosa, con que
ofendieses a este amor tan llano y tan sencillo, 85 ni quiero
presumirlo, aunque haya muchas muestras y
señales; los hados desiguales me han anublado un
cielo muy sereno. Ribera umbrosa, ¿qué es del mi
Sireno? 90
Canción, mira que vayas donde
digo, mas quédate conmigo, que puede ser te lleve
la fortuna a parte do te llamen
importuna.»
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Acabando Silvano la amorosa canción de Diana, dijo a
Sireno, que como fuera de sí estaba oyendo los versos
que después de su partida la pastora había cantado:
-Cuando esta canción cantaba la hermosa Diana en mis
lágrimas pudieran ver si yo sentía las que ella por tu
causa derramaba. Pues no queriendo yo de ella entender
que la había entendido, disimulando lo mejor que pude,
que no fue poco poderlo hacer, llegueme adonde
estaba.
Sireno entonces le atajó diciendo:
-Ten punto Silvano, ¿que un corazón que tales cosas
sentía pudo mudarse? ¡Oh constancia, oh firmeza, y cuán
pocas veces hacéis asiento sobre corazón de hembra, que
cuanto más sujeta está a quereros, tanto más pronta está
para olvidaros! Y bien creí yo que en todas las mujeres
había esta falta, mas en mi señora Diana jamás pensé que
naturaleza había dejado cosa buena por hacer.
Prosiguiendo, pues, Silvano por su historia adelante
le dijo:
-Como yo me llegase más a donde Diana estaba, vi que
ponía los ojos en la clara fuente adonde prosiguiendo su
acostumbrado oficio, comenzó a decir: «¡Ay ojos, y
cuánto más presto se os acabarán las lágrimas que la
ocasión de derramarlas! ¡Ay mi Sireno! Plega a Dios que
antes que el desabrido invierno desnude el verde prado
de frescas y olorosas flores, y el valle ameno de la
menuda hierba, y los árboles sombríos de su verde hoja,
vean estos ojos tu presencia, tan deseada de mi alma,
como de la tuya debo ser aborrecida.» A este punto alzó
el divino rostro, y me vio; trabajó por disimular el
triste llanto, mas no lo pudo hacer de manera que las
lágrimas no atajasen el paso a su disimulación.
Levantose a mí diciendo: «Siéntate aquí, Silvano, que
asaz vengado estás, y a costa mía. Bien paga esta
desdichada lo que dices que a su causa sientes, si es
verdad que es ella la causa.» «¿Es posible, Diana», le
respondí, «que eso me quedaba por oír? En fin no me
engaño en decir que nací para cada día descubrir nuevos
géneros de tormentos; y tú para hacerme más sinrazones
de las que en tu pensamiento pueden caber. ¿Ahora dudas
ser tú la causa de mi mal? Si tú no eres la causa de él,
¿quién sospechas que mereciese tan gran amor? O ¿qué
corazón habría en el mundo si no fuese el tuyo a quien
mis lágrimas no hubiesen ablandado?» Y a esto añadí
otras muchas cosas de que ya no tengo memoria. Mas la
cruel enemiga de mi descanso atajó mis razones diciendo:
«Mira Silvano, si otra vez tu lengua se atreve a tratar
de cosa tuya, y a dejar de hablarme en él mi Sireno, a
tu placer te dejaré gozar de la clara fuente donde
estamos sentados. ¿Y tú no sabes que toda cosa que de mi
pastor no tratare me es aborrecible y enojosa? ¿Y que a
la persona que quiere bien todo el tiempo que gasta en
oír cosa fuera de sus amores le parece mal empleado?» Yo
entonces, de miedo que mis palabras no fuesen causa de
perder el descanso que su vista me ofrecía, puse
silencio en ellas, y estuve allí un gran rato, gozando
de ver aquella hermosura sobrehumana hasta que la noche
se dejó venir, con mayor presteza de lo que yo quisiera;
y de allí nos fuimos los dos con nuestros ganados a la
aldea.
Sireno suspirando le dijo:
-Grandes cosas me has contado, Silvano, y todas en
daño mío, desdichado de mí, cuán presto vine a
experimentar la poca constancia que en las mujeres hay,
por lo que les debo me pesa. No quisiera yo, pastor, que
en algún tiempo se oyera decir que en un vaso, donde tan
gran hermosura y discreción juntó naturaleza, hubiera
tan mala mixtura como es la inconstancia que conmigo ha
usado. Y lo que más me llega al alma es que el tiempo le
ha de dar a entender lo mal que conmigo lo ha hecho, lo
cual no puede ser sino a costa de su descanso. ¿Cómo le
va de contentamiento después de casada?
Silvano respondió:
-Dícenme algunos que le va mal, y no me espanto,
porque, como sabes, Delio, su esposo, aunque es rico de
los bienes de fortuna, no lo es de los de naturaleza,
que en esto de la disposición ya ves cuán mal le va,
pues de otras cosas de que los pastores nos preciamos
como son tañer, cantar, luchar, jugar al cayado, bailar
con las mozas el domingo, parece que Delio no ha nacido
para más que mirarlo.
-Ahora, pastor -dijo Sireno- toma tu rabel y yo
tomaré mi zampoña, que no hay mal que con la música no
se pase, ni tristeza que con ella no se acreciente.
Y templando los dos pastores sus instrumentos, con
mucha gracia y suavidad, comenzaron a cantar lo
siguiente:
|
SILVANO
«Sireno, ¿en qué pensabas, que
mirándote estaba desde el soto, y condoliéndome de
ver con el dolor que estás quejándote?
Yo dejé mi ganado allí
atendiéndome, que en cuanto el claro sol no va
encubriéndose, 5
bien puedo estar contigo entreteniéndome.
Tu mal me di, pastor, que el mal
diciéndose se pasa a menos costa que callándolo, y
la tristeza en fin va despidiéndose.
Mi mal contaría yo, pero
contándolo 10 se
me acrecienta, y más en acordárseme de cuán en vano,
¡ay triste!, estoy llorándolo.
La vida a mi pesar veo
alargárseme, mi triste corazón no hay
consolármele, y un desusado mal veo acercárseme. 15
De quien me dio esperé, vino a
quitármele, mas nunca le esperé, porque
esperándole pudiera con razón dejar de dármele.
Andaba mi pasión
solicitándole, con medios no importunos, sino
lícitos, 20 y
andaba el crudo amor allá estorbándole.
Mis tristes pensamientos muy
solícitos de una a otra parte
revolviéndose, huyendo en toda cosa el ser
ilícitos,
pedían a Diana que, pudiéndose 25 dar medio en tanto
mal, y sin causártele, se diese, y fuese un triste
entreteniéndose.
¿Pues qué hicieras, di, si en vez
de dártele te le quitara? ¡Ay triste!, que
pensándolo callar quería mi mal, y no
contártele. 30
Pero después, Sireno,
imaginándolo, una pastora invocó hermosísima, y
así va a costa mía en fin pasándolo.»
SIRENO
«Silvano mío, una afición
rarísima, una beldad que ciega luego en
viéndola, 35 un
seso y discreción excelentísima,
con una dulce habla, que en
oyéndola, las duras peñas mueve
enterneciéndolas, ¿qué sentiría un amador
perdiéndola?
Mis ovejuelas miro, y pienso en
viéndolas, 40
cuántas veces la vi repastándolas y con
las suyas propias recogiéndolas.
Y ¿cuántas veces la topé,
llevándolas al río por la siesta a do
sentándose, con gran cuidado estaba allí
contándolas? 45
Después si estaba sola,
destocándose, vieras el claro sol envidiosísimo de
sus cabellos, y ella allí peinándose.
Pues, ¡oh Silvano, amigo mío
carísimo!, cuántas veces de súbito
encontrándome, 50
se le encendía aquel rostro hermosísimo;
y con qué gracia estaba
preguntándome que cómo había tardado, y aun
riñéndome, si esto me enfadaba, halagándome.
Pues cuántos días la hallé
atendiéndome 55 en
esta clara fuente, y yo buscándola por aquel soto
espeso, y deshaciéndome.
Como cualquier tr en
encontrándola de ovejas y corderos, lo
olvidábamos hablando ella conmigo, y yo
mirándola. 60
Otras veces, Silvano,
concertábamos la zampoña y rabel, con que
tañíamos y mis versos entonces allí cantábamos.
Después la flecha y arco
apercibíamos, y otras veces la red, y ella
siguiéndome, 65
jamás sin caza a nuestra aldea volvíamos.
Así fortuna anduvo
entreteniéndome, que para mayor mal iba
guardándome, el cual no tendrá fin, sino
muriéndome.»
SILVANO
«Sireno, el crudo amor que
lastimándome 70
jamás cansó, no impide el acordárseme de
tanto mal, y muero en acordándome.
Miré a Diana, y vi luego
abreviárseme el placer y contento, en solo
viéndola, y a mi pesar la vida vi alargárseme. 75
¡Oh cuántas veces la hallé
perdiéndola y cuántas veces la perdí
hallándola! ¿y yo callar, sufrir, morir
sirviéndola?
La vida perdía yo, cuando
topándola miraba aquellos ojos, que airadísimos 80 volvía contra mí
luego en hablándola.
Mas cuando los cabellos
hermosísimos descogía y peinaba, no
sintiéndome, se me volvían los males
sabrosísimos.
Y la cruel Diana en
conociéndome, 85
volvía como fiera que
encrespándose arremete al león, y deshaciéndome.
Un tiempo la esperanza, así
burlándome, mantuvo el corazón
entreteniéndole; mas él mismo después
desengañándose, 90
burló del esperar y fue
perdiéndole.»
|
No mucho después que los pastores dieron fin al
triste canto, vieron salir de entre la arboleda, que
junto al río estaba, una pastora tañendo con una
zampoña, y cantando con tanta gracia y suavidad, como
tristeza; la cual encubría gran parte de su hermosura,
que no era poca. Y preguntando Sireno, como quien había
mucho que no repastaba por aquel valle, quién fuese,
Silvano le respondió:
-Esta es una hermosa pastora que de pocos días acá
apacienta por estos prados, muy quejosa de amor y, según
dicen con mucha razón, aunque otros quieren decir que ha
mucho tiempo que se burla con el desengaño.
-¿Por ventura -dijo Sireno- está en su mano el
desengañarse?
-Sí -respondió Silvano-, porque no puedo yo creer que
hay mujer en la vida que tanto quiera que la fuerza del
amor le estorbe entender si es querida o no.
-De contraria opinión soy.
-¿De contraria? -dijo Silvano-. Pues no te irás
alabando, que bien caro te cuesta haberte fiado en las
palabras de Diana, pero no te doy culpa, que así como no
hay a quien no venza su hermosura, así no habrá a quien
sus palabras no engañen.
-¿Cómo puedes tú saber eso, pues ella jamás te engañó
con palabras ni con obras?
-Verdad es -dijo Silvano- que siempre fui de ella
desengañado, mas yo osaría jurar, por lo que después acá
ha sucedido, jamás me desengañó a mí sino por engañarte
a ti. Pero dejemos esto y oigamos esta pastora que es
gran amiga de Diana, y según lo que de su gracia y
discreción me dicen, bien merece ser oída.
A este tiempo llegaba la hermosa pastora junto a la
fuente, cantando este
soneto:
|
Soneto «Ya he visto yo a mis
ojos más contento, ya he visto más alegre el alma
mía, triste de la que enfada, do algún día con su
vista causó contentamiento.
Mas como esta fortuna en un
momento 5 os corta
la raíz del alegría: lo mismo que hay de un es a un
ser solía hay de un gran placer a un gran
tormento.
Tomaos allá con tiempos, con
mudanzas, tomaos con movimientos desvariados, 10 veréis el corazón
cuán libre os queda.
Entonces me fiaré yo en
esperanzas, cuando los casos tenga sojuzgados, y
echado un clavo al eje de la
rueda.»
|
Después que la pastora acabó de cantar se vino
derecha a la fuente adonde los pastores estaban, y
entretanto que venía, dijo Silvano, medio riendo:
-No hagas sino hacer caso de aquellas palabras, y
aceptar por testigo el ardiente suspiro con que dio fin
a su cantar.
-De eso no dudes -respondió Sireno- que tan presto yo
la quisiera bien, como aunque me pese creyera todo lo
que ella me quisiera decir.
Pues estando ellos en esto llegó Selvagia, y cuando
conoció a los pastores muy cortésmente los saludó
diciendo:
-¿Qué hacéis, oh desamados pastores, en este verde y
deleitoso prado?
-No dices mal, hermosa Selvagia, en preguntar qué
hacemos -dijo Silvano-. Hacemos tan poco para lo que
debíamos hacer, que jamás podemos concluir cosa que el
amor nos haga desear.
-No te espantes de eso -dijo Selvagia- que cosas hay
que antes que se acaben, acaban ellas a quien las
desea.
Silvano respondió:
-A lo menos si hombre pone su descanso en manos de
mujer, primero se acabará la vida que con ella se acabe
cosa con que se espere recibirle.
-Desdichadas de estas mujeres -dijo Selvagia- que tan
mal tratadas son de vuestras palabras.
-Más de estos hombres -respondió Silvano-, que tanto
peor lo son de vuestras obras. ¿Puede ser cosa más baja,
ni de menos valor, que por la cosa más liviana del mundo
olvidéis vosotras a quien más amor hayáis tenido? Pues
ausentaos algún día de quien bien queréis, que a la
vuelta habréis menester negociar de nuevo.
-Dos cosas siento -dijo Selvagia- de lo que dices que
verdaderamente me espantan: la una es que veo en tu
lengua al revés de lo que de tu condición tuve entendido
siempre, porque imaginaba yo cuando oía hablar en tus
amores que eras en ellos un fénix, y que ninguno de
cuantos hasta hoy han querido bien, pudieron llegar al
extremo que tú has tenido en querer a una pastora que yo
conozco, causas harto suficientes para no tratar mal de
mujeres, si la malicia no fuera más que los amores; la
segunda es que hablas en cosa que no entiendes, porque
hablar en olvido quien jamás tuvo experiencia de él, más
se debe atribuir a locura que a otra cosa. Si Diana
jamás se acordó de ti, ¿cómo puedes tú quejarte de su
olvido?
-A ambas cosas -dijo Silvano- pienso responderte, si
no te cansas en oírme; plega a Dios que jamás me vea con
más contento del que ahora tengo si nadie, por más
ejemplos que me traiga, puede encarecer el poder que
sobre mi alma tiene aquella desagradecida y desleal
pastora (que tú conoces, y yo no quisiera conocer), pero
cuanto mayor es el amor que le tengo tanto más me pesa
que en ella haya cosa que pueda ser reprehendida; porque
ahí está Sireno, que fue más favorecido de Diana que
todos los del mundo lo han sido de sus señoras, y lo ha
olvidado de la manera que todos sabemos. A lo que dices
que no puedo hablar en mal de que no tengo experiencia,
¿bueno sería que el médico no supiese tratar de mal que
él no hubiese tenido? Y de otra cosa, Selvagia, te
quiero satisfacer, no pienses que quiero mal a las
mujeres, que no hay cosa en la vida a quien más desee
servir, mas en pago de querer bien soy tratado mal, y de
aquí nace decirlo yo de quien es su gloria
causármele.
Sireno, que había rato que callaba, dijo contra
Selvagia:
-Pastora, si me oyeses no pondrías culpa a mi
competidor, o hablando más propiamente, a mi caro amigo
Silvano. Dime, ¿por qué causa sois tan movibles que en
un punto derribáis a un pastor de lo más alto de su
ventura a lo más bajo de su miseria? Pero, ¿sabéis a qué
lo atribuyo? A que no tenéis verdadero conocimiento de
lo que traéis entre manos. Tratáis de amor, no sois
capaces de entenderle. Ved cómo sabréis aveniros con
él.
-Yo te digo, Sireno -dijo Selvagia-, que la causa por
que las pastoras olvidamos no es otra sino la misma por
que de vosotros somos olvidadas. Son cosas que el amor
hace y deshace; cosas que los tiempos y los lugares las
mueven, o les ponen silencio. Mas no por defecto del
entendimiento de las mujeres, de las cuales ha habido en
el mundo infinitas que pudieran enseñar a vivir a los
hombres, y aun los enseñaran a amar, si fuera el amor
cosa que pudiera enseñarse. Mas con todo esto creo que
no hay más bajo estado en la vida que el de las mujeres,
porque si os hablan bien pensáis que están muertas de
amores; si no os hablan, creéis que de alteradas y
fantásticas lo hacen, si el recogimiento que tienen no
hace a vuestro propósito tenéislo por hipocresía. No
tienen desenvoltura que no os parezca demasiada; si
callan decís que son necias, si hablan que son pesadas,
y que no hay quien las sufra; si os quieren todo lo del
mundo creéis que de malas lo hacen, si os olvidan y se
apartan de las ocasiones de ser infamadas decís que de
inconstantes y poco firmes en un propósito. Así que no
está en más pareceros la mujer buena, o mala, que en
acertar ella a no salir jamás de lo que pide vuestra
inclinación.
-Hermosa Selvagia -dijo Sireno-, si todas tuviesen
ese entendimiento y viveza de ingenio, bien creo yo que
jamás darían ocasión a que nosotros pudiésemos quejarnos
de sus descuidos. Mas para que sepamos la razón que
tienes de agraviarte de amor, así Dios te dé el consuelo
que para tan grave mal has menester, que nos cuentes la
historia de tus amores, y todo lo que en ellos hasta
ahora te ha sucedido (que de los nuestros tú sabes más
de lo que nosotros te sabremos decir), por ver si las
cosas que en él has pasado te dan licencia para hablar
en ellos tan sueltamente. Que cierto tus palabras dan a
entender ser tú la más experimentada en ellos que otra
jamás haya sido.
Selvagia le respondió:
-Si yo no fuera, Sireno, la más experimentada, seré
la más maltratada que nunca nadie pensó ser, y la que
con más razón se puede quejar de sus desvariados
efectos, cosa harto suficiente para poder hablar en él.
Y porque entiendas, por lo que pasé, lo que siento de
esta endiablada pasión, poned un poco vuestras
desventuras en manos del silencio, y contaros he las
mayores que jamás habéis oído:
En el valeroso e inexpugnable reino de los lusitanos
hay dos caudalosos ríos que, cansados de regar la mayor
parte de nuestra España, no muy lejos el uno del otro
entran en el mar océano. En medio de los cuales hay
muchas y muy antiguas poblaciones, a causa de la
fertilidad de la tierra ser tan grande, que en el
universo no hay otra alguna que se le iguale. La vida de
esta provincia es tan remota y apartada de cosas que
puedan inquietar el pensamiento que si no es cuando
Venus, por manos del ciego hijo, se quiere mostrar
poderosa, no hay quien entienda en más que en sustentar
una vida quieta, con suficiente medianía, en las cosas
que para pasarla son menester. Los ingenios de los
hombres son aparejados para pasar la vida con asaz
contento; y la hermosura de las mujeres para quitarla al
que más confiado viviere. Hay muchas cosas por entre las
florestas sombrías, y deleitosos valles, el término de
los cuales, siendo proveído de rocío del soberano cielo
y cultivado con industria de los habitadores de ellas,
el gracioso verano tiene cuidado de ofrecerles el fruto
de su tr y socorrerles a las necesidades de la vida
humana. Yo vivía en una aldea que está junto al
caudaloso Duero, que es uno de los dos ríos que os tengo
dicho, adonde está el suntuosísimo templo de la diosa
Minerva, que en ciertos tiempos del año es visitado de
todas, o las más pastoras y pastores que en aquella
provincia viven.
Comenzando un día, ante de la célebre fiesta, a
solemnizarla las pastoras y ninfas con cantos e himnos
muy suaves, y los pastores con desafíos de correr,
saltar, luchar y tirar la barra, poniendo por premio
para el que victorioso saliere, cuáles una guirnalda de
verde yedra, cuáles una dulce zampoña, o flauta, o un
cayado del nudoso fresno, y otras cosas de que los
pastores se precian. Llegado pues el día en que la
fiesta se celebraba, yo con otras pastoras amigas mías,
dejando los serviles y bajos paños, y vistiéndonos de
los mejores que teníamos, nos fuimos el día antes de la
fiesta, determinadas de velar aquella noche en el
templo, como otros años lo solíamos hacer. Estando,
pues, como digo, en compañía de estas amigas mías, vimos
entrar por la puerta una compañía de hermosas pastoras a
quien algunos pastores acompañaban; los cuales
dejándolas dentro, y habiendo hecho su debida oración,
se salieron al hermoso valle; porque la orden de aquella
provincia era que ningún pastor pudiese entrar en el
templo, a más que a dar la obediencia, y se volviese
luego a salir hasta que el día siguiente pudiesen todos
entrar a participar de las ceremonias y sacrificios que
entonces hacían. Y la causa de esto era porque las
pastoras y ninfas quedasen solas, y sin ocasión de
entender en otra cosa, sino celebrar la fiesta
regocijándose unas con otras, cosa que otros muchos años
solían hacer, y los pastores fuera del templo en un
verde prado que allí estaba, al resplandor de la
nocturna Diana. Pues habiendo entrado las pastoras que
digo en el suntuoso templo, después de hechas sus
oraciones y de haber ofrecido sus ofrendas delante del
altar, junto a nosotras se asentaron. Y quiso mi ventura
que junto a mí se sentase una de ellas, para que yo
fuese desventurada todos los días que su memoria me
durase. Las pastoras venían disfrazadas, los rostros
cubiertos con unos velos blancos, y presos en sus
chapeletes de menuda paja, sutilísimamente labrados, con
muchas guarniciones de lo mismo, tan bien hechas y
entretejidas, que de oro no les llevara ventaja.
Pues estando yo mirando la que junto a mí se había
sentado, vi que no quitaba los ojos de los míos, y
cuando yo la miraba, abajaba ella los suyos, fingiendo
quererme ver sin que yo mirase en ello. Yo deseaba en
extremo saber quién era, porque si hablase conmigo no
cayese yo en algún yerro, a causa de no conocerla. Y
todavía todas las veces que yo me descuidaba la pastora
no quitaba los ojos de mí, y tanto que mil veces estuve
por hablarla, enamorada de unos hermosos ojos que
solamente tenía descubiertos. Pues estando yo con toda
la atención posible, sacó la más hermosa y delicada mano
que yo después acá he visto, y tomándome la mía, me la
estuvo mirando un poco. Yo que estaba más enamorada de
ella de lo que podría decir, le dije:
-Hermosa y graciosa pastora, no es sola esa mano la
que está aparejada para serviros, mas también lo está el
corazón y el pensamiento de cuya ella es.
Ismenia, que así se llamaba aquella que fue causa de
toda la inquietud de mis pensamientos, teniendo ya
imaginado hacerme la burla que adelante oiréis, me
respondió muy bajo, que nadie lo oyese:
-Graciosa pastora, soy tan vuestra que como tal me
atreví a hacer lo que hice, suplícoos que no os
escandalicéis porque en viendo vuestro hermoso rostro no
tuve más poder en mi.
Yo entonces muy contenta me llegué más a ella, y le
dije medio riendo:
-¿Cómo puede ser, pastora, que siendo vos tan hermosa
os enamoréis de otra que tanto le falta para serlo, y
más siendo mujer como vos?
-¡Ay, pastora! -respondió ella- que el amor que menos
veces se acaba es este, y el que más consienten pasar
los hados, sin que las vueltas de fortuna, ni las
mudanzas del tiempo les vayan a la mano.
Yo entonces respondí:
-Si la naturaleza de mi estado me enseñara a
responder a tan discretas palabras, no me lo estorbara
el deseo que de serviros tengo, mas creedme, hermosa
pastora, que el propósito de ser vuestra, la muerte no
será parte para quitármele.
Y después de esto los abrazos fueron tantos, los
amores que la una a la otra nos decíamos, y de mi parte
tan verdaderos, que ni teníamos cuenta con los cantares
de las pastoras, ni mirábamos las danzas de las ninfas,
ni otros regocijos que en el templo se hacían. A este
tiempo importunaba yo a Ismenia que me dijese su nombre
y se quitase el rebozo, de lo cual ella con gran
disimulación se excusaba y con grandísima industria
mudaba propósito. Mas siendo ya pasada medianoche, y
estando yo con el mayor deseo del mundo de verle el
rostro, y saber cómo se llamaba, y de adónde era,
comencé a quejarme de ella, y a decir que no era posible
que el amor que me tenía fuese tan grande como con sus
palabras me manifestaba, pues habiéndole yo dicho mi
nombre, me encubría el suyo, y que cómo podía yo vivir
queriéndola como la quería si no supiese a quién quería,
o a dónde había de saber nuevas de mis amores.
Y otras cosas dichas tan de veras que las lágrimas me
ayudaron a mover el corazón de la cautelosa Ismenia, de
manera que ella se levantó, y tomándome por la mano me
apartó hacia una parte donde no había quien impedirnos
pudiese; y comenzó a decirme estas palabras, fingiendo
que del alma le salían:
-Hermosa pastora, nacida para inquietud de un
espíritu que hasta ahora ha vivido tan exento cuanto ha
sido posible, ¿quién podrá dejar de decirte lo que pides
habiéndote hecho señora de su libertad? Desdichado de
mí, que la mudanza del hábito te tiene engañada, aunque
el engaño ya resulta en daño mío. El rebozo que quieres
que yo quite, veslo aquí donde lo quito; decirte mi
nombre no te hace mucho al caso, pues aunque yo no
quiera me verás más veces de las que tú podrás
sufrir.
Y diciendo esto, y quitándose el rebozo vieron mis
ojos un rostro, que aunque el aspecto fuese un poco
varonil, su hermosura era tan grande que me espantó. Y
prosiguiendo Ismenia su plática dijo:
-Y porque, pastora, sepas el mal que tu hermosura me
ha hecho, y que las palabras que entre las dos como de
burlas han pasado son de veras, sabe que soy hombre y no
mujer como antes pensabas. Estas pastoras que aquí ves,
por reírse conmigo (que son todas mis parientas) me han
vestido de esta manera, que de otra no pudiera quedar en
el templo a causa de la orden que en esto se tiene.
Cuando yo entendí lo que Ismenia me había dicho y le
vi, como digo, en el rostro, no aquella blandura ni en
los ojos aquel reposo que las doncellas, por la mayor
parte, solemos tener, creí que era verdad lo que me
decía, y quedé tan fuera de mí que no supe qué
responderle.
Todavía contemplaba aquella hermosura tan extremada,
miraba aquellas palabras que me decía con tanta
disimulación, que jamás supo nadie hacer cierto de lo
fingido como aquella cautelosa pastora. Vime aquella
hora tan presa de sus amores, y tan contenta de entender
que ella lo estaba de mí, que no sabría encarecerlo. Y
puesto caso que de semejante pasión yo hasta aquel punto
no tuviese experiencia, causa harto suficiente para no
saber decirla, todavía esforzándome lo mejor que pude,
le hablé de esta manera:
-Hermosa pastora, que para hacerme quedar sin
libertad, o para lo que la fortuna se sabe, tomaste el
hábito de aquella que el de amor a causa tuya ha
profesado, bastara el tuyo mismo para vencerme, sin que
con mis armas propias me hubieras rendido. Mas ¿quién
podrá huir de lo que su fortuna le tiene solicitado?
Dichosa me pudiera llamar si hubieras hecho de industria
lo que acaso hiciste: porque a mudarte el hábito natural
para solo verme, y decirme lo que deseabas, atribuyéralo
yo a merecimiento mío, y a grande afición tuya, mas ver
que la intención fue otra, aunque el efecto haya sido el
que tenemos delante, me hace estar no tan contenta, como
lo estuviera a ser de la manera que dijo. Y no te
espantes, ni te pese de este deseo, que no hay mayor
señal de una persona querer todo lo que puede, que
desear ser querida de aquel a quien ha entregado su
libertad. De lo que me has oído podrás sacar cuál me
tiene tu vista. Plegue a Dios que uses tan bien del
poder que sobre mí has tomado, que pueda yo sustentar el
tenerme por dichosa hasta la fin de nuestros amores, los
cuales, de mi parte, no le tendrán en cuanto la vida me
durare.
La cautelosa Ismenia me supo tan bien responder a lo
que dije, y fingir las palabras que para nuestra
conversación eran necesarias que nadie pudiera huir del
engaño en que yo caí, si la fortuna de tan dificultoso
laberinto con el hilo de prudencia no le sacara. Y así
estuvimos hasta que amaneció, hablando en lo que podría
imaginar quien por estos desvariados casos de amor ha
pasado. Díjome que su nombre era Alanio, su tierra
Galia, tres millas de nuestra aldea. Quedamos
concertados de vernos muchas veces.
La mañana se vino, y las dos nos apartamos con más
abrazos, lágrimas, suspiros de lo que ahora sabré decir.
Ella se partió de mí, yo volviendo atrás la cabeza por
verla, y por ver si me miraba, vi que se iba medio
riendo, mas creí que los ojos me habían engañado. Fuese
con la compañía que había traído, mas yo volví con mucha
más porque llevaba en la imaginación los ojos del
fingido Alanio, las palabras con que su vano amor me
había manifestado, los abrazos que de él había recibido
y el crudo mal de que hasta entonces no tenía
experiencia.
Ahora habéis de saber, pastores, que esta falsa y
cautelosa Ismenia tenía un primo que se llamaba Alanio a
quien ella más que a sí quería, porque en el rostro y
ojos, y todo lo demás se le parecía, tanto que, si no
fueran los dos de género diferente, no hubiera quien no
juzgara el uno por el otro. Y era tanto el amor que le
tenía que cuando yo a ella en el templo le pregunté su
mismo nombre, habiéndome de decir nombre de pastor, el
primero que me supo nombrar fue Alanio, porque no hay
cosa más cierta que en las cosas súbitas encontrarse la
lengua con lo que está en el corazón. El pastor la
quería bien, mas no tanto como ella a él. Pues cuando
las pastoras salieron del templo para volverse a su
aldea, Ismenia se halló con Alanio, su primo, y él por
usar de la cortesía que a tan grande amor como el de
Ismenia era debida, dejando la compañía de los mancebos
de su aldea, determinó de acompañarla, como lo hizo, de
que no poco contentamiento recibió Ismenia; y por
dársele a él en alguna cosa, sin mirar lo que hacía, le
contó lo que conmigo había pasado, diciéndoselo muy
particularmente, y con grandísima risa de los dos. Y
también le dijo cómo yo quedaba, pensando que ella fuese
hombre, muy presa de sus amores. Alanio, cuando aquello
oyó, disimuló lo mejor que él pudo, diciendo que había
sido grandísimo donaire. Y sacándole todo lo que conmigo
había pasado, que no faltó cosa, llegaron a su
aldea.
Y de ahí a ocho días, que para mí fueron ocho mil
años, el traidor de Alanio (que así lo puedo llamar, con
más razón que él ha tenido de olvidarme) se vino a mi
lugar, y se puso en parte donde yo pudiese verle, al
tiempo que pasaba con otras zagalas a la fuente, que
cerca del lugar estaba. Y como yo lo viese, fue tanto el
contentamiento que recibí que no se puede encarecer,
pensando que él era el mismo que en hábito de pastora
había hablado en el templo. Y luego le hice señas que se
viniese hacia la fuente, adonde yo iba, y no fue
menester mucho para entenderlas. Él se vino, y allí
estuvimos hablando todo lo que el tiempo nos dio lugar,
y el amor quedó, a lo menos de mi parte, tan confirmado
que, aunque el engaño se descubriera, como de ahí a
pocos días se descubrió, no fuera parte para apartarme
de mi pensamiento. Alanio también creo que me quería
bien, y que desde aquella hora quedó preso de mis
amores, pero no lo mostró por la obra tanto como
debía.
Así que algunos días se trataron nuestros amores con
el mayor secreto que pudimos, pero no fue tan grande que
la cautelosa Ismenia no lo supiese, y viendo que ella
tenía la culpa, no solo en haberme engañado, mas aun en
haber dado causa a que Alanio descubriéndole lo que
pasaba me amase a mí, y pusiese a ella en olvido, estuvo
para perder el seso, mas consolose con parecerle que, en
sabiendo yo la verdad, al punto lo olvidaría. Y
engañábase en ello, que después le quise mucho más y con
muy mayor obligación. Pues determinada Ismenia de
deshacer el engaño, que por su mal me había hecho, me
escribió esta carta:
Carta de Ismenia para Selvagia
«Selvagia, si a los que nos quieren
tenemos obligación de quererlos, no hay cosa en la
vida a quien más deba que a ti; pero si las que son
causa que seamos olvidadas, deben ser aborrecidas, a
tu discreción lo dejo. Querríate poner alguna culpa de
haber puesto los ojos en el mi Alanio, mas ¿qué haré,
desdichada que toda la culpa tengo yo de mi
desventura? Por mi mal te vi, oh Selvagia; bien
pudiera yo excusar lo que pasé contigo, mas en fin
desenvolturas demasiadas, las menos veces suceden
bien. Por reír una hora con el mi Alanio contándole lo
que había pasado, lloraré toda mi vida, si tú no te
dueles de ella. Suplícote cuanto puedo que baste este
desengaño, para que Alanio sea de ti olvidado y esta
pastora restituida en lo que pudieres, que no podrás
poco, si amor te da lugar a hacer lo que te
suplico.»
Cuando yo esta carta vi, ya
Alanio me había desengañado de la burla que Ismenia me
había hecho; pero no me había contado los amores que
entre los dos había, de lo cual yo no hice mucho caso,
porque estaba tan confiada en el amor que mostraba
tenerme que no creyera jamás que pensamientos pasados,
ni por venir, podrían ser parte para que él me dejase. Y
porque Ismenia no me tuviese por descomedida, respondí a
su carta de esta manera:
Carta de Selvagia para Ismenia
«No sé, hermosa Ismenia, si me queje de
ti, o si te dé gracias por haberme puesto en tal
pensamiento; ni creo sabría determinar cuál de estas
cosas hacer, hasta que el suceso de mis amores me lo
aconseje. Por una parte me duele tu mal, por otra veo
que tú saliste al camino a recibirle. Libre estaba
Selvagia al tiempo que en el templo la engañaste, y
otra está esta sujeta a la voluntad de aquel a quien
tú quisiste entregarla. Dícesme que deje de querer a
Alanio, con lo que tú en ese caso harías puedo
responderte. Una cosa me duele en extremo, y es ver
que tienes mal de que no puedes quejarte, el cual da
muy mayor pena a quien lo padece. Considero aquellos
ojos con que me viste, y aquel rostro que después de
muy importunada me mostraste, y pésame que cosa tan
parecida al mi Alanio padezca tan extraño descontento.
Mira qué remedio este para poder haberlo en tu mal.
Por la liberalidad que conmigo has usado, en darme la
más preciosa joya que tenías, te beso las manos. Dios
quiera que en algo te lo pueda servir. Si vieres allá
el mi Alanio, dile la razón que tiene de quererme, que
ya él sabe la que tiene de olvidarte. Y Dios te dé el
contentamiento que deseas, con que no sea a costa del
que yo recibo en verme tan bien empleada.»
No pudo Ismenia acabar de leer esta carta, porque al
medio de ella fueron tantos los suspiros y lágrimas que
por sus ojos derramaba, que pensó perder la vida
llorando. Trabajaba cuanto podía porque Alanio dejase de
querer, y buscaba para esto tantos remedios como él para
apartarse donde pudiese verla. No porque le quería mal,
mas por parecerle que con esto me pagaba algo de lo
mucho que me debía. Todos los días que en este propósito
vivió, no hubo alguno que yo dejase de verle, porque el
camino que de su lugar al mío había jamás dejaba de ser
por él paseado. Todos los trs tenía en poco si con ellos
le parecía que yo tomaba contento. Ismenia los días que
por él preguntaba, y le decían que estaba en mi aldea,
no tenía paciencia para sufrirlo. Y con todo esto no
había cosa que más contento le diese que hablarle en
él.
Pues como la necesidad sea tan ingeniosa que venga a
sacar remedios donde nadie pensó hallarlos, la desamada
Ismenia se aventuró a tomar uno, cual pluguiera a Dios
que por el pensamiento no le pasara, y fue fingir que
quería bien a otro pastor, llamado Montano, de quien
mucho tiempo había sido requerida. Y era el pastor con
quien Alanio peor estaba. Y como lo determinó así lo
puso por obra, por ver si con esta súbita mudanza podría
atraer a Alanio a lo que deseaba, porque no hay cosa que
las personas tengan por segura, aunque lo tengan en
poco, que si de súbito la pierden, no les llegue al alma
el perderla.
Pues como viese Montano que su señora Ismenia tenía
por bien de corresponder al amor que él tanto tiempo le
había tenido, ¡ya veis lo que sentiría! Fue tanto el
gozo que recibió, tantos los servicios que le hizo,
tantos los trs en que por causa suya se puso, que fueron
parte, juntamente con las sinrazones que Alanio le había
hecho, para que saliese verdadero lo que fingiendo la
pastora había comenzado. Y puso Ismenia su amor en el
pastor Montano con tanta firmeza que ya no había cosa a
quien más quisiese que a él, ni que menos desease ver
que al mi Alanio. Y esto le dio ella a entender lo más
presto que pudo, pareciéndole que en ello se vengaba de
su olvido y de haber puesto en mí el pensamiento. Alanio
aunque sintió en extremo el ver a Ismenia perdida por
pastor con quien él tan mal estaba, era tanto el amor
que me tenía, que no daba a entenderlo cuanto ello
era.
Mas andando algunos días, y considerando que él era
causa de que su enemigo fuese tan favorecido de Ismenia,
y que la pastora ya huía de verle, muriéndose no mucho
antes cuando no le veía, estuvo para perder el seso de
enojo, y determinó de estorbar esta buena fortuna de
Montano. Para lo cual comenzó nuevamente de mirar a
Ismenia, y de no venir a verme tan público como solía,
ni faltar tantas veces en su aldea, porque Ismenia no lo
supiese. Los amores entre ella y Montano iban muy
adelante, y los míos con el mi Alanio se quedaban atrás
todo lo que podían; no de mi parte, pues sola la muerte
podrá apartarme de mi propósito, mas de la suya, que
jamás pensé ver cosa tan mudable. Porque como estaba tan
encendido en cólera con Montano, la cual no podía ser
ejecutada, sino con amor en la su Ismenia, y para esto
las venidas a mi aldea eran gran impedimento, y como el
estar ausente de mí le causase olvido, y la presencia de
la su Ismenia grandísimo amor, él volvió a su
pensamiento primero y yo quedé burlada del mío. Mas con
todos los servicios que a Ismenia hacía, los recados que
le enviaba, las quejas que formaba de ella, jamás la
pudo mover de su propósito, ni hubo cosa que fuese parte
para hacerle perder un punto del amor que a Montano
tenía.
Pues estando yo perdida por Alanio, Alanio por
Ismenia, Ismenia por Montano, sucedió que a mi padre se
le ofreciesen ciertos negocios sobre las dehesas del
extremo con Fileno, padre del pastor Montano, para lo
cual los dos vinieron muchas veces a mi aldea, y en
tiempo que Montano, o por los sobrados favores que
Ismenia le hacía, que en algunos hombres de bajo
espíritu causan fastidio, o porque también tenía celos
de las diligencias de Alanio, andaba ya un poco frío en
sus amores. Finalmente, que él me vio traer mis ovejas a
la majada, y en viéndome comenzó a quererme, de manera,
según lo que cada día iba mostrando, que ni yo a Alanio,
ni Alanio a Ismenia, ni Ismenia a él, no era posible
tener mayor afición.
Ved qué extraño embuste de amor, si por ventura
Ismenia iba al campo, Alanio tras ella. Si Montano iba
al ganado, Ismenia tras él. Si yo andaba en el monte con
mis ovejas, Montano tras mí. Y si yo sabía que Alanio
estaba en un bosque, donde solía repastar, allá me iba
tras él. Era la más nueva cosa del mundo oír cómo decía
Alanio suspirando «¡Ay Ismenia!», y cómo Ismenia decía
«¡Ay Montano!», y cómo Montano decía «¡Ay Selvagia!», y
cómo la triste de Selvagia decía «¡Ay mi Alanio!»
Sucedió que un día nos juntamos los cuatro en una
floresta, que en medio de los dos lugares había, y la
causa fue que Ismenia había ido a visitar unas pastoras
amigas suyas, que cerca de allí moraban; y cuando Alanio
lo supo, forzado de su mudable pensamiento, se fue en
busca de ella y la halló junto a un arroyo peinando sus
dorados cabellos. Yo, siendo avisada por un pastor, mi
vecino, que Alanio iba a la floresta del valle, que así
se llamaba, tomando delante de mí unas cabras, que en un
corral junto a mi casa estaban encerradas, por no ir sin
alguna ocasión, me fui donde mi deseo me encaminaba, y
le hallé a él llorando su desventura, y a la pastora
riéndose de sus excusadas lágrimas, y burlando de sus
ardientes suspiros. Cuando Ismenia me vio no poco se
holgó conmigo, aunque yo no con ella, mas antes le puse
delante las razones que tenía para agraviarme del engaño
pasado, de las cuales ella supo excusarse tan
discretamente que pensando yo que me debía la
satisfacción de tantos trs, me dio con sus bien
ordenadas razones a entender que yo era la que estaba
obligada, porque si ella me había hecho una burla, yo me
había satisfecho también, que no tan solamente le había
quitado a Alanio, su primo, a quien ella había querido
más que a sí, mas que aun ahora también le traía al su
Montano muy fuera de lo que solía ser.
En esto llegó Montano, que de una pastora amiga mía,
llamada Solisa, había sido avisado que con mis cabras
venía a la floresta del valle. Y cuando allí los cuatro
discordantes amadores nos hallamos no se puede decir lo
que sentimos, porque cada uno miraba a quien no quería
que le mirase. Yo preguntaba al mi Alanio la causa de su
olvido, él pedía misericordia a la cautelosa Ismenia,
Ismenia quejábase de la tibieza de Montano, Montano de
la crueldad de Selvagia. Pues estando de la manera que
oís, cada uno perdido por quien no le quería, Alanio al
son de su rabel comenzó a cantar lo
siguiente:
|
«No más ninfa cruel, ya estás
vengada, no pruebes tu furor en un rendido; la
culpa a costa mía está pagada, ablanda ya ese pecho
endurecido.
Y resucita un alma sepultada 5 en la tiniebla oscura
de tu olvido, que no cabe en tu ser valor y
suerte, que un pastor como yo pueda ofenderte.
Si la ovejuela simple va
huyendo de su pastor colérico y airado, 10 y con temor acá y
allá corriendo, a su pesar se aleja del ganado:
mas ya que no la siguen,
conociendo que es más peligro haberse así
alejado, balando vuelve al hato temerosa, 15 ¿será no recibirla
justa cosa?
Levanta ya esos ojos, que algún
día, Ismenia, por mirarme levantabas; la libertad
me vuelve que era mía y un blando corazón que me
entregabas. 20
Mira, ninfa, que entonces no
sentía aquel sencillo amor que me mostrabas; ya
triste lo conozco y pienso en ello, aunque ha llegado
tarde el conocerlo.
¿Cómo que fue posible, di
enemiga, 25 que
siendo tú muy más que yo culpada, con título cruel,
con nueva liga mudases fe tan pura y extremada?
¿Qué hado Ismenia es este que te
obliga a amar do no es posible ser amada? 30 Perdona mi señora ya
esta culpa, pues la ocasión que diste me
disculpa.
¿Qué honra ganas, di, de haber
vengado un yerro a causa tuya cometido?, ¿qué
exceso hice yo que no he pagado?, 35 ¿qué tengo por
sufrir que no he sufrido?
¿Qué ánimo cruel, qué pecho
airado, qué corazón de fiera endurecido tan
insufrible mal no ablandaría, sino el de la cruel
pastora mía? 40
Si como yo he sentido las
razones que tienes, o has tenido de olvidarme: las
penas, los trs, las pasiones, al no querer oírme, ni
aun mirarme;
llegases a sentir las
ocasiones, 45 que
sin buscarlas yo quisiste darme: ni tú tendrías que
darme más tormento, ni aun yo más que pagar mi
atrevimiento.»
|
Así acabó mi Alanio el suave canto, y aun yo quisiera
que entonces se me acabara la vida, y con mucha razón,
porque no podía llegar a más la desventura que a ver yo
delante mis ojos aquel que más que a mí quería, tan
perdido por otra, y tan olvidado de mí. Mas como yo en
estas desventuras no fuese sola, disimulé por entonces,
y también porque la hermosa Ismenia, puestos los ojos en
el su Montano, comenzaba a cantar lo
siguiente:
|
«¡Cuán fuera estoy de pensar en
lágrimas excusadas, siendo tan aparejadas las
presentes para dar muy poco por las pasadas! 5
Que si algún tiempo trataba de
amores de alguna suerte, no pude en ello
ofenderte, porque entonces me ensayaba, Montano,
para quererte. 10
Enseñábame a querer, sufría no
ser querida, sospechaba cuán rendida, Montano, te
había de ser, y cuán mal agradecida. 15
Ensayeme como digo a sufrir el
mal de amor; desengáñese el pastor que compitiere
contigo, porque en balde es su dolor. 20
Nadie se queje de mí, si le
quise y no es querido, que yo jamás he
podido querer otro, sino a ti, y aun fuera tiempo
perdido. 25
Y si algún tiempo miré, miraba
pero no veía, que yo, pastor, no podía dar a
ninguno mi fe, pues para ti la tenía. 30
Vayan suspiros a
cuentos, vuélvanse los ojos fuentes, resuciten
accidentes, que pasados pensamientos no dañarán
los presentes. 35
Vaya el mal por donde va, y el
bien por donde quisiera, que yo iré por donde
fuere, pues ni el mal me espantará, ni aun la
muerte, si viniere.» 40
|
Vengado me había Ismenia del cruel y desleal Alanio,
si en el amor que yo le tenía cupiera algún deseo de
venganza, mas no tardó mucho Alanio en castigar a
Ismenia, poniendo los ojos en mí, y cantando este
antiguo cantar:
|
«Amor loco, ¡ay amor loco!, yo
por vos, y vos por otro.
Ser yo loco es manifiesto, ¿por
vos quién no lo será?, que mayor locura está 5 en no ser loco por
esto, mas con todo no es honesto que ande
loco, por quien es loca por otro.
Ya que viéndoos, no me veis, 10 y morís porque no
muero, comed ora a mí que os quiero con salsa del
que queréis, y con esto me haréis ser tan
loco 15 como vos
loca por otro.»
|
Cuando acabó de cantar esta postrera copla, la
extraña agonía en que todos estábamos no pudo estorbar
que muy de gana no nos riésemos, en ver que Montano
quería que engañase yo el gusto de mirarle con salsa de
su competidor Alanio; como si en mi pensamiento cupiera
dejarse engañar con apariencia de otra cosa. A esta hora
comencé yo con gran confianza a tocar mi zampoña,
cantando la canción que oiréis, porque a lo menos en
ella pensaba mostrar, como lo mostré, cuánto mejor me
había yo habido en los amores que ninguno de los que
allí estaban:
|
«Pues no puedo descansar, a
trueque de ser culpada, guárdeme Dios de
olvidar, más que de ser olvidada.
No solo donde hay olvido 5 no hay amor, ni puede
haberlo, mas donde hay sospecha de ello no hay
querer sino fingido.
Muy grande mal es amar do
esperanza es excusada, 10
mas guárdeos Dios de olvidar, que es aire
ser olvidada.
Si yo quiero, ¿por qué
quiero para dejar de querer?, ¿qué más honra puede
ser 15 que morir
del mal que muero?
El vivir para olvidar, es vida
tan afrentada, que me está mejor amar, hasta morir
de olvidada.» 20
|
Acabada mi canción, las lágrimas de los pastores
fueron tantas, especialmente las de la pastora Ismenia,
que por fuerza me hicieron participar de su tristeza,
cosa que yo pudiera bien excusar, pues no se me podía
atribuir culpa alguna de mi desventura, como los que
allí estaban sabían muy bien. Luego a la hora nos fuimos
cada uno a su lugar, porque no era cosa que a nuestra
honestidad convenía estar a horas sospechosas fuera de
él.
Y al otro día mi padre, sin decirme la causa, me sacó
de nuestra aldea, y me ha traído a la vuestra, en casa
de Albania, mi tía y su hermana, que vosotros muy bien
conocéis, donde estoy algunos días ha, sin saber qué
haya sido la causa de mi destierro. Después acá entendí
que Montano se había casado con Ismenia, y que Alanio se
pensaba casar con otra hermana suya llamada Silvia.
Plega a Dios que ya que no fue mi ventura poderle yo
gozar, que con la nueva esposa se goce como yo deseo,
que no será poco, porque el amor que yo le tengo no
sufre menos sino desearle todo el contento del
mundo.
Acabado de decir esto la hermosa Selvagia comenzó a
derramar muchas lágrimas, y los pastores le ayudaron a
ello por ser un oficio de que tenían gran experiencia. Y
después de haber gastado algún tiempo en esto, Sireno le
dijo:
-Hermosa Selvagia, grandísimo es tu mal, pero por muy
mayor tengo tu discreción. Toma ejemplo en males ajenos
si quieres sobrellevar los tuyos; y porque ya se hace
tarde, nos vamos a la aldea y mañana se pase la siesta
junto a esta clara fuente donde todos nos
juntaremos.
-Sea así como lo dices -dijo Selvagia- mas porque
haya de aquí al lugar algún entretenimiento, cada uno
cante una canción, según el estado en que le tiene sus
amores.
Los pastores respondieron que diese ella principio
con la suya, lo cual Selvagia comenzó a hacer, yéndose
todos su paso a paso hacia la
aldea:
|
«Zagal, ¿quién podrá pasar vida
tan triste y amarga, que para vivir es larga y
corta para llorar?
Gasto suspiros en vano, 5 perdida la
confianza: siento que está mi esperanza con la
candela en la mano.
Qué tiempo para esperar, qué
esperanza tan amarga, 10
donde la vida es tan larga, cuan corta
para llorar.
Este mal en que me veo, yo le
merezco, ¡ay perdida!, pues vengo a poner la
vida 15 en las
manos del deseo.
Jamás cese el lamentar, que
aunque la vida se alarga, no es para vivir tan
larga cuan corta para llorar.» 20
|
Con un ardiente suspiro que del alma le salía, acabó
Selvagia su canción diciendo:
-Desventurada de la que se ve sepultada entre celos y
desconfianzas, que en fin le pondrán la vida a tal
recaudo, como de ellos se espera.
Luego el olvidado Sireno comenzó a cantar al son de
su rabel esta canción:
|
«Ojos tristes, no lloréis, y si
lloráis, pensad que no os dijeron verdad, y quizá
descansaréis.
Pues que la imaginación 5 hace causa en todo
estado, pensá que aún sois bien amado, y tendréis
menos pasión.
Si algún descanso queréis, mis
ojos, imaginad 10
que no os dijeron verdad, y quizá
descansaréis.
Pensad que sois tan
queridos como algún tiempo lo fuisteis, mas no es
remedio de tristes, 15
imaginar lo que ha sido.
Pues, ¿qué remedio
tendréis? Ojos, alguno pensad, si no lo pensáis,
llorad, o acabad y descansaréis.» 20
|
Después que con muchas lágrimas el triste pastor
Sireno acabó su canción, el desamado Silvano de esta
manera dio principio a la
suya:
|
«Perderse por ti la
vida, zagala, será forzado, mas no que pierda el
cuidado después de verla perdida.
Mal que con muerte se cura 5 muy cerca tiene el
remedio, mas no aquel que tiene el medio en manos
de la ventura.
Y si este mal con la vida no
puede ser acabado, 10
¿qué aprovecha a un desdichado verla
ganada o perdida?
Todo es uno para mí, esperanza o
no tenerla, que si hoy me muero por verla 15 mañana porque la
vi.
Regalara yo la vida, para dar
fin al cuidado, si a mí me fuera otorgado perderla
en siendo perdida.» 20
|
De esta manera se fueron los dos pastores en compañía
de Selvagia, dejando concertado de verse al día
siguiente en el mismo lugar. Y aquí hace fin el primero
libro de la hermosa Diana.
Fin primero libro de la Diana
Libro segundo
Ya los pastores, que por los
campos del caudaloso Ezla apacentaban sus ganados, se
comenzaban a mostrar cada uno con su rebaño por la
orilla de sus cristalinas aguas, tomando el pasto antes
que el sol saliese, y advertiendo el mejor lugar para
después pasar la calorosa siesta, cuando la hermosa
pastora Selvagia, por la cuesta que de la aldea bajaba
al espeso bosque, venía trayendo delante de sí sus
mansas ovejuelas. Y después de haberlas metido entre los
árboles bajos y espesos, de que allí había mucha
abundancia, y verlas ocupadas en alcanzar las más
bajuelas ramas, satisfaciendo la hambre que traían, la
pastora se fue derecha a la fuente de los alisos, donde
el día antes con los dos pastores había pasado la
siesta.
Y como vio el lugar tan aparejado
para tristes imaginaciones, se quiso aprovechar del
tiempo, sentándose cabe la fuente, cuya agua con la de
sus ojos acrecentaba. Y después de haber gran rato
imaginado, comenzó a decir:
-Por ventura, Alanio, ¿eres tú
aquel cuyos ojos nunca ante los míos vi enjutos de
lágrimas? ¿Eres tú el que tantas veces a mis pies vi
rendido, pidiéndome con razones amorosas la clemencia de
que yo por mi mal usé contigo? Dime pastor, y el más
falso que se puede imaginar en la vida: ¿es verdad que
me querías para cansarte tan presto de quererme? Debías
imaginar que no estaba en más olvidarte yo que en saber
que era de ti olvidada; que oficio es de hombres que no
tratan los amores como deben tratarse, pensar que lo
mismo podrán acabar sus damas consigo que ellos han
acabado. Aunque otros vienen a tomarlo por remedio, para
que en ellas se acreciente el amor; y otros porque los
celos, que las más veces fingen, vengan a sujetar a sus
damas, de manera que no sepan ni puedan poner los ojos
en otra parte; y los más vienen poco a poco a manifestar
lo que de antes fingían, por donde más claramente
descubren su deslealtad. Y vienen todos estos extremos a
resultar en daño de las tristes, que sin mirar los fines
de las cosas nos venimos a aficionar, para jamás dejar
de quereros, ni vosotros de pagárnoslo tan mal como tú
me pagas lo que te quise y quiero. Así que cuál de estos
hayas sido no puedo entenderlo. Y no te espantes que en
los casos de desamor entienda poco, quien en los de amor
está tan ejercitada. Siempre me mostraste gran
honestidad en tus palabras, por donde nunca menos esperé
de tus obras. Pensé que en un amor en el cual me dabas a
entender que tu deseo no se extendía a querer de mí más
que quererme, jamás tuviera fin porque si a otra parte
encaminaras tus deseos, no sospechara firmeza en tus
amores. ¡Ay triste de mí, que por temprano que vine a
entenderte, ha sido para mí tarde! Venid vos acá mi
zampoña, y pasaré con vos el tiempo, que si yo con sola
vos lo hubiera pasado, fuera de mayor contento para
mí.
Y tomando su zampoña, comenzó a
cantar la siguiente canción: |
«Aguas, que de lo alto de esta
sierra bajáis con tal ruido al hondo valle, ¿por
qué no imagináis las que del alma destilan siempre
mis cansados ojos? y ¿qué es la causa el infelice
tiempo 5 en que
fortuna me robó mi gloria?
Amor me dio esperanza de tal gloria, que no hay
pastora alguna en esta sierra, que así pensase de
alabar el tiempo; pero después me puso en este
valle 10 de
lágrimas, a do lloran mis ojos, no ver lo que están
viendo los del alma.
En tanta
soledad, ¿qué hace un alma, que en fin llego a saber
qué cosa es gloria, o adónde volveré mis tristes
ojos, 15 si el
prado, el bosque, el monte, el soto, y sierra, la
arboleda, y fuentes de este valle, no hacen olvidar
tan dulce tiempo?
¿Quién
nunca imaginó que fuera el tiempo verdugo tan cruel
para mi alma; 20 o
qué fortuna me apartó de un valle, que toda cosa en
él me daba gloria? Hasta el hambriento lobo que a la
sierra subía era agradable ante mis ojos.
Mas ¿qué podrán fortuna ver
los ojos, 25 que
veían su pastor en algún tiempo bajar con sus
corderos de una sierra, cuya memoria siempre está en
mi alma? ¡Oh fortuna enemiga de mi gloria, cómo me
cansa este enfadoso valle! 30
>
|
Mas ¿cuándo tan ameno y fresco
valle no es agradable a mis cansados ojos, ni en
él puedo hallar contento, o gloria, ni espero ya
tenerle en algún tiempo? Ved en qué extremo debe
estar mi alma.
35 ¡Oh quién volviese a aquella dulce sierra!
¡Oh alta sierra, ameno y
fresco valle do descanso mi alma, y estos
ojos! Decid, ¿verme algún tiempo en tanta gloria?»
|
A este tiempo Silvano estaba con
su ganado entre unos mirtos que cerca de la fuente
había, metido en sus tristes imaginaciones, y cuando la
voz de Selvagia oyó, despierta como de un sueño, y muy
atento estuvo a los versos que cantaba. Pues como este
pastor fuese tan mal tratado de amor, y tan
desfavorecido de Diana, mil veces la pasión le hacía
salir de seso, de manera que hoy daba en decir mal de
amor, mañana en alabarle; un día en estar ledo, y otro
en estar más triste que todos los tristes; hoy en decir
mal de mujeres, mañana en encarecerlas sobre todas las
cosas. Y así vivía el triste una vida que sería gran
trabajo darla a entender, y más a personas libres. Pues
habiendo oído el dulce canto de Selvagia, y salido de
sus tristes imaginaciones, tomó su rabel, y comenzó a
cantar lo siguiente: |
«Cansado está de oírme el claro
río, el valle y soto tengo importunados; y están
de oír mis quejas, ¡oh amor mío!, alisos, hayas,
olmos ya cansados.
Invierno, primavera, otoño,
estío, 5 con
lágrimas regando estos collados, estoy a causa tuya,
¡oh cruda fiera! ¿No habría en esa boca un no
siquiera?
De libre me
hiciste ser cautivo, de hombre de razón, quien no la
siente;
10 quisísteme hacer de muerto vivo, y allí
de vivo, muerto en continente.
De afable me hiciste ser
esquivo, de conversable aborrecer la gente; solía
tener ojos y estoy ciego;
15 hombre de carne fui, ya soy de
fuego.
¿Qué es esto
corazón, no estáis cansado?, ¿aún hay más que llorar,
decid, ojos míos?, mi alma, ¿no bastaba el mal
pasado?, lágrimas, ¿aún hacéis crecer los ríos? 20
Entendimiento, ¿vos no estáis
turbado?, sentido, ¿no os turbaron sus
desvíos?, pues, ¿cómo entiendo, lloro, veo y
siento, si todo lo ha gastado ya el
tormento?
Quien hizo a
mi pastora, ¡ay perdido!,
25 aquel cabello de oro, y no dorado, el
rostro de cristal tan escogido, la boca de un rubí
muy extremado,
el cuello de alabastro y el
sentido muy más que otra ninguna levantado, 30 ¿por qué su corazón
no hizo ante de cera, que de mármol y
diamante?
Un día estoy
conforme a mi fortuna, y al mal que me ha causado mi
Diana, el otro el mal me aflige e importuna, 35 cruel la llamo, fiera
e inhumana.
Y así no hay en mi mal orden
alguna, lo que hoy afirmo, niégolo mañana; todo es
así, y paso así una vida, que presto vean mis ojos
consumida.»
40
|
Cuando la hermosa Selvagia en la
voz conoció al pastor Silvano, se fue luego a él, y
recibiéndose los dos con palabras de grande amistad se
asentaron a la sombra de un espeso mirto que en medio
dejaba un pequeño pradecillo, más agradable por las
doradas flores de que estaba matizado de lo que sus
tristes pensamientos pudieran desear. Y Silvano comenzó
a hablar de esta manera:
-No sin grandísima compasión se
debe considerar, hermosa Selvagia, la diversidad de
tantos y tan desusados infortunios como suceden a los
tristes que queremos bien. Mas entre todos ellos ninguno
me parece que tanto se debe temer, como aquel que sucede
después de haberse visto la persona en un buen estado. Y
esto, como tú ayer me decías, nunca llegué a saberlo por
experiencia. Mas como la vida que paso es tan ajena de
descanso, y tan entregada a tristezas, infinitas veces
estoy buscando invenciones para engañar el gusto. Para
lo cual me vengo a imaginar muy querido de mi señora, y
sin abrir mano de esta imaginación me estoy todo lo que
puedo; pero después que llego a la verdad de mi estado,
quedo tan confuso que no sé decirlo, porque sin yo
quererlo me viene a faltar la paciencia. Y pues la
imaginación no es cosa que se pueda sufrir, ved ¿qué
haría la verdad?
Selvagia le respondió:
-Quisiera yo, Silvano, estar libre
de esta pasión, para saber hablar en ella como en tal
materia sería menester; que no quieras mayor señal de
ser el amor mucho o poco, la pasión pequeña o grande,
que oírla decir al que la siente. Porque nunca pasión
bien sentida pudo ser bien manifestada con la lengua del
que la padece: así que estando yo tan sujeta a mi
desventura, y tan quejosa de la sinrazón que Alanio me
hace, no podré decir lo mucho que de esto siento. A tu
discreción lo dejo, como a cosa de que me puedo muy bien
fiar.
Silvano dijo suspirando:
-Ahora yo, Selvagia, no sé qué
diga, ni qué remedio podría haber en nuestro mal. ¿Tú,
por dicha, sabes alguno?
Selvagia respondió:
-¡Y cómo ahora lo sé! ¿Sabes qué
remedio, pastor? Dejar de querer.
-¿Y esto podrías tú acabarlo
contigo? -dijo Silvano.
-Como la fortuna, o el tiempo lo
ordenase -respondió Selvagia.
-Ahora te digo -dijo Silvano muy
admirado- que no te haría agravio en no haber mancilla
de tu mal, porque amor que está sujeto al tiempo, y a la
fortuna, no puede ser tanto que dé trabajo a quien lo
padece.
Selvagia le respondió:
-¿Y podrías tú, pastor, negarme
que sería posible haber fin en tus amores, o por muerte,
o por ausencia, o por ser favorecido en otra parte, y
tenidos en más tus servicios?
-No me quiero -dijo Silvano- hacer
tan hipócrita en amor que no entienda lo que me dices
ser posible, mas no en mí. Y mal haya el amador que,
aunque a otros vea sucederles de la manera que me dices,
tuviera tan poca constancia en los amores que piense
poderle a él suceder cosa tan contraria a su fe.
-Yo mujer soy -dijo Selvagia- y en
mí verás si quiero todo lo que se puede querer. Pero no
me estorba esto imaginar que en todas las cosas podría
haber fin. Por más firmes que sean, porque oficio es del
tiempo y de la fortuna andar en estos movimientos tan
ligeros, como ellos lo han sido siempre. Y no pienses,
pastor, que me hace decir esto el pensamiento de olvidar
aquel que tan sin causa me tiene olvidada, sino lo que
de esta pasión tengo experimentado.
A este tiempo oyeron un pastor que
por el prado adelante venía cantando, y luego fue
conocido de ellos ser el olvidado Sireno, el cual venía
al son de su rabel cantando estos
versos:
|
«Andad, mis pensamientos, do algún
día os ibais de vos muy confiados, veréis horas y
tiempos ya mudados, veréis que vuestro bien pasó,
solía;
veréis que en el espejo a do me
veía, 5 y en el
lugar do fuisteis estimados, se mira por mi suerte y
tristes hados aquel que ni aun pensarlo merecía;
veréis también cómo entregué la
vida a quien sin causa alguna la desecha, 10 y aunque es ya sin
remedio el grave daño,
decidle si podéis a la
partida, que allá profetizaba mi sospecha, lo que
ha cumplido acá su desengaño.» cantar de esta
manera:
|
Después que Sireno puso fin a su
canto, vio como hacia él venía la hermosa Selvagia y el
pastor Silvano, de que no recibió pequeño
contentamiento, y después de haberse recibido,
determinaron ir a la fuente de los alisos, donde el día
antes habían estado. Y primero que allá llegasen, dijo
Silvano:
-Escucha, Selvagia: ¿no oyes
cantar?
-Sí oigo -dijo Selvagia-, y aun
parece más de una voz.
-¿A dónde será?-dijo Sireno.
-Paréceme -respondió Selvagia- que
es en el prado de los laureles, por donde pasa el arroyo
que corre de esta clara fuente. Bien será que nos
lleguemos allá, y de manera que no nos sientan los que
cantan, porque no interrumpamos la música.
-Vamos -dijo Selvagia.
Y así su paso a paso se fueron
hacia aquella parte donde las voces se oían, y
escondiéndose entre unos árboles que estaban junto al
arroyo, vieron sobre las doradas flores asentadas tres
ninfas, tan hermosas que parecía haber en ellas dado la
naturaleza muy clara muestra de lo que puede.
Venían vestidas de unas ropas
blancas, labradas por encima de follajes de oro, sus
cabellos que los rayos del sol oscurecían, revueltos a
la cabeza, y tomados con sendos hilos de orientales
perlas, con que encima de la cristalina frente se hacía
una lazada, y en medio de ella estaba una águila de oro,
que entre las uñas tenía un muy hermoso diamante. Todas
tres de concierto tañían sus instrumentos tan suavemente
que junto con las divinas voces no parecieron sino
música celestial, y la primera cosa que cantaron fue
este villancico: |
«Contentamientos de amor que
tan cansados llegáis, si venís, ¿para qué os vais?
Aún no acabáis de
venir, después de muy deseados, 5 cuando estáis
determinados de madrugar y partir; si tan presto
os habéis de ir, y tan triste me dejáis, placeres
no me veáis. 10
|
Los contentos huyo de
ellos, pues no me vienen a ver más que por darme a
entender lo que se pierde en perderlos; y pues ya
no quiero verlos,
15 descontentos no os partáis, pues volvéis
después que os vais.»
|
Después que hubieron cantado, dijo
la una, que Dórida se llamaba:
-Hermana Cintia, ¿es esta la
ribera adonde un pastor llamado Sireno anduvo perdido
por la hermosa pastora Diana?
La otra le respondió:
-Esta sin duda debe ser, porque
junto a una fuente que está cerca de este prado me dicen
que fue la despedida de los dos, digna de ser para
siempre celebrada, según las amorosas razones que entre
ellos pasaron.
Cuando Sireno esto oyó, quedó
fuera de sí en ver que las tres ninfas tuviesen noticia
de sus desventuras. Y prosiguiendo Cintia dijo:
-En esta ribera hay otras muy
hermosas pastoras, y otros pastores enamorados, adonde
el amor ha mostrado grandísimos efectos, y algunos muy
al contrario de lo que se esperaba.
La tercera, que Polidora se
llamaba, le respondió:
-Cosa es esta de que yo no me
espantaría, porque no hay suceso en amor, por avieso que
sea, que ponga espanto a los que por estas cosas han
pasado. Mas dime, Dórida, ¿cómo sabes tú de esa
despedida?
-Lo sé -dijo Dórida-. Porque al
tiempo que se despidieron junto a la fuente que digo, lo
oyó Celio que desde encima de un roble los estaba
acechando, y la puso toda al pie de la letra en verso,
de la misma manera que ella pasó; por eso si me
escucháis al son de mi instrumento pienso cantarla.
Cintia le respondió:
-Hermosa Dórida, los hados te sean
favorables como nos es alegre tu gracia y hermosura, y
no menos será oírte cantar cosa tanto para saber.
Y tomando Dórida su arpa, comenzó
a cantar de esta manera:
|
Canto de la ninfa
«Junto a una verde ribera, de arboleda
singular, donde para se alegrar, otro que más
libre fuera, hallara tiempo y lugar, 5
Sireno, un triste
pastor, recogía su ganado, tan de veras
lastimado cuanto burlando el amor descansa el
enamorado. 10
Este pastor se moría por amores
de Diana, una pastora lozana, cuya hermosura
excedía la naturaleza humana. 15
La cual jamás tuvo cosa que en
sí no fuese extremada, pues ni pudo ser
llamada discreta por no hermosa, ni hermosa por no
avisada. 20
No era desfavorecido, que a
serlo quizá pudiera, con el uso que
tuviera, sufrir, después de partido, lo que de
ausencia sintiera,
25
que el corazón desusado, de
sufrir pena o tormento, si no sobra
entendimiento, cualquier pequeño cuidado le
cautiva el sufrimiento.
30
Cabe un río caudaloso, Ezla,
por nombre llamado, andaba el pastor cuitado, de
ausencia muy temeroso, repastando su ganado. 35
Y a su pastora aguardando está
con grave pasión, que estaba aquella sazón su
ganado apacentando en los montes de León. 40
Estaba el triste pastor, en
cuanto no parecía, imaginando aquel día en que el
falso dios de Amor dio principio a su alegría. 45
Y dice viéndose tal: "El bien
que el amor me ha dado imagino yo cuitado, porque
este cercano mal lo sienta después doblado." 50
El sol, por ser sobre
tarde, con su fuego no le ofende, mas el que de
amor depende y en él su corazón arde mayores
llamas enciende.
55
La pasión lo convidaba, la
arboleda le movía, el río parar hacía, el ruiseñor
ayudaba a estos versos que decía: 60
Canción de
Sireno
|
"Al partir llama partida el que no sabe de
amor, mas yo le llamo un dolor que se acaba con la
vida.
Y quiera Dios que yo pueda 65
esta vida
sustentar, hasta que llegue al lugar donde el
corazón me queda,
porque el pensar en partida me
pone tan gran pavor,
70
que a la fuerza del dolor no podrá
esperar la vida."
Esto Sireno cantaba, y con su
rabel tañía, tan ajeno de alegría 75
que el llorar no
le dejaba pronunciar lo que decía.
Y por no caer en mengua, si le
estorba su pasión, acento o pronunciación, 80
lo que empezaba
la lengua, acababa el corazón.
Ya después que hubo
cantado, Diana vio que venía, tan hermosa que
vestía 85
de
nueva color el prado donde sus ojos ponía.
Su rostro como una flor, tan
triste que es locura pensar que humana criatura 90
juzgue cuál era
mayor, la tristeza o hermosura.
Muchas veces se paraba vueltos
los ojos al suelo, y con tan gran desconsuelo 95
otras veces los
alzaba, que los hincaba en el cielo.
Diciendo, con más dolor que
cabe en entendimiento: pues el bien trae tal
descuento,
100
de hoy más bien puedes,
amor, guardar tu contentamiento.
La causa de sus enojos muy
claro allí la mostraba; si lágrimas derramaba 105
pregúntenlo a
aquellos ojos con que a Sireno mataba.
Si su amor era sin par su calor
no lo encubría, y si la ausencia temía 110
pregúntenlo a
este cantar, que con lágrimas
decía:
|
Canción de Diana
"No me diste, ¡oh crudo amor!, el bien que tuve en
presencia, sino porque el mal de ausencia 115
me parezca muy
mayor.
Das descanso, das reposo, no
por dar contentamiento, mas porque esté el
sufrimiento, algunos tiempos ocioso. 120
Ved qué invenciones de
amor, darme contento en presencia, porque no tenga
en ausencia reparo contra el dolor."
Siendo Diana llegada 125
donde sus amores
vio, quiso hablar, mas no habló, y el triste no
dijo nada aunque el hablar cometió.
Cuanto había que hablar 130
en los ojos lo
mostraban, mostrando lo que callaban con aquel
blando mirar con que otras veces hablaban.
Ambos juntos se sentaron 135
debajo un mirto
florido, cada uno de otro vencido por las manos se
tomaron, casi fuera de sentido,
porque el placer de mirarse, 140
y el pensar
presto no verse, los hacen enternecerse, de manera
que a hablarse ninguno pudo atreverse.
Otras veces se topaban 145
en esta verde
ribera, pero muy de otra manera el toparse
celebraban que esta que fue la postrera.
Extraño efecto de amor, 150
verse dos que se
querían todo cuanto ellos podían, y recibir más
dolor que al tiempo que no se veían.
Veía Sireno llegar 155
el grave dolor
de ausencia, ni allí le basta paciencia ni alcanza
para hablar de sus lágrimas licencia.
A su pastora miraba, 160
su pastora mira
a él, y con un dolor crÜel la habló, mas no
hablaba, que el dolor habla por él:
"¡Ay, Diana! ¿Quién dijera 165
que cuando yo
más penara, que ninguno imaginara en la hora que
te viera mi alma no descansara?
¿En qué tiempo y qué sazón 170
creyera, señora
mía, que alguna cosa podría causarme mayor
pasión que tu presencia alegría?
¿Quién pensara que esos ojos 175
algún tiempo me
mirasen, que, señora, no atajasen todos los males
y enojos que mis males me causasen?
Mira, señora, mi suerte 180
si ha traído
buen rodeo, que si antes mi deseo me hizo morir
por verte, ya muero porque te veo.
Y no es por falta de amarte, 185
pues nadie
estuvo tan firme, mas porque suelo venirme a estos
prados a mirarte, y ora vengo a despedirme.
Hoy diera por no te ver, 190
aunque no tengo
otra vida, este alma de ti vencida, solo por
entretener el dolor de la partida.
Pastora, dame licencia, 195
que diga que mi
cuidado sientes en el mismo grado, que no es mucho
en tu presencia mostrarme tan confiado.
Pues Diana, si es así, 200
¿cómo puedo yo
partirme?, ¿o tú cómo dejas irme?, ¿o cómo vengo
yo aquí, sin empacho a despedirme?
¡Ay Dios, ay pastora mía! 205
¿Cómo no hay
razón que dar, para de ti me quejar? ¿Y cómo tú
cada día la tendrás de me olvidar?
No me haces tú partir, 210
esto también lo
diré, ni menos lo hace mi fe; y si quisiese
decir quién lo hace: no lo sé."
Lleno de lágrimas tristes, 215
y a menudo
suspirando, estaba el pastor hablando estas
palabras que oíste, y ella las oye llorando.
A responder se ofreció: 220
mil veces lo
cometía, mas de triste no podía y por ella
respondió el amor que le tenía:
"A tiempo estoy, ¡oh Sireno!, 225
que diré más que
quisiera, que aunque mi mal se
entendiera, tuviera, pastor, por bueno el
callarlo, si pudiera.
Mas ¡ay de mí, desdichada!, 230
vengo a tiempo a
descubrirlo que ni aprovecha decirlo para excusar
mi jornada, ni para yo despedirlo.
¿Por qué te vas, di pastor, 235
por qué me
quieres dejar? ¿Dónde el tiempo y el lugar, y el
gozo de nuestro amor , no se me podrá olvidar?
¿Qué sentiré desdichada 240
llegando a este
valle ameno, cuando diga, a tiempo bueno, aquí
estuve yo sentada hablando con mi Sireno?
Mira si será tristeza, 245
no verte y ver
este prado de árboles tan adornado, y mi nombre en
su corteza, por tus manos señalado.
¡Oh si habrá igual dolor, 250
que el lugar a
do me viste, verle tan solo y tan triste, donde
con tan gran temor tu pena me descubriste!
Si ese duro corazón 255
se ablanda para
llorar, ¿no se podría ablandar para ver la
sinrazón qué haces en me dejar?
¡Oh, no llores, mi pastor, 260
que son lágrimas
en vano, y no está el seso muy sano de aquel que
llora el dolor si el remedio está en su mano!
Perdóname, mi Sireno, 265
si te ofendo en
lo que digo, déjame hablar contigo en aqueste
valle ameno, do no me dejas conmigo.
Que no quiero ni aun burlando 270
verme apartada
de ti. No te vayas, ¿quieres?, di, duélate ahora
ver llorando los ojos con que te vi."
Volvió Sireno a hablar; 275
dijo: "Ya debes
sentir si yo me quisiera ir, mas tú me mandas
quedar y mi ventura partir.
Viendo tu gran hermosura, 280
estoy, señora,
obligado a obedecerte de grado, mas triste, que a
mi ventura he de obedecer forzado.
Es la partida forzada, 285
pero no por
causa mía, que cualquier bien dejaría por verte en
esta majada, do vi el fin de mi alegría.
Mi amo, aquel gran pastor, 290
es quien me hace
partir: a quien presto vea venir tan lastimado de
amor como yo me siento ir.
¡Ojalá estuviera ahora, 295
porque tú fueras
servida, en mi mano la partida como en la tuya,
señora, está mi muerte y mi vida!
Mas créeme que es muy en
vano, 300
según
continuo me siento, pasarte por pensamiento que
pueda estar en mi mano cosa que me dé contento.
Bien podría yo dejar 305
mi rebaño y mi
pastor, y buscar otro señor; mas si el fin voy a
mirar, no conviene a nuestro amor.
Que dejando este rebaño, 310
y tomando otro
cualquiera, dime tú, ¿de qué manera podré venir
sin tu daño por esta verde ribera?
Si la fuerza de esta llama 315
me detiene, es
argumento que pongo en ti el pensamiento, y vengo
a vender tu fama, señora, por mi contento.
Si dicen que mi querer 320
en ti lo puede
emplear, a ti te viene a dañar, que yo ¿qué puedo
perder o tú qué puedes ganar?"
La pastora a esta sazón 325
respondió con
gran dolor: "Para dejarme, pastor, ¿cómo has
hallado razón, pues que no la hay en amor?
Mala señal es hallarse, 330
pues vemos por
experiencia que aquel que sabe en presencia dar
disculpa de ausentarse, sabrá sufrir el ausencia.
¡Ay, triste, que pues te vas, 335
no sé qué será
de ti, ni sé qué será de mí, ni si allá te
acordarás que me viste o que me vi!
Ni sé si recibo engaño 340
en haberte
descubierto este dolor que me ha muerto, mas lo
que fuere en mi daño, esto será lo más cierto.
No te duelan mis enojos, 345
vete, pastor, a
embarcar, pasa de presto la mar, pues que por la
de mis ojos tan presto puedes pasar.
Guárdete Dios de tormenta, 350
Sireno, mi dulce
amigo, y tenga siempre contigo, la fortuna, mejor
cuenta que tú la tienes conmigo.
Muero en ver que se despiden 355
mis ojos de su
alegría, y es tan grande el agonía que estas
lágrimas me impiden decirte lo que querría.
Estos mis ojos, zagal, 360
antes que
cerrados sean ruego yo a Dios que te vean, que
aunque tú causas su mal ellos no te lo desean."
Respondió: "Señora mía, 365
nunca viene solo
un mal, y un dolor, aunque mortal, siempre tiene
compañía con otro más principal;
y así, verme yo partir 370
de tu vista y de
mi vida, no es pena tan desmedida como verte a ti
sentir tan de veras mi partida.
Mas si yo acaso olvidare 375
los ojos en que
me vi, olvídese Dios de mí, o si en cosa
imaginare, mi señora, si no en ti.
Y si ajena hermosura 380
causare en mí
movimiento, por una hora de contento me traiga mi
desventura cien mil años de tormento.
Y si mudare mi fe 385
por otro nuevo
cuidado, caiga del mejor estado que la fortuna me
dé, en el más desesperado.
No me encargues la venida, 390
muy dulce señora
mía, porque asaz de mal sería tener yo en algo la
vida fuera de tu compañía."
Respondiole: "¡Oh mi Sireno!, 395
si algún tiempo
te olvidare, las hierbas que yo pisare por aqueste
valle ameno se sequen cuando pasare;
Y si el pensamiento mío 400
en otra parte
pusiere, suplico a Dios que si fuere con mis
ovejas al río se seque cuando me viere.
Toma, pastor, un cordón 405
que hice de mis
cabellos, porque se te acuerde en verlos que
tomaste posesión de mi corazón y de ellos.
Y este anillo has de llevar 410
do están dos
manos asidas, que aunque se acaben las vidas no se
pueden apartar dos almas que están unidas."
Y él dijo: "Que te dejar 415
no tengo, si
este cayado y este mi rabel preciado, con que
tañer y cantar me veías por este prado.
Al son de él, pastora mía, 420
te cantaba mis
canciones, contando tus perfecciones y lo que de
amor sentía en dulces lamentaciones."
Ambos a dos se abrazaron; 425
y esta fue la
vez primera, y pienso fue la postrera, porque los
tiempos mudaron el amor de otra manera.
Y aunque a Diana le dio 430
pena rabiosa y
mortal la ausencia de su zagal, en ella misma
halló el remedio de su mal.»
|
Acabó la hermosa Dórida el suave
canto dejando admiradas a Cintia y Polidora, en ver que
una pastora fuese vaso donde amor tan encendido pudiese
caber. Pero también lo quedaron de imaginar cómo el
tiempo había curado su mal, pareciendo en la despedida
sin remedio. Pues el sin ventura Sireno en cuanto la
pastora con el dulce canto manifestaba sus antiguas
cuitas y suspiros, no dejaba de darlos tan a menudo que
Selvagia y Silvano eran poca parte para consolarle,
porque no menos lastimado estaba entonces que al tiempo
que por él habían pasado. Y espantose mucho de ver que
tan particularmente se supiese lo que con Diana pasado
había; pues no menos admiradas estaban Selvagia y
Silvano de la gracia con que Dórida cantaba y tañía.
A este tiempo las hermosas ninfas,
tomando cada una su instrumento, se iban por el verde
prado adelante, bien fuera de sospecha de poderles
acaecer lo que ahora oiréis. Y fue que, habiéndose
alejado muy poco de adonde los pastores estaban,
salieron de entre unas retamas altas, a mano derecha del
bosque, tres salvajes, de extraña grandeza y fealdad;
venían armados de coseletes y celadas de cuero de tigre.
Eran de tan fea catadura que ponían espanto los
coseletes, traían por brazales unas bocas de serpientes,
por donde sacaban los brazos, que gruesos y vellosos
parecían; y las celadas venían a hacer encima de la
frente unas espantables cabezas de leones; lo demás
traían desnudo, cubierto de espeso y largo vello, unos
bastones herrados de muy agudas púas de acero; al cuello
traían sus arcos y flechas; los escudos eran de unas
conchas de pescado muy fuerte. Y con una increíble
ligereza arremeten a ellas diciendo:
-A tiempo estáis, oh ingratas y
desamoradas ninfas, que os obligara la fuerza a lo que
el amor no os ha podido obligar, que no era justo que la
fortuna hiciese tan grande agravio a nuestros cautivos
corazones, como era dilatarles tanto su remedio. En fin,
tenemos en la mano el galardón de los suspiros, con que
a causa vuestra importunábamos las aves y animales de la
oscura y encantada selva do habitamos; y de las
ardientes lágrimas con que hacíamos crecer el impetuoso
y turbio río que sus temerosos campos va regando. Y pues
para que quedéis con las vidas, no tenéis otro remedio
sino darle a nuestro mal, no deis lugar a que nuestras
crueles manos tomen venganza de la que de nuestros
afligidos corazones habéis tomado.
Las ninfas con el súbito
sobresalto, quedaron tan fuera de sí que no supieron
responder a las soberbias palabras que oían, sino con
lágrimas. Mas la hermosa Dórida, que más en sí estaba
que las otras, respondió:
-Nunca yo pensé que el amor
pudiera traer a tal extremo a un amante que viniese a
las manos con la persona amada. Costumbre es de cobardes
tomar armas contra las mujeres, y en un campo donde no
hay quien por nosotras pueda responder, si no es nuestra
razón. Mas de una cosa, ¡oh crueles!, podéis estar
seguros, y es que vuestras amenazas no nos harán perder
un punto de lo que a nuestra honestidad debemos; y que
más fácilmente os dejaremos la vida en las manos que la
honra.
-Dórida -dijo uno de ellos-, a
quien de maltratarnos ha tenido tan poca razón, no es
menester escucharle alguna.
Y sacando el cordel al arco que al
cuello traía, le tomó sus hermosas manos, y muy
descomedidamente se las ató; y lo mismo hicieron sus
compañeros a Cintia y a Polidora. Los dos pastores y la
pastora Selvagia, que atónitos estaban de lo que los
salvajes hacían, viendo la crueldad con que a las
hermosas ninfas trataban, y no pudiendo sufrirlo,
determinaron de morir o defenderlas. Y sacando todos
tres sus hondas, proveídos sus zurrones de piedras,
salieron al verde prado, y comienzan a tirar a los
salvajes con tanta maña y esfuerzo, como si en ello les
fuera la vida. Y pensando ocupar a los salvajes de
manera que en cuanto ellos se defendían, las ninfas se
pusiesen en salvo, les daban la mayor prisa que podían;
mas los salvajes, recelosos de lo que los pastores
imaginaban, quedando el uno en guarda de las
prisioneras, los dos procuraban herirlos, ganando
tierra. Pero las piedras eran tantas y tan espesas que
se lo defendían; de manera que en cuanto las piedras les
duraron los salvajes lo pasaban mal, pero como después
los pastores se ocuparon en bajarse por ellas, los
salvajes se les allegaban con sus pesados alfanjes en
las manos, tanto que ya ellos estaban sin esperanza de
remedio.
Mas no tardó mucho que de entre la
espesura del bosque, junto a la fuente donde cantaban,
salió una pastora de tan grande hermosura y disposición,
que los que la vieron quedaron admirados. Su arco tenía
colgado del brazo izquierdo, y una aljaba de saetas al
hombro, en las manos un bastón de silvestre encina, en
el cabo del cual había una muy larga punta de acero.
Pues como así viese las tres ninfas, y la contienda
entre los dos salvajes y los pastores, que ya no
esperaban sino la muerte, poniendo con gran presteza una
aguda saeta en su arco, con tan grandísima fuerza y
destreza la despidió que al uno de los salvajes se la
dejó escondida en el duro pecho; de manera que la de
amor que el corazón le traspasaba perdió su fuerza y el
salvaje la vida, a vueltas de ella. Y no fue perezosa en
poner otra saeta en su arco, ni menos diestra en
tirarla, pues fue de manera que acabó con ella las
pasiones enamoradas del segundo salvaje, como las del
primero había acabado. Y queriendo tirar al tercero que
en guarda de las tres ninfas estaba no pudo tan presto
hacerlo que él no se viniese a juntar con ella,
queriéndole herir con su pesado alfanje. La hermosa
pastora alzó el bastón y, como el golpe descargase sobre
las barras de fino acero que tenía, el alfanje fue hecho
dos pedazos, y la hermosa pastora le dio tan gran golpe
con su bastón por encima de la cabeza que le hizo
arrodillar, y apuntándole con la acerada punta a los
ojos, con tan gran fuerza le apretó que por medio de los
sesos se lo pasó a la otra parte, y el feroz salvaje,
dando un espantable grito, cayó muerto en el suelo.
Las ninfas, viéndose libres de tan
gran fuerza, y los pastores y pastoras de la muerte, de
la cual muy cerca estaban, y viendo cómo por el gran
esfuerzo de aquella pastora, así unos como otros habían
escapado, no podían juzgarla por cosa humana. A esta
hora, llegándose la gran pastora a ellas, las comenzó a
desatar las manos diciéndoles:
-No merecían menos pena que la que
tienen, oh hermosas ninfas, quien tan lindas manos osaba
atar; que más son ellas para atar corazones que para ser
atadas. ¡Mal hayan hombres tan soberbios y de tan mal
conocimiento!, mas ellos, señoras, tienen su pago, y yo
también le tengo en haberos hecho este pequeño servicio,
y en haber llegado a tiempo que a tan gran sinrazón
pudiese dar remedio, aunque a estos animosos pastores y
hermosa pastora, no en menos se debe tener lo que han
hecho, pero ellos y yo estamos muy bien pagados, aunque
en ello perdiéramos la vida, pues por tal causa se
aventuraba.
Las ninfas quedaron tan admiradas
de su hermosura y discreción como del esfuerzo que en su
defensa había mostrado, y Dórida con un gracioso
semblante le respondió:
-Por cierto, hermosa pastora, si
vos, según el ánimo y valentía que hoy mostraste, no
sois hija del fiero Marte, según la hermosura lo debéis
ser de la diosa Venus y del hermoso Adonis, y si de
ninguno de estos, no podéis dejarlo de ser de la
discreta Minerva, que tan gran discreción no puede
proceder de otra parte; aunque lo más cierto debe ser
haberos dado naturaleza lo principal de todos ellos. Y
para tan nueva y tan grande merced como es la que hemos
recibido, nuevos y grandes habían de ser los servicios
con que debía ser satisfecha. Mas podría ser que algún
tiempo se ofreciese ocasión en que se conociese la
voluntad que de servir tan señalada merced tenemos. Y
porque parece que estáis cansada, vamos a la fuente de
los alisos que está junto al bosque, y allí
descansaréis.
-Vamos, señora -dijo la pastora-
que no tanto por descansar del trabajo del cuerpo lo
deseo, cuanto por hablar en otro, en que consiste el
descanso de mi ánima y todo mi contentamiento.
-Ese se os procurará aquí con toda
la diligencia posible -dijo Polidora- porque no hay a
quien con más razón procurar se deba.
Pues la hermosa Cintia se volvió a
los pastores diciendo:
-Hermosa pastora y animosos
pastores, la deuda y obligación en que nos habéis
puesto, ya la veis. ¡Plega a Dios que algún tiempo la
podamos satisfacer, según que es nuestro deseo!
Selvagia respondió:
-A estos dos pastores se deben,
hermosas ninfas, esas ofertas, que yo no hice más que
desear la libertad que tanta razón era que todo el mundo
desease.
-Entonces -dijo Polidora- ¿es este
el pastor Sireno tan querido algún tiempo como ahora
olvidado de la hermosa Diana, y ese otro, su competidor
Silvano?
-Sí -dijo Selvagia.
-Mucho me huelgo -dijo Polidora-
que seáis personas a quien podamos en algo satisfacer lo
que por nosotras habéis hecho.
Dórida, muy espantada, dijo:
-¿Que cierto es éste Sireno? Muy
contenta estoy en hallarte, y en haberme tú dado ocasión
a que yo busque a tu mal algún remedio, que no será
poco.
-Ni aun para tanto mal bastaría,
siendo poco -dijo Sireno.
-Ahora vamos a la fuente -dijo
Polidora- que allá hablaremos más largo.
Llegados que fueron a la fuente,
llevando las ninfas en medio a la pastora, se asentaron
en torno de ella, y los pastores, a petición de las
ninfas, se fueron a la aldea a buscar de comer, porque
era ya tarde y todos lo habían menester. Pues quedando
las tres ninfas solas con la pastora, la hermosa Dórida
comenzó a hablar de esta manera:
-Esforzada y hermosa pastora, es
cosa para nosotras tan extraña ver una persona de tanto
valor y suerte en estos valles y bosques apartados del
concurso de las gentes, como para ti será ver tres
ninfas solas y sin compañía que defenderlas pueda de
semejantes fuerzas. Pues para que podamos saber de ti lo
que tanto deseamos, forzado será merecerlo primero con
decirte quién somos; y para esto sabrás, esforzada
pastora, que esta ninfa se llama Polidora, y aquella
Cintia, y yo, Dórida; vivimos en la selva de Diana,
adonde habita la sabia Felicia, cuyo oficio es dar
remedio a pasiones enamoradas; y viniendo nosotras de
visitar a una ninfa, su parienta, que vive de esta otra
parte de los puertos galicianos, llegamos a este valle
umbroso y ameno; y pareciéndonos el lugar conveniente
para pasar la calorosa siesta, a la sombra de estos
alisos y verdes lauros, envidiosas de la armonía que
este impetuoso arroyo por medio del verde prado lleva,
tomando nuestros instrumentos quisimos imitarla, y
nuestra ventura, o por mejor decir su desventura, quiso
que estos salvajes, que según ellos decían muchos días
ha que de nuestros amores estaban presos, vinieron acaso
por aquí, y habiendo muchas veces sido importunadas de
sus bestiales razones que nuestro amor les otorgásemos,
y viendo ellos que por ninguna vía les dábamos esperanza
de remedio, determinaron poner el negocio a las manos y,
hallándonos aquí solas, hicieron lo que viste, al tiempo
que con vuestro socorro fuimos libres.
La pastora, que oyó lo que la
hermosa Polidora había dicho, las lágrimas dieron
testimonio de lo que su afligido corazón sentía, y
volviéndose a las ninfas, les comenzó a hablar de esta
manera:
-No es el amor de manera, hermosas
ninfas de la casta diosa, que pueda el que lo tiene
tener respeto a la razón, ni la razón es parte para que
un enamorado corazón deje el camino por donde sus fieros
destinos le guiaren. Y que esto sea verdad, en la mano
tenemos la experiencia, que, puesto caso que fueseis
amadas de estos salvajes fieros, y el derecho del buen
amor no daba lugar a que fueseis de ellos ofendidas, por
otra parte, vino aquel desorden con que sus varios
efectos hace a dar tal industria que los mismos que os
habían de servir, os ofendiesen. Y porque sepáis que no
me muevo solamente por lo que en este valle os ha
sucedido, os diré lo que no pensé decir sino a quien
entregué mi libertad, si el tiempo o la fortuna dieren
lugar a que mis ojos le vean, y entonces veréis cómo en
la escuela de mis desventuras deprendí a hablar en los
malos sucesos de amor, y en lo que este traidor hace en
los tristes corazones que sujetos le están.
Sabréis, pues, hermosas ninfas,
que mi naturaleza es la gran Vandalia, provincia no muy
remota de esta adonde estamos, nacida en una ciudad
llamada Soldina; mi madre se llamó Delia, y mi padre
Andronio, en linaje y bienes de fortuna los más
principales de toda aquella provincia. Acaeció, pues,
que como mi madre, habiendo muchos años que era casada
no tuviese hijos, y a causa de esto viviese tan
descontenta que no tuviese un día de descanso, con
lágrimas y suspiros cada hora importunaba el cielo, y
haciendo mil ofrendas y sacrificios, suplicaba a Dios le
diese lo que tanto deseaba, el cual fue servido, vistos
sus continuos ruegos y oraciones, que siendo ya pasada
la mayor parte de su edad se hiciese preñada. La alegría
que de ello recibió júzguelo quien después de muy
deseada una cosa la ventura se la pone en las manos. Y
no menos participó mi padre Andronio de este
contentamiento, porque lo tuvo tan grande que sería
imposible poderlo encarecer.
Era Delia, mi señora, aficionada a
leer historias antiguas en tanto extremo, que si
enfermedades o negocios de grande importancia no se lo
estorbaban, jamás pasaba el tiempo en otra cosa. Y
acaeció que estando, como digo, preñada, y hallándose
una noche mal dispuesta, rogó a mi padre que le leyese
alguna cosa para que ocupando en ella el pensamiento no
sintiese el mal que la fatigaba. Mi padre, que en otra
cosa no entendía sino en darle todo el contentamiento
posible, le comenzó a leer aquella historia de Paris,
cuando las tres diosas se pusieron a juicio delante de
él sobre la manzana de la discordia. Pues como mi madre
tuviese que Paris había dado aquella sentencia
apasionadamente, y no como debía, dijo que sin duda él
no había mirado bien la razón de la diosa de las
batallas, porque precediendo las armas a todas las otras
cualidades, era justa cosa que se le diese. Mi señor
respondió que la manzana se había de dar a la más
hermosa, y que Venus lo era más que otra ninguna, por lo
cual Paris había sentenciado muy bien, si después no le
sucediera mal. A esto respondió mi madre que puesto caso
que en la manzana estuviese escrito «Dese a la más
hermosa», que esta hermosura no se entendía corporal,
sino del ánima, y que pues la fortaleza era una de las
cosas que más hermosura le daban, y el ejercicio de las
armas era un acto exterior de esta virtud, que a la
diosa de las batallas se debía dar la manzana si Paris
juzgara como hombre prudente y desapasionado. Así que,
hermosas ninfas, en esta porfía estuvieron gran rato de
la noche cada uno alegando las razones más a su
propósito que podía. Estando en esto vino el sueño a
vencer a quien las razones de su marido no pudieron, de
manera que estando muy metida en su disputa, se dejó
dormir. Mi padre entonces se fue a su aposento, y a mi
señora le pareció, estando durmiendo, que la diosa Venus
venía a ella con un rostro tan airado como hermoso, y le
decía: «Delia, no sé quién te ha movido ser tan
contraria de quien jamás lo ha sido tuya. Si memoria
tuvieses del tiempo que del amor de Andronio tu marido
fuiste presa, no me pagarías tan mal lo mucho que me
debes; pero no quedarán sin galardón, que yo te hago
saber que parirás un hijo y una hija, cuyo parto no te
costará menos que la vida y a ellos costará el
contentamiento lo que en mi daño has hablado, porque te
certifico que serán los más desdichados en amores que
hasta su tiempo se hayan visto.» Y dicho esto,
desapareció; y luego se le figuró a mi señora madre que
venía a ella la diosa Palas, y con rostro muy alegre le
decía: «Discreta y dichosa Delia, ¿con qué te podré
pagar lo que en mi favor contra la opinión de tu marido
esta noche has alegado, sino con hacerte saber que
parirás un hijo y una hija los más venturosos en armas
que hasta su tiempo haya habido?» Dicho esto luego
desapareció, despertando mi madre con el mayor
sobresalto del mundo. Y de ahí un mes, poco más o menos,
parió a mí y a otro hermano mío, y ella murió de parto,
y mi padre, del grandísimo pesar que hubo, murió de ahí
a pocos días. Y porque sepáis, hermosas ninfas, el
extremo en que amor me ha puesto, sabed que siendo yo
mujer de la cualidad que habéis oído, mi desventura me
ha forzado que deje mi hábito natural, y mi libertad y
el débito que a mi honra debo, por quien por ventura
pensará que la pierde en ser de mí bien amado. Ved qué
cosa tan excusada para una mujer ser dichosa en las
armas, como si para ellas se hubiesen hecho; debía ser
porque yo, hermosas ninfas, os pudiese hacer este
pequeño servicio contra aquellos perversos, que no lo
tengo en menos que si la fortuna me comenzase a
satisfacer algún agravio de los muchos que me ha
hecho.
Tan espantadas quedaron las ninfas
de lo que oían, que no le pudieron responder, ni
repreguntar cosa de las que la pastora decía. Y
prosiguiendo en su historia, les dijo:
-Pues como mi hermano y yo nos
criásemos en un monasterio de monjas, donde una tía mía
era abadesa, hasta ser de edad de doce años, y
habiéndolos cumplidos nos sacasen de allí, a él llevaron
a la corte del magnánimo e invencible rey de los
lusitanos, cuya fama e increíble bondad tan esparcida
está por el universo, adonde, siendo en edad de tomar
las armas, le sucedieron por ellas cosas tan aventajadas
y de tan gran esfuerzo, como tristes y desventuradas por
sus amores. Y con todo eso fue mi hermano tan amado de
aquel invictísimo rey, que nunca jamás le consintió
salir de su corte.
La desdichada de mí, que para
mayores desventuras me guardaban mis hados, fui llevada
en casa de una abuela mía, que no debiera, pues fue
causa de vivir con tan gran tristeza, cual nunca mujer
padeció. Y porque, hermosas ninfas, no hay cosa que no
me sea forzado decírosla, así por la gran virtud de que
vuestra extremada hermosura da testimonio, como porque
el alma me da que habéis de ser gran parte de mi
consuelo, sabed que como yo estuviese en casa de mi
abuela y fuese ya de casi diecisiete años, se enamoró de
mí un caballero que no vivía tan lejos de nuestra posada
que desde un terrado que en la suya había no se viese un
jardín adonde yo pasaba las tardes del verano. Pues como
de allí el desagradecido Felis viese a la desdichada
Felismena, que este es el nombre de la triste que sus
desventuras os está contando, se enamoró de mí o se
fingió enamorado; no sé cuál me crea, pero sé que quien
menos en este estado creyere, más acertará.
Muchos días fueron los que Felis
gastó en darme a entender su pena, y muchos más gasté yo
en no darme por hallada que él por mí la padeciese. Y no
sé cómo el amor tardó tanto en hacerme fuerza que le
quisiese, debió tardar para después venir con mayor
ímpetu. Pues como yo por señales y por paseos, y por
músicas y torneos que delante de mi puerta muchas veces
se hacían, no mostrase entender que de mi amor estaba
preso, aunque desde el primero día lo entendí, determinó
de escribirme. Y hablando con una criada mía, a quien
muchas veces había hablado, y aun con muchas dádivas
ganada la voluntad, le dio una carta para mí. Pues ver
las salvas que Rosina, que así se llamaba, me hizo
primero que me la diese, los juramentos que me juró, las
cautelosas palabras que me dijo porque no me enojase,
cierto fue cosa de espanto. Y con todo eso, se la volví
arrojar a los ojos, diciendo: «Si no mirase a quien soy
y lo que se podría decir, ese rostro que tan poca
vergÜenza tiene, yo le haría señalar de manera que fuese
entre todos conocido. Mas porque es la primera vez,
baste lo hecho, y avisaros que os guardéis de la
segunda.» Paréceme que estoy ahora viendo -decía la
hermosa Felismena- cómo aquella traidora de Rosina supo
callar disimulando lo que de mi enojo sentía, porque la
vierais, oh hermosas ninfas, fingir una risa tan
disimulada diciendo: «¡Jesús, señora! Yo, para que
riésemos con ella la di a Vuestra Merced, que no para
que se enojase de esa manera, que plega a Dios si mi
intención ha sido darle enojo, que Dios me le dé el
mayor que hija de madre haya tenido.» Y a esto añadió
otras muchas palabras como ella las sabía decir, para
amansar el enojo que yo de las suyas había recibido; y
tomando su carta, se me quitó de delante. Yo, después de
pasado esto, comencé de imaginar en lo que allí podría
venir, y tras esto parece que el amor me iba poniendo
deseo de ver la carta, pero también la vergÜenza me
estorbaba a tornarla a pedir a mi criada, habiendo
pasado con ella lo que os he contado. Y así pasé aquel
día hasta la noche en muchas variedades de pensamientos;
y cuando Rosina entró a desnudarme, al tiempo que me
quería acostar, Dios sabe si yo quisiera que me volviera
a importunar sobre que recibiese la carta, mas nunca me
quiso hablar, ni por pensamiento en ella. Yo, por ver si
saliéndole al camino aprovecharía algo, le dije: «¿Así,
Rosina, que el señor Felis, sin mirar más se atreve a
escribirme?» Ella, muy secamente me respondió: «Señora,
son cosas que el amor trae consigo. Suplico a Vuestra
Merced me perdone, que si yo pensara que en ello le
enojaba, antes me sacara los ojos.» Cuál yo entonces
quedé Dios lo sabe, pero con todo eso disimulé, y me
dejé quedar aquella noche con mi deseo y con la ocasión
de no dormir. Y así fue que verdaderamente ella fue para
mí la más trabajosa y larga que hasta entonces había
pasado. Pues viniendo el día, y más tarde de lo que yo
quisiera, la discreta Rosina entró a darme de vestir y
se dejó adrede caer la carta en el suelo. Yo como la vi,
dije: «¿Qué es eso que cayó ahí? Muéstralo acá.» «No es
nada, señora», dijo ella. «Ora muéstralo acá -dije yo-
no me enojes, o dime lo que es.» «¡Jesús!, señora -dijo
ella- ¿para qué lo quiere ver? La carta de ayer es.» «No
es por cierto -dije yo- muéstralo acá por ver si
mientes». Aún yo no lo hube dicho, cuando ella me la
puso en las manos diciendo: «Mal me haga Dios, si es
otra cosa.» Yo, aunque la conocí muy bien, dije: «En
verdad que no es esta, que yo la conozco, y de algún tu
enamorado debe ser. Yo quiero leerla por ver las
necedades que te escribe». Abriéndola vi que decía de
esta manera: «Señora, siempre imaginé que vuestra
discreción me quitara el miedo de escribiros,
entendiendo sin carta lo que os quiero; mas ella misma
ha sabido tan bien disimular que allí estuvo el daño,
donde pensé que el remedio estuviese. Si como quien
sois, juzgáis mi atrevimiento, bien sé que no tengo una
hora de vida, pero si lo tomáis según lo que amor suele
hacer, no trocaré por ella esperanza. Suplícoos, mi
señora, no os enoje mi carta ni me pongáis culpa por el
escribiros hasta que experimentéis si puedo dejar de
hacerlo; y que me tengáis en posesión de vuestro, pues
todo lo que puede ser de mí está en vuestras manos, las
cuales beso mil veces.»
Pues como yo viese la carta de don
Felis, o porque la leí en tiempo que mostraba en ella
quererme más que a sí, o porque de parte de esta ánima
cansada había disposición para imprimirse en ella el
amor de quien me escriba, yo comencé a quererle bien, y
por mi mal yo lo comencé, pues había de ser causa de
tanta desventura. Y luego, pidiendo perdón a Rosina de
lo que había pasado, como quien menester la había para
lo de adelante, y encomendándole el secreto de mis
amores, volví otra vez a leer la carta, parando a cada
palabra un poco, y bien poco debió de ser pues tan
presto me determiné, aunque no estaba en mi mano el no
determinarme. Y tomando papel y tinta, le respondí de
esta manera: «No tengas en tan poco, don Felis, mi
honra que con palabras fingidas pienses perjudicarla.
Bien sé quién eres y vales, y aún creo que de esto te
habrá nacido el atreverte y no de la fuerza que dices
que el amor te ha hecho. Y si es así, como me afirma mi
sospecha, tan en vano es tu trabajo como tu valor y
suerte, si piensan hacerme ir contra lo que a la mía
debo. Suplícote que mires cuán pocas veces suceden bien
las cosas que debajo de cautela se comienzan, y que no
es de caballero entenderlas de una manera y decirlas de
otra. Dícesme que te tenga en posesión de cosa mía; soy
tan mal acondicionada que aun de la experiencia de las
cosas no me fío, cuanto más de tus palabras. Mas con
todo eso tengo en mucho lo que en la tuya me dices, que
bien me basta ser desconfiada, sin ser también
desagradecida.»
Esta carta le envié, que no
debiera, pues fue ocasión de todo mi mal, porque luego
comenzó a cobrar osadía para me declarar más su
pensamiento, y a tener ocasión para me pedir que le
hablase. En fin, hermosas ninfas, que algunos días se
gastaron en demandas y en respuestas, en los cuales el
falso amor hacía en mí su acostumbrado oficio, pues cada
hora tomaba más posesión de esta desdichada. Los torneos
se volvieron a renovar, las músicas de noche jamás
cesaban, las cartas, los motes nunca dejaban de ir de
una parte a otra, y así pasó casi un año, al cabo del
cual, yo me vi tan presa de sus amores que no fui parte
para dejar de manifestarle mi pensamiento, cosa que él
deseaba más que su propia vida.
Quiso, pues, mi desventura que al
tiempo en que nuestros amores más encendidos andaban, su
padre lo supiese, y quien se lo dijo se lo supo
encarecer de manera que, temiendo no se casase conmigo,
lo envió a la corte de la gran princesa Augusta
Cesarina, diciendo que no era justo que un caballero
mozo y de linaje tan principal, gastase la mocedad en
casa de su padre, donde no se podían aprender sino los
vicios de que la ociosidad es maestra. Él se partió tan
triste que su mucha tristeza le estorbó avisarme de su
partida; yo quedé tal, cuando lo supe, cual puede
imaginar quien algún tiempo se vio tan presa de amor
como yo por mi desdicha lo estoy. Decir yo ahora la vida
que pasaba en su ausencia, la tristeza, los suspiros,
las lágrimas que por estos cansados ojos cada día
derramaba, no sé si podré; qué pena es la mía que aun
decir no se puede; ved cómo podrá sufrirse.
Pues estando yo en medio de mi
desventura, y de las ansias que la ausencia de don Felis
me hacía sentir, pareciéndome que mi mal era sin
remedio, y que después que en la corte se viese, a causa
de otras damas de más hermosura y cualidad, también de
la ausencia que es capital enemiga del amor, yo había de
ser olvidada, yo determiné aventurarme a hacer lo que
nunca mujer pensó. Y fue vestirme en hábito de hombre, e
irme a la corte por ver aquel en cuya vista estaba toda
mi esperanza; y como lo pensé, así lo puse por obra, no
dándome el amor lugar a que mirase lo que a mí propia
debía. Para lo cual no me faltó industria, porque con
ayuda de una grandísima amiga mía y tesorera de mis
secretos, que me compró los vestidos que yo le mandé y
un caballo en que me fuese, me partí de mi tierra y aun
de mi reputación, pues no puedo creer que jamás pueda
cobrarla. Y así me fui derecha a la corte, pasando por
el camino cosas que si el tiempo me diera lugar para
contarlas, no fueran poco gustosas de oír. Veinte días
tardé en llegar, en cabo de los cuales llegando donde
deseaba, me fui a posar a una casa, la más apartada de
conversación que yo pude. Y el grande deseo que llevaba
de ver aquel destruidor de mi alegría no me dejaba
imaginar en otra cosa sino en cómo o de dónde podía
verle. Preguntar por él a mi huésped no osaba, porque
quizá no se descubriese mi venida; ni tampoco me parecía
bien ir yo a buscarle, porque no me sucediese alguna
desdicha a causa de ser conocida.
En esta confusión pasé todo aquel
día, hasta la noche, la cual cada hora se me hacía un
año; y siendo poco más de media noche, el huésped llamó
a la puerta de mi aposento, y me dijo que si quería
gozar de una música que en la calle se daba, que me
levantase de presto y abriese una ventana. Lo que yo
hice luego, y parándome en ella, oí en la calle un paje
de don Felis, que se llamaba Fabio, el cual luego en la
habla conocí cómo decía a otros que con él iban: «Ahora,
señores, es tiempo, que la dama está en el corredor
sobre la huerta, tomando el frescor de la noche.» Y no
lo hubo dicho, cuando comenzaron a tocar tres cornetas y
un sacabuche, con tan gran concierto que parecía una
música celestial. Y luego comenzó una voz que cantaba a
mi parecer lo mejor que nadie podría pensar. Y aunque
estuve suspensa en oír a Fabio, y aquel tiempo
ocurrieron muchas imaginaciones y todas contrarias a mi
descanso, no dejé de advertir a lo que se cantaba,
porque no lo hacían de manera que cosa alguna impidiera
el gusto que de oírlo se recibía. Y lo que se cantó
primero fue este romance:
|
Oídme, señora mía, si acaso os
duele mi mal, y aunque no os duela el oírle no me
dejéis de escuchar; dadme este breve descanso 5 porque me fuerce a
penar. ¿No os doléis de mis suspiros ni os
enternece el llorar, ni cosa mía os da pena, ni la
pensáis remediar?;
10 ¿hasta cuándo, mi señora, tanto mal ha
de durar? No está el remedio en la muerte, si no
en vuestra voluntad, que los males que ella cura 15 ligeros son de
pasar. No os fatigan mis fatigas ni os esperan
fatigar; de voluntad tan exenta ¿qué medio se ha
de esperar?, 20 ¿y
ese corazón de piedra cómo lo podré
ablandar? Volved, señora, esos ojos que en el
mundo no hay su par, mas no los volváis airados 25 si no me queréis
matar, aunque de una y de otra suerte matáis con
solo el mirar.
|
Después que con el primero
concierto de música hubieron cantado este romance, oí
tañer una dulzaina y una arpa, y la voz del mi don
Felis. El contento que me dio el oírle no hay quien lo
pueda imaginar, porque se me figuró que lo estaba oyendo
en aquel dichoso tiempo de nuestros amores. Pero después
que se desengañó la imaginación, viendo que la música se
la daba a otra, y no a mí, sabe Dios si quisiera más
pasar por la muerte. Y con un ansia que el ánima me
arrancaba, pregunté al huésped si sabía a quién aquella
música se daba. Él me respondió que no podía pensar a
quién se diese, aunque en aquel barrio vivían muchas
damas y muy principales. Y cuando vi que no me daba
razón de lo que le preguntaba, volví a oír al mi don
Felis, el cual entonces comenzaba al son de una arpa que
muy dulcemente tañía, a cantar este
soneto:
|
Soneto
Gastando fue el amor mis tristes
años, en vanas esperanzas y excusadas; fortuna, de
mis lágrimas cansadas, ejemplos puso al mundo muy
extraños.
El tiempo, como autor de
desengaños,
5
tal rastro deja en él de mis
pisadas que no habrá confianzas engañadas, ni
quien de hoy más se queje de sus daños.
Aquella a quien amé cuanto
debía, enseña a conocer en sus amores 10
lo que
entender no pude hasta ahora.
Y yo digo gritando noche y
día: ¿no veis que os desengaña, ¡oh
amadores!, amor, fortuna, el tiempo y mi señora?
|
Acabado de cantar este soneto,
pararon un poco tañendo cuatro vihuelas de arco y un
clavicordio tan concertadamente que no sé si en el mundo
pudiera haber cosa más para oír, ni qué mayor contento
diera a quien la tristeza no tuviera tan sojuzgada como
a mí; y luego comenzaron cuatro voces muy acordadas a
cantar esta canción:
|
Canción
No me quejo yo del daño que tu
vista me causó, quéjome porque llegó a mal tiempo
el desengaño.
Jamás vi peor
estado 5 que es el
no atrever y osar, y entre el callar y
hablar, verse un hombre sepultado.
Y así no quejo del
daño por ser tú quien lo causó, 10 sino por ver que
llegó a mal tiempo el desengaño.
Siempre me temo
saber cualquiera cosa encubierta, porque sé que la
más cierta 15 más
mi contraria ha de ser.
Y en
saberla no está el daño, pero séla tiempos yo que
nunca jamás sirvió de remedio el desengaño.
20
|
Acabada esta canción, comenzaron a
sonar muchas diversidades de instrumentos, y voces muy
excelentes concertadas con ellos, con tanta suavidad que
no dejaran de dar grandísimo contentamiento a quien no
estuviera tan fuera de él como yo. La música se acabó
muy cerca del alba, trabajé de ver a mi don Felis, mas
la oscuridad de la noche me lo estorbó. Y viendo como
eran idos, me volví acostar llorando mi desventura, que
no era poco de llorar viendo que aquel que yo más
quería, me tenía tan olvidada como sus músicas daban
testimonio. Y siendo ya hora de levantarme, sin otra
consideración me salí de casa, y me fui derecha al gran
palacio de la princesa, adonde me pareció que podría ver
lo que tanto deseaba, determinando de llamarme Valerio
si mi nombre me preguntasen.
Pues llegando yo a una plaza que
delante del palacio había, comencé a mirar las ventanas
y corredores, donde vi muchas damas tan hermosas que ni
yo sabría ahora encarecerlo, ni entonces supe más que
espantarme de su gran hermosura, y de los atavíos de
joyas e invenciones de vestidos y tocados que traían.
Por la plaza se paseaban muchos caballeros muy ricamente
vestidos, y en muy hermosos caballos, mirando cada uno a
aquella parte donde tenía el pensamiento. Dios sabe si
quisiera yo ver por allí a mi don Felis y que sus amores
fueran en aquel celebrado palacio, porque a lo menos
estuviera yo segura de que él jamás alcanzara otro
galardón de sus servicios sino mirar y ser mirado, y
algunas veces hablar a la dama a quien sirviese delante
de cien mil ojos que no dan lugar a más que esto. Mas
quiso mi ventura que sus amores fuesen en parte donde no
se pudiese tener esta seguridad. Pues estando yo junto a
la puerta del gran palacio, vi un paje de don Felis,
llamado Fabio, que yo muy bien conocía, el cual entró
muy de prisa en el gran palacio, y hablando con el
portero que a la segunda puerta estaba, se volvió por el
mismo camino. Yo sospeché que había venido a saber si
era hora que don Felis viniese a algún negocio de los
que de su padre en la corte tenía, y que no podría dejar
de venir presto por allí.
Y estando yo imaginando la gran
alegría que con su vista se me aparejaba, le vi venir
muy acompañado de criados, todos muy ricamente vestidos
con una librea de un paño de color de cielo, y fajas de
terciopelo amarillo, bordadas por encima de cordoncillo
de plata, las plumas azules y blancas y amarillas. El mi
don Felis traía calzas de terciopelo blanco, recamadas,
aforradas en tela de oro azul; el jubón era de raso
blanco recamado de oro de cañutillo y una cuera de
terciopelo de las mismas colores y recamo, una ropilla
suelta de terciopelo negro, bordada de oro y aforrada en
raso azul raspado, espada, daga y talabarte de oro, una
gorra muy bien aderezada de unas estrellas de oro, y en
medio de cada una engastado un grano de aljófar grueso;
las plumas eran azules, amarillas y blancas; en todo el
vestido traía sembrados muchos botones de perlas. Venía
en un hermoso caballo rucio rodado, con unas
guarniciones azules y de oro y mucho aljófar. Pues
cuando yo así le vi, quedé tan suspensa en verle y tan
fuera de mí con la súbita alegría, que no sé cómo lo
sepa decir. Verdad es que no pude dejar de dar con las
lágrimas de mis ojos alguna muestra de lo que su vista
me hacía sentir, pero la vergÜenza de los que allí
estaban me lo estorbó por entonces.
Pues como don Felis, llegando a
palacio, se apease y subiese por una escalera, por donde
iban al aposento de la gran princesa, yo llegué a donde
sus criados estaban, y viendo entre ellos a Fabio, que
era el que de antes había visto, le aparté diciéndole:
«Señor: ¿quién es este caballero que aquí se apeó,
porque me parece mucho a otro que yo he visto bien lejos
de aquí?» Fabio entonces me respondió: «¿Tan nuevo sois
en la corte que no conocéis a don Felis? Pues no creo yo
que hay caballero en ella tan conocido.» «No dudo de eso
-le respondí-, mas yo diré cuán nuevo soy en la corte
que ayer fue el primer día que en ella entré.» «Luego no
hay que culparos -dijo Fabio-. Sabed que este caballero
se llama don Felis, natural de Vandalia, y tiene su casa
en la antigua Soldina; está en esta corte en negocios
suyos y de su padre.» Yo entonces le dije: «Suplícoos me
digáis por qué causa trae la librea de estas colores.»
«Si la causa no fuera tan pública yo lo callara -dijo
Fabio- mas porque no hay persona que no lo sepa ni
llegaréis a nadie que no os lo pueda decir, creo que no
dejo de hacer lo que debo en decíroslo. Sabed que él
sirve aquí a una dama que se llama Celia, y por eso trae
librea de azul, que es color del cielo, y lo blanco y
amarillo, que son colores de la misma dama.» Cuando esto
le oí, ya sabréis cuál quedaría, mas disimulando mi
desventura le respondí: «Por cierto, esa dama le debe
mucho, pues no se contenta con traer sus colores, mas
aún su nombre propio quiere traer por librea. ¡Hermosa
debe de ser!» «Sí es, por cierto -dijo Fabio- aunque
harto más lo era otra a quien él en nuestra tierra
servía, y aún era más favorecido de ella, que de esta lo
es. Mas esta bellaca de ausencia deshace las cosas que
hombre piensa que están más firmes.»
Cuando yo esto le oí, fueme
forzado tener cuenta con las lágrimas, que a no tenerla,
no pudiera Fabio dejar de sospechar alguna cosa que a mí
no me estuviera bien. Y luego el paje me preguntó cúyo
era, y mi nombre, y adónde era mi tierra. Al cual, yo
respondí que mi tierra era Vandalia, mi nombre, Valerio,
y que hasta entonces no vivía con nadie. «Pues de esa
manera -dijo él- todos somos de una tierra y aun
podríamos ser de una casa si vos quisieseis, porque don
Felis, mi señor, me mandó que le buscase un paje. Por
eso si vos queréis servirle, vedlo; que comer, y beber,
y vestir y cuatro reales para jugar, no os faltarán,
pues mozas como unas reinas haylas en nuestra calle, y
vos, que sois gentilhombre, no habría ninguna que no se
pierda por vos. Y aunque sé yo una criada de un canónigo
viejo harto bonita, que para que fuésemos los dos bien
proveídos de pañizuelos y torreznos y vino de San
Martín, no habríais menester más que de servirla.»
Cuando yo esto le oí, no pude
dejar de reírme en ver cuán naturales palabras de paje
eran las que me decía. Y porque me pareció que ninguna
cosa me convenía más para mi descanso que lo que Fabio
me aconsejaba, le respondí: «Yo a la verdad no tenía
determinado de servir a nadie, mas ya que la fortuna me
ha traído a tiempo que no puedo hacer otra cosa,
paréceme que lo mejor sería vivir con vuestro señor,
porque debe ser caballero más afable y amigo de sus
criados que otros.» «Mal lo sabéis -me respondió Fabio-.
Yo os prometo, a fe de hijodalgo, porque lo soy, que mi
padre es de los Cachopines de Laredo, que tiene don
Felis, mi señor, de las mejores condiciones que habéis
visto en vuestra vida y que nos hace el mejor
tratamiento que nadie hace a sus pajes, si no fuesen
estos juegos, amores que nos hacen pasear más de lo que
querríamos y dormir menos de lo que hemos menester, no
habría tal señor.» Finalmente, hermosas ninfas, que
Fabio habló a su señor don Felis en saliendo, y él mandó
que aquella tarde me fuese a su posada. Yo me fui y él
me recibió por su paje, haciéndome el mejor tratamiento
del mundo y así estuve algunos días, viendo llevar y
traer recados de una parte a otra, cosa que era para mí
sacarme el alma y perder cada hora la paciencia.
Pasado un mes vino don Felis a
estar tan bien conmigo, que abiertamente me descubrió
sus amores, y me dijo desde el principio de ellos hasta
el estado en que entonces estaban, encargándome el
secreto de lo que en ellos pasaba y diciéndome cómo
había sido bien tratado de ella al principio y después
se había cansado de favorecerle. Y la causa de ello
había sido que no sabía quién le había dicho de unos
amores que él había tenido en su tierra, y que los
amores que con ella tenía no era sino por entretenerse
en cuanto los negocios que en la corte hacía no se
acababan. «Y no hay duda -me decía el mismo don Felis-
sino que yo los comencé como ella dice, mas ahora, Dios
sabe si hay cosa en la vida a quien tanto quiera.»
Cuando yo esto le oí decir, ya sentiréis, hermosas
ninfas, lo que podría sentir. Mas con toda la
disimulación posible respondí: «Mejor fuera, señor, que
la dama se quejara con causa y que eso fuera así, porque
si esa otra a quien antes servíais, no os mereció que la
olvidaseis, grandísimo agravio le hacéis.» Don Felis me
respondió: «No me da el amor que yo a mi Celia tengo
lugar para entenderlo así, mas antes me parece que me le
hice muy mayor en haber puesto el amor primero en otra
parte que en ella.» «De esos agravios -le respondí- yo
bien sé quién se lleva lo peor.» Y sacando el desleal
caballero una carta del seno que aquella hora había
recibido de su señora, me la leyó, pensando que me hacía
mucha fiesta, la cual decía de esta
manera: {TABLE>
Nunca cosa que yo sospechase de vuestros
amores dio tan lejos de la verdad que me diese ocasión
de no creer más veces a mi sospecha, que a vuestra
disculpa, y si en esto os hago agravio, ponedlo a
cuenta de vuestro descuido, que bien pudierais negar
los amores pasados, y no dar ocasión a que vuestra
confesión os condenase. Decís que fui causa que
olvidaseis los amores primeros; consolaos con que no
faltará otra que lo sea de los segundos. Y aseguraos,
señor don Felis, porque os certifico que no hay cosa
que peor esté a un caballero, que hallar en cualquier
dama ocasión de perderse por ella. Y no diré más
porque en males sin remedio, el no procurárselo es lo
mejor.»
Después que hubo acabado de leer
la carta, me dijo: «¿Qué te parecen, Valerio, estas
palabras?» «Paréceme -le respondí- que se muestran en
ellas tus obras.» «Acaba», dijo don Felis. «Señor -le
respondí yo- parecerme han según ellas os parecieren,
porque las palabras de los que quieren bien, nadie las
sabe tan bien juzgar como ellos mismos. Mas lo que yo
siento de la carta es que esa dama quisiera ser la
primera, a la cual no debe la fortuna tratarla de manera
que nadie pueda haber envidia de su estado.» «Pues ¿qué
me aconsejarías?», dijo don Felis. «Si tu mal sufre
consejo -le respondí yo- me parecería que el pensamiento
no se dividiese en esta segunda pasión, pues a la
primera se debe tanto.» Don Felis me respondió
suspirando y dándome una palmada en el hombro: «¡Oh,
Valerio, qué discreto eres! ¡Cuán buen consejo me das,
si yo pudiese tomarle! Entrémonos a comer, que, en
acabando quiero que lleves una carta mía a la señora
Celia, y verás si merece que a trueque de pensar en ella
se olvide otro cualquier pensamiento.» Palabras fueron
estas que a Felismena llegaron al alma, mas como tenía
delante sus ojos aquel a quien más que a sí quería,
solamente mirarle era el remedio de la pena que
cualquiera de estas cosas me hacía sentir. Después que
hubimos comido, don Felis me llamó y haciéndome
grandísimo cargo de lo que le debía por haberme dado
parte de su mal, y haber puesto el remedio en mis manos,
me rogó le llevase una carta que escrita le tenía, la
cual él primero me leyó y decía de esta manera:
Carta de don Felis para Celia
«Déjase tan bien entender el pensamiento
que busca ocasiones para olvidar a quien desea, que
sin trabajar mucho la imaginación se viene en
conocimiento de ello. No me tengas en tanto, señora,
que busque remedio para disculparte de lo que conmigo
piensas usar, pues nunca yo llegué a valer tanto
contigo que en menores cosas quisiese hacerlo. Yo
confesé que había querido bien porque el amor, cuando
es verdadero, no sufre cosa encubierta y tú pones por
ocasión de olvidarme de lo que había de ser de
quererme. No me puedo dar a entender que te tienes en
tan poco que creas de mí poderte olvidar por ninguna
cosa que sea o haya sido; mas antes me escribes otra
cosa de lo que de mi fe tienes experimentado. De todas
las cosas que en perjuicio de lo que te quiero
imaginas, me asegura mi pensamiento, el cual bastará
ser mal galardonado sin ser también mal
agradecido.»
Después que don Felis me leyó la
carta que a su dama tenía escrita, me preguntó si la
respuesta me parecía conforme a las palabras que la
señora Celia le había dicho en la suya, y que si había
algo en ella que enmendar. A lo cual yo le respondí: «No
creo, señor, que es menester hacer la enmienda a esa
carta, ni a la dama a quien se envía sino a la que con
ella ofendes. Digo esto porque soy tan aficionado a los
amores primeros que en esta vida he tenido, que no
habría en ella cosa que me hiciese mudar el
pensamiento.» «La mayor razón tienes del mundo -dijo don
Felis-. Si yo pudiese acabar conmigo otra cosa de lo que
hago; mas ¿qué quieres si la ausencia enfrió ese amor y
encendió este otro?» «De esa manera -respondí yo- con
razón se puede llamar engañada aquella a quien primero
quisiste, porque amor sobre que ausencia tiene poder, ni
es amor ni nadie me podrá dar a entender que lo haya
sido.»
Esto decía yo con más disimulación
de lo que podía porque sentía tanto verme olvidada de
quien tanta razón tenía de quererme y yo tanto quería,
que hacía más de lo que nadie piensa en no darme a
entender. Y tomando la carta e informándome de lo que
había de hacer, me fui en casa de la señora Celia,
imaginando el estado triste a que mis amores me habían
traído, pues yo misma me hacía la guerra, siéndome
forzado ser intercesora de cosa tan contraria a mi
contentamiento. Pues llegando en casa de Celia, y
hallando un paje suyo a la puerta, le pregunté si podía
hablar a su señora. Y el paje, informado de mí cúyo era,
lo dijo a Celia, alabándole mucho mi hermosura y
disposición, y diciéndole que nuevamente don Felis me
había recibido. La señora Celia le dijo: «¿Pues a hombre
recibido de nuevo descubre luego don Felis sus
pensamientos? Alguna grande ocasión debe haber para
ello. Dile que entre y sepamos lo que quiere.»
Yo entré luego donde la enemiga de
mi bien estaba, y con el acatamiento debido le besé las
manos y le puse en ellas la carta de don Felis. La
señora Celia la tomó y puso los ojos en mí, de manera
que yo le sentí la alteración que mi vista le había
causado, porque ella estuvo tan fuera de sí que palabra
no me dijo por entonces. Pero después volviendo un poco
sobre sí, me dijo: «¿Qué ventura te ha traído a esta
corte para que don Felis la tuviese tan buena como es
tenerte por criado?» «Señora -le respondí yo- la ventura
que a esta corte me ha traído no puede dejar de ser muy
mejor de lo que nunca pensé, pues ha sido causa que yo
viese tan gran perfección y hermosura como la que
delante mis ojos tengo; y si antes me dolían las ansias,
los suspiros y los continuos desasosiegos de don Felis,
mi señor, ahora que he visto la causa de su mal, se me
ha convertido en envidia la mancilla que de él tenía.
Mas si es verdad, hermosa señora, que mi venida te es
agradable, suplícote por lo que debes al gran amor que
él te tiene, que tu respuesta también lo sea.» «No hay
cosa -me respondió Celia- que yo deje de hacer por ti,
aunque estaba determinada de no querer bien a quien ha
dejado otra por mí, que grandísima discreción es saber
la persona aprovecharse de casos ajenos para poderse
valer en los suyos.» Y entonces le respondí: «No creas,
señora, que habría cosa en la vida por que don Felis te
olvidase. Y si ha olvidado a otra dama por causa tuya,
no te espantes, que tu hermosura y discreción es tanta y
la de la otra dama tan poca, que no hay para qué
imaginar que por haberla olvidada a causa tuya, te
olvidara a ti a causa de otra.» «¡Y cómo! -dijo Celia-
¿conociste tú a Felismena, la dama a quien tu señor en
su tierra servía?» «Sí conocí -dije yo- aunque no tan
bien como fuera necesario para excusar tantas
desventuras. Verdad es que era vecina de la casa de mi
padre, pero visto tu gran hermosura, acompañada de tanta
gracia y discreción, no hay por qué culpar a don Felis
de haber olvidado los primeros amores.» A esto me
respondió Celia ledamente y riendo: «Presto has
aprendido de tu amo a saber lisonjear.» «A saberte bien
servir -le respondí- querría yo poder aprender, que
adonde tanta causa hay para lo que se dice, no puede
caber lisonja.» La señora Celia tornó muy de veras a
preguntarme le dijese qué cosa era Felismena, a lo cual
yo le respondí: «Cuanto a su hermosura, algunos hay que
la tienen por muy hermosa, mas a mí jamás me lo pareció,
porque la principal parte que para serlo es menester
muchos días ha que le falta.» «¿Qué parte es esa?»,
preguntó Celia. «Es el contentamiento -dije yo- porque
nunca adonde él no está puede haber perfecta hermosura.»
«La mayor razón del mundo tienes -dijo ella- mas yo he
visto algunas damas que les está tan bien el estar
tristes, y a otras el estar enojadas, que es cosa
extraña; y verdaderamente que el enojo y la tristeza las
hace más hermosas de lo que son.» Y entonces le
respondí: «Desdichada de hermosura que ha de tener por
maestro el enojo o la tristeza; a mí poco se me
entienden estas cosas, pero la dama que ha menester
industrias, movimientos o pasiones para parecer bien, ni
la tengo por hermosa, ni hay para qué contarla entre las
que lo son.» «Muy gran razón tienes -dijo la señora
Celia -y no habrá cosa en que no la tengas, según eres
discreto.» «Caro me cuesta -respondí yo- tenerle en
tantas cosas. Suplícote, señora, respondas a la carta
porque también la tenga don Felis, mi señor, de recibir
este contentamiento por mi mano.» «Soy contenta -me dijo
Celia- mas primero me has de decir cómo está Felismena
en esto de la discreción, ¿es muy avisada?» Yo entonces
respondí: «Nunca mujer ha sido más avisada que ella
porque ha muchos días que grandes desventuras la avisan,
mas nunca ella se avisa, que si así como ha sido
avisada, ella se avisase, no habría venido a ser tan
contraria a sí misma.» «Hablas tan discretamente en
todas las cosas -dijo Celia- que ninguna haría de mejor
gana que estarte oyendo siempre.» «Mas antes -le
respondí yo- no deben ser, señora, mis razones manjar
para tan sutil entendimiento como el tuyo, y esto solo
creo que es lo que no entiendo mal.» «No habrá cosa
-respondió Celia- que dejes de entender, mas porque no
gastes tan mal el tiempo en alabarme como tu amo en
servirme, quiero leer la carta y decirte lo que has de
decir.» Y descogiéndola, comenzó a leerla entre sí,
estando yo muy atento en cuanto la leía a los
movimientos que hacía con el rostro, que las más veces
dan a entender lo que el corazón siente. Y habiéndola
acabado de leer, me dijo: «Di a tu señor que quien tan
bien sabe decir lo que siente, que no debe sentirlo tan
bien como lo dice.» Y llegándose a mí me dijo, la voz
algo más baja: «Y esto por amor de ti, Valerio, que no
porque yo lo deba a lo que quiero a don Felis, porque
veas que eres tú el que le favoreces.» «Y aun de ahí
nacido todo mi mal», dije yo entre mí.
Y besándole las manos por la
merced que me hacía, me fui a don Felis con la
respuesta, que no pequeña alegría recibió con ella, cosa
que a mí era otra muerte y muchas veces decía yo entre
mí, cuando acaso llevaba o traía algún recado: «¡Oh
desdichada de ti, Felismena, que con tus propias armas
te vengas a sacar el alma!, ¡y que vengas a granjear
favores para quien tan poco caso hizo de los tuyos.» Y
así pasaba la vida con tan grave tormento que si con la
vista del mi don Felis no se remediara, no pudiera dejar
de perderla. Más de dos meses me encubrió Celia lo que
me quería, aunque no de manera que yo no viniese a
entenderlo, de que no recibí poco alivio para el mal que
tan importunamente me seguía, por parecerme que sería
bastante causa para que don Felis no fuese querido y que
podría ser le acaeciese como a muchos, que fuerza de
disfavores los derriba de su pensamiento. Mas no le
acaeció así a don Felis, porque cuanto más entendía que
su dama le olvidaba, tanto mayores ansias le sacaban el
alma. Y así vivía la más triste vida que nadie podría
imaginar; de la cual no me llevaba yo la menor parte. Y
para remedio de esto, sacaba la triste de Felismena, a
fuerza de brazos, los favores de la señora Celia,
poniéndolos ella toda las veces que por mí se los
enviaba a mi cuenta. Y si acaso por otro criado suyo le
enviaba algún recado, era tan mal recibido que ya él
estaba sobre el aviso de no enviar otro allá, sino a mí,
por tener entendido lo mal que le sucedía siendo de otra
manera; y a mí, Dios sabe si me costaba lágrimas, porque
fueron tantas las que yo delante de Celia derramé,
suplicándole no tratase mal a quien tanto la quería, que
bastara esto para que don Felis me tuviera la mayor
obligación que nunca hombre tuvo a mujer. A Celia le
llegaban al alma mis lágrimas, así porque yo las
derramaba como por parecerle que si yo le quisiera lo
que a su amor debía, no solicitara con tanta diligencia
favores para otro, y así lo decía ella muchas veces con
un ansia que parecía que el alma se le quería
despedir.
Yo vivía en la mayor confusión del
mundo porque tenía entendido que si no mostraba quererla
como a mí, me ponía a riesgo que Celia volviese a los
amores de don Felis, y que volviendo a ellos, los míos
no podrían haber buen fin; y si también fingía estar
perdida por ella, sería causa que ella desfavoreciese al
mi don Felis, de manera que a fuerza de disfavores,
perdiese el contentamiento y tras él la vida. Y por
estorbar la menor cosa de estas, diera yo cien mil de
las mías, si tantas tuviera.
De este modo se pasaron muchos
días que le servía de tercera, a grandísima costa de mi
contentamiento, al cabo de los cuales los amores de los
dos iban de mal en peor, porque era tanto lo que Celia
me quería que la gran fuerza de amor la hizo a lo que
debía a sí misma. Y un día, después de haberle llevado y
traído muchos recados, y de haberle yo fingido algunos,
por no ver triste a quien tanto quería, estando
suplicando a la señora Celia con todo el acatamiento
posible, que se doliese de tan triste vida como don
Felis a causa suya pasaba y que mirase que en no
favorecerle, iba contra lo que a sí misma debía, lo cual
yo hacía por verle tal que no se esperaba otra cosa sino
la muerte del gran mal que su pensamiento le hacía
sentir. Ella, con lágrimas en los ojos y con muchos
suspiros, me respondió: «Desdichada de mí, ¡oh Valerio!,
que en fin acabo de entender cuán engañada vivo contigo.
No creía yo hasta ahora que me pedías favores para tu
señor, sino por gozar de mi vista el tiempo que gastabas
en pedírmelos. Mas ya conozco que los pides de veras, y
que pues gustas de que yo ahora le trate bien, sin duda
no debes quererme. ¡Oh cuán mal me pagas lo que te
quiero y lo que por ti dejo de querer! Plega a Dios que
el tiempo me vengue de ti, pues el amor no ha sido parte
para ello, que no puedo yo creer que la fortuna me sea
tan contraria que no te dé el pago de no haberla
conocido. Y di a tu señor don Felis que si viva me
quiere ver, que no me vea; y tú, traidor, enemigo de mi
descanso, no parezcas más delante de estos cansados
ojos, pues sus lágrimas no han sido parte para darte a
entender lo mucho que me debes.» Y con esto se me quitó
delante con tantas lágrimas que las mías no fueron parte
para detenerla, porque con grandísima prisa se metió en
un aposento, y cerrando tras sí la puerta, ni bastó
llamar, suplicándole con mis amorosas palabras que me
abriese y tomase de mí la satisfacción que fuese
servida, ni decirle otras muchas cosas en que le
mostraba la poca razón que había tenido en enojarse para
que quisiese abrirme. Mas antes, desde allá dentro, me
dijo con una furia extraña: «Ingrato y desagradecido
Valerio, el más que mis ojos pensaron ver, no me veas ni
me hables, que no hay satisfacción para tan grande
desamor, ni quiero otro remedio para el mal que me
hiciste, sino la muerte, la cual yo con mis propias
manos tomaré en satisfacción de lo que tú me
mereces.»
Y yo viendo esto me vine a casa
del mi don Felis con más tristeza de la que pude
disimular, y le dije que no había podido hablar a Celia
por cierta visita en que estaba ocupada. Mas otro día de
mañana supimos, y aún se supo en toda la ciudad, que
aquella noche le había tomado un desmayo con que había
dado el alma, que no poco espanto puso en toda la corte.
Pues lo que don Felis sintió su muerte, y cuánto le
llegó al ánima, no se puede decir, ni hay entendimiento
humano que alcanzarlo pueda, porque las cosas que decía,
las lástimas, las lágrimas, los ardientes suspiros eran
sin número. Pues de mí no digo nada porque de una parte,
la desastrada muerte de Celia me llegaba al ánima, y de
otra las lágrimas de don Felis me traspasaban el
corazón. Aunque esto no fue nada, según lo que después
sentí porque, como don Felis supo su muerte, la misma
noche desapareció de casa sin que criado suyo ni otra
persona supiese de él. Ya veis, hermosas ninfas, lo que
yo sentiría; pluguiera a Dios que yo fuera la muerta, y
no me sucediera tan gran desdicha, que cansada debía
estar la fortuna de las de hasta allí. Pues como no
bastase la diligencia que en saber del mi don Felis se
puso, que no fue pequeña, yo determiné ponerme en este
hábito en que me veis, en el cual ha más de dos años que
he andado buscándole por muchas partes, y mi fortuna me
ha estorbado hallarle, aunque no le debo poco, pues me
ha traído a tiempo que este pequeño servicio pudiese
haceros. Y creedme, hermosas ninfas, que lo tengo,
después de la vida de aquel en quien puse toda mi
esperanza, por el mayor contento que en ella pudiera
recibir.
Cuando las ninfas acabaron de oír
a la hermosa Felismena, y entendieron que era mujer tan
principal, y que el amor le había hecho dejar su hábito
natural y tomar el de pastora, quedaron tan espantadas
de su firmeza como del gran poder de aquel tirano que
tan absolutamente se hace servir de tantas libertades. Y
no pequeña lástima tuvieron de ver las lágrimas, y los
ardientes suspiros con que la hermosa doncella
solemnizaba la historia de sus amores. Pues Dórida, a
quien más había llegado al alma el mal de Felismena, y
más aficionada le estaba que a persona a quien toda su
vida hubiese conservado, tomó la mano de responderle y
comenzó a hablar de esta manera:
-¿Qué haremos, hermosa señora, a
los golpes de la fortuna? ¿Qué casa fuerte habrá adonde
la persona pueda estar segura de las mudanzas del
tiempo? ¿Qué arnés hay tan fuerte, de tan fino acero que
pueda a nadie defender de las fuerzas de este tirano que
tan injustamente llaman Amor? ¿Y qué corazón hay, aunque
más duro sea que mármol, que un pensamiento enamorado no
le ablande? No es por cierto esa hermosura, no ese
valor, no esa discreción para que merezca ser olvidada
de quien una vez pueda verla, pero estamos a tiempo, que
merecer la cosa es principal parte para no alcanzarla. Y
es el crudo amor de condición tan extraña que reparte
sus contentamientos sin orden ni concierto alguno, y
allí da mayores cosas donde en menos son estimadas,
medicina podría ser para tantos males como son los de
que este tirano es causa, la discreción y valor de la
persona que los padece. Pero ¿a quién la deja ella tan
libre que le pueda aprovechar para remedio, o quién
podrá tanto consigo en semejante pasión que en causas
ajenas sepa dar consejo cuanto más tomarle en las suyas
propias? Mas con todo eso, hermosa señora, te suplico
pongas delante los ojos quién eres, que si las personas
de tanta suerte y valor como tú no bastaren a sufrir sus
adversidades, ¿cómo las podrían sufrir las que no lo
son? Y demás de esto, de parte de estas ninfas y de la
mía te suplico en nuestra compañía te vayas en casa de
la gran sabia Felicia que no es tan lejos de aquí que
mañana, a estas horas, no estemos allá. A donde tengo
por averiguado que hallarás grandísimo remedio para
estas angustias como lo han hallado muchas personas que
no lo merecían. Demás de su ciencia, a la cual persona
humana en nuestros tiempos no se halla que pueda
igualar, su condición y su bondad no menos le engrandece
y hace que todas las del mundo deseen su compañía.
Felismena respondió:
-No sé, hermosas ninfas, quien a
tan grave mal pueda dar remedio, si no fuese el propio
que lo causa. Mas con todo eso, no dejaré de hacer
vuestro mandado, que pues vuestra compañía es para mi
pena tan gran alivio, injusta cosa sería desechar el
consuelo al tiempo que tanto lo he menester.
-¡No me espanto yo -dijo Cintia-
sino cómo don Felis, en el tiempo que le servías, no te
conoció en ese rostro, y en la gracia y el mirar de tan
hermosos ojos!
Felismena entonces respondió:
-Tan apartada tenía la memoria de
lo que en mí había visto y tan puesto en lo que veía en
su señora Celia, que no había lugar para ese
conocimiento.
Y estando en esto oyeron cantar
los pastores que en compañía de la discreta Selvagia,
iban por una cuesta abajo, los más antiguos cantares que
cada uno sabía, o que su mal le inspiraba, y cada cual
buscaba el villancico que más hacía a su propósito. Y el
primero que comenzó a cantar fue Silvano, el cual cantó
lo siguiente: |
«Desdeñado soy de
amor, guárdeos Dios de tal dolor.
Soy del amor desdeñado, de
fortuna perseguido, ni temo verme perdido, 5 ni aún espero ser
ganado; un cuidado a otro cuidado me añade siempre
el amor: ¡guárdeos Dios de tal dolor!
En quejas me entretenía, 10 ¡ved qué triste
pasatiempo!, imaginaba que un tiempo tras otro
tiempo venía, mas la desventura mía mudole en otro
peor: 15 ¡guárdeos
Dios de tal dolor!»
|
Selvagia que no tenía menos amor,
o menos presunción de tenerle al su Alanio que Silvano a
la hermosa Diana, ni tampoco se tenía por menos
agraviada por la mudanza que en sus amores había hecho
que Silvano en haber tanto perseverado en su daño,
mudando el primero verso a este villancico pastoril
antiguo, lo comenzó a cantar aplicándolo a su propósito
de esta manera:
|
«Di ¿quién te ha hecho,
pastora, sin gasajo y sin placer, que tú alegre
solías ser?
Memoria del bien pasado en
medio del mal presente,
5 ¡ay del alma que lo siente, si está mucho
en tal estado! Después que el tiempo ha mudado a
un pastor, por me ofender, jamás he visto el
placer.»
10
|
A Sireno bastara la canción de
Selvagia para dar a entender su mal, si ella y Silvano
se lo consintieran, mas persuadiéndole que él también
eligiese alguno de los cantares que más a su propósito
hubiese oído, comenzó a cantar lo
siguiente: |
«Olvidásteme, señora; mucho más
os quiero ahora.
Sin ventura
yo he olvidado me veo, no sé por qué; ved a quién
disteis la fe, 5 ¿y
de quién la habéis quitado? Él no os ama, siendo
amado, yo desamado, señora, mucho más os quiero
ahora.
Paréceme que estoy
viendo 10 los ojos
en que me vi, y vos por no verme así el rostro
estáis escondiendo, y que yo os estoy
diciendo: alza los ojos, señora, 15 que muy más os quiero
ahora.»
|
Las ninfas estuvieron muy atentas
a las canciones de los pastores y con gran
contentamiento de oírlos, mas a la hermosa pastora no le
dejaron los suspiros estar ociosa en cuanto los pastores
cantaban. Llegados que fueron a la fuente y hecho su
debido acatamiento, pusieron sobre la hierba la mesa, y
lo que de la aldea habían traído, y se asentaron luego a
comer aquellos a quien sus pensamientos les daban lugar;
y los que no, importunados de los que más libres se
sentían, lo hubieron de hacer. Y después de haber
comido, Polidora dijo así:
-Desamados pastores, si es lícito
llamaros el nombre que a vuestro pesar la fortuna os ha
puesto, el remedio de vuestro mal está en manos de la
discreta Felicia, a la cual dio naturaleza lo que a
nosotras ha negado. Y pues veis lo que os importa ir a
visitarla, pídoos de parte de estas ninfas, a quien este
día tanto servicio habéis hecho, que no rehuséis nuestra
compañía, pues no de otra manera podéis recibir el
premio de vuestro trabajo; que lo mismo hará esta
pastora, la cual no menos que vosotros lo ha menester. Y
tú, Sireno, que de un tiempo tan dichoso a otro tan
desdichado te ha traído la fortuna, no te desconsueles,
que si tu dama tuviese tan cerca el remedio de la mala
vida que tiene, como tú de lo que ella te hace pasar, no
sería pequeño alivio para los disgustos y desabrimientos
que yo sé que pasa cada día.
Sireno respondió:
-Hermosa Polidora, ninguna cosa me
da la hora de ahora mayor descontento que haberse Diana
vengado de mí tan a costa suya, porque amar ella a quien
no la tiene en lo que merece, y estar por fuerza en su
compañía, veis lo que le debe costar; y buscar yo
remedio a mi mal, hacerlo ya si el tiempo, la fortuna me
lo permitiese; mas veo que todos los caminos son tomados
y no sé por dónde tú y esas ninfas pensáis llevarme a
buscarle. Pero sea como fuere, nosotros os seguiremos, y
creo que Silvano y Selvagia harán lo mismo, si no son de
tan mal conocimiento que no entiendan la merced que a
ellos y a mí se nos hace.
Y remitiéndose los pastores a lo
que Sireno había respondido, y encomendando sus ganados
a otros que no muy lejos estaban de allí hasta la
vuelta, se fueron todos juntos por donde las tres ninfas
los guiaban.
Fin del segundo libro de la
Diana
Libro tercero
Con muy gran contentamiento
caminaban las hermosas ninfas con su compañía por medio
de un espeso bosque, ya que el sol se quería poner
salieron a un muy hermoso valle, por medio del cual iba
un impetuoso arroyo, de una parte y otra adornado de muy
espesos salces y alisos, entre los cuales había otros
muchos géneros de árboles más pequeños que, enredándose
a los mayores, entretejiéndose las doradas flores de los
unos por entre las verdes ramas de los otros, daban con
su vista gran contentamiento.
Las ninfas y pastores tomaron una
senda que por entre el arroyo y la hermosa arboleda se
hacía, y no anduvieron mucho espacio cuando llegaron a
un verde prado muy espacioso, adonde estaba un muy
hermoso estanque de agua, del cual procedía el arroyo
que por el valle con grande ímpetu corría. En medio del
estanque estaba una pequeña isleta, adonde había algunos
árboles, por entre los cuales se divisaba una choza de
pastores; alrededor de ella andaba un rebaño de ovejas
paciendo la verde hierba.
Pues como a las ninfas pareciese
aquel lugar aparejado para pasar la noche que ya muy
cerca venía, por unas piedras que del prado a la isleta
estaban por medio del estanque puestas en orden, pasaron
todas y se fueron derechas a la choza que en la isla
parecía. Y como Polidora, entrando primero dentro, se
adelantase un poco, aún no hubo entrado cuando con gran
prisa volvió a salir y, volviendo el rostro a su
compañía, puso un dedo encima de su hermosa boca
haciéndoles señas que entrasen sin ruido. Como aquello
viesen las ninfas y los pastores, con el menos rumor que
pudieron entraron en la choza y mirando a una parte y a
otra, vieron a un rincón un lecho, no de otra cosa sino
de los ramos de aquellos salces que en torno de la choza
estaban y de la verde hierba que junto al estanque se
criaba. Encima de la cual vieron una pastora durmiendo,
cuya hermosura no menos admiración les puso que si la
hermosa Diana vieran delante sus ojos. Tenía una saya
azul clara, un jubón de una tela tan delicada que
mostraba la perfección y compás del blanco pecho, porque
el sayuelo que del mismo color de la saya era, le tenía
suelto de manera que aquel gracioso bulto se podía bien
divisar. Tenía los cabellos que más rubios que el sol
parecían, sueltos y sin orden alguna, mas nunca orden
tanto adornó hermosura como el desorden que ellos
tenían; y con el descuido del sueño, el blanco pie
descalzo fuera de la saya se le parecía, mas no tanto
que a los ojos de los que lo miraban pareciese
deshonesto. Y según parecía por muchas lágrimas que aun
durmiendo por sus hermosas mejillas derramaba, no le
debía el sueño impedir sus tristes imaginaciones.
Las ninfas y pastores estaban tan
admirados de su hermosura y de la tristeza que en ella
conocían, que no sabían qué se decir, sino derramar
lágrimas de piedad de las que a la hermosa pastora veían
derramar; la cual, estando ellos mirando, se volvió
hacia un lado diciendo con un suspiro que del alma le
salía:
-¡Ay, desdichada de ti, Belisa,
que no está tu mal en otra cosa sino en valer tan poco
tu vida que con ella no puedas pagar las que por causa
tuya son perdidas!
Y luego con tan grande sobresalto
despertó, que pareció tener el fin de sus días presente;
mas como viese las tres ninfas y las hermosas dos
pastoras, juntamente con los dos pastores, quedó tan
espantada que estuvo un rato sin volver en sí. Volviendo
a mirarlos, sin dejar de derramar muchas lágrimas, ni
poner silencio a los ardientes suspiros que de lastimado
corazón enviaba, comenzó a hablar de esta manera:
-Muy gran consuelo sería para tan
desconsolado corazón como este mío, estar segura de que
nadie con palabras ni con obras pretendiese dármele,
porque la gran razón, oh hermosas ninfas, que tengo de
vivir tan envuelta en tristezas, como vivo, ha puesto
enemistad entre mí y el consuelo de mi mal; de manera
que si pensase en algún tiempo tenerle, yo misma me
daría la muerte. Y no os espantéis prevenirme yo de este
remedio, pues no hay otro para que me deje de agraviar
del sobresalto que recibí en veros en esta choza, lugar
aparejado no para otra cosa sino para llorar males sin
remedio. Y esto sea aviso para que cualquiera que a su
tormento le esperare, se salga de él, porque infortunios
de amor le tienen cerrado de manera que jamás dejan
entrar aquí alguna esperanza de consuelo. Mas ¿qué
ventura ha guiado tan hermosa compañía a donde jamás se
vio cosa que diese contento? ¿Quién pensáis que hace
crecer la verde hierba de esta isla y acrecentar las
aguas que la cercan sino mis lágrimas? ¿Quién pensáis
que menea los árboles de este hermoso valle sino la voz
de mis suspiros tristes que inflando el aire, hacen
aquello que él por sí no haría? ¿Por qué pensáis que
cantan los dulces pájaros por entre las matas cuando el
dorado Febo está en toda su fuerza, sino para ayudar a
llorar mis desventuras? ¿A qué pensáis que las temerosas
fieras salen al verde prado, sino a oír mis continuas
quejas? ¡Ay, hermosas ninfas!, no quiera Dios que os
haya traído a este lugar vuestra fortuna para lo que yo
vine a él porque cierto parece, según lo que en él paso,
no haberle hecho naturaleza para otra cosa, sino para
que en él pasen su triste vida los incurables de amor.
Por eso si alguno de vosotros lo es, no pase más
adelante; y si no lo es, váyase presto de aquí, que no
sería mucho que la naturaleza del lugar le hiciese
fuerza.
Con tantas lágrimas decía esto la
hermosa pastora que no había ninguno de los que allí
estaban que las suyas detener pudiese. Todos estaban
espantados de ver el espíritu que con el rostro y
movimientos daba a lo que decía, que cierto bien
parecían sus palabras salidas del alma; y no se sufría
menos que esto, porque el triste suceso de sus amores
quitaba la sospecha de ser fingido lo que mostraba. Y la
hermosa Dórida le habló de esta manera:
-Hermosa pastora: ¿qué causa ha
sido la que tu gran hermosura ha puesto en tal extremo?
¿Qué mal tan extraño te pudo hacer amor, que haya sido
parte para tantas lágrimas acompañadas de tan triste y
tan sola vida, como en este lugar debes hacer? Mas ¿qué
pregunto yo, pues en verte quejosa de amor, me dices más
de lo que yo preguntarte puedo? ¿Quisiste asegurar
cuando aquí entramos de que nadie te consolase? No te
pongo culpa, que oficio es de personas tristes no
solamente aborrecer al consuelo, mas aún a quien piensa
que por alguna vía puede dársele. Decir que yo podría
darle a tu mal, ¿qué aprovecha si él mismo no te da
licencia que me creas? Decir que te aproveches de tu
juicio y discreción, bien sé que no lo tienes tan libre
que puedas hacerlo. Pues ¿qué podría yo hacer para darte
algún alivio si tu determinación me ha de salir al
encuentro? De una cosa puedes estar certificada y es que
no habría remedio en la vida para que la tuya no fuese
tan triste que yo dejase de dártele, si en mi mano
fuese. Y si esta voluntad alguna cosa merece, yo te pido
de parte de los que presentes están y de la mía, la
causa de tu mal nos cuentes, porque algunos de los que
en mi compañía vienen están con tan gran necesidad de
remedio, y los tiene amor en tanto estrecho que si la
fortuna no los socorre, no sé qué será de sus vidas.
La pastora que de esta manera vio
hablar a la hermosa Dórida, saliéndose de la choza y
tomándola por la mano, la llevó cerca de una fuente que
en un verde pradecillo estaba no muy apartado de allí, y
las ninfas y los pastores se fueron tras ellas, y juntos
se asentaron en torno de la fuente, habiendo el dorado
Febo dado fin a su jornada y la nocturna Diana principio
a la suya, con tanta claridad como si en medio del día
fuera. Y estando de la manera que habéis oído, la
hermosa pastora le comenzó a decir lo que oiréis:
-Al tiempo, oh hermosas ninfas de
la casta diosa, que yo estaba libre de amor, oí decir
una cosa de que después me desengañó la experiencia,
hallándola muy al revés de lo que me certificaban.
Decíanme que no había mal que decirlo no fuese algún
alivio para el que lo padecía, y hallo que no hay cosa
que más mi desventura acreciente que pasarla por la
memoria y contarla a quien libre de ella se ve, porque,
si yo otra cosa entendiese, no me atrevería a contaros
la historia de mis males. Pero pues que es verdad, que
contárosla no será causa alguna de consuelo a mi
desconsuelo que son las dos cosas que de mí son más
aborrecidas, estad atentas y oiréis el más desastrado
caso que jamás en amor ha sucedido. No muy lejos de este
valle, hacia la parte donde el sol se pone, está una
aldea en medio de una floresta, cerca de dos ríos que
con sus aguas riegan los árboles amenos, cuya espesura
es tanta que desde una casa la otra no se parece. Cada
una de ellas tiene su término redondo, adonde los
jardines en verano se visten de olorosas flores, de más
de la abundancia de la hortaliza que allí la naturaleza
produce, ayudada de la industria de los moradores, los
cuales son de los que en la gran España llaman libres,
por la antigÜedad de sus casas y linajes.
En este lugar nació la desdichada
Belisa, que este nombre saqué de la pila adonde
pluguiera a Dios dejara el ánima. Aquí pues vivía un
pastor de los principales en hacienda y linaje que en
toda esta provincia se hallaba, cuyo nombre era Arsenio,
el cual fue casado con una zagala, la más hermosa de su
tiempo; mas la presurosa muerte, o porque los hados lo
permitieron o por evitar otras muchas que su hermosura
pudiera causar, le cortó el hilo de la vida pocos años
después de casada. Fue tanto lo que Arsenio sintió la
muerte de su amada Florinda que estuvo muy cerca de
perder la vida, pero consolábase con un hijo que le
quedaba, llamado Arsileo, cuya hermosura fue tanta que
competía con la de Florinda, su madre. Y con todo eso,
Arsenio vivía la más sola y triste vida que nadie podría
imaginar. Pues viendo su hijo ya en edad convenible para
ponerle en algún ejercicio virtuoso, teniendo entendido
que la ociosidad en los mozos es maestra de vicios y
enemiga de virtud, determinó enviarle a la Academia
salmantina con intención que se ejercitase en aprender
lo que a los hombres sube a mayor grado que de hombres,
y así lo puso por obra.
Pues siendo ya quince años pasados
que su mujer era muerta, saliendo yo un día con otras
vecinas a un mercado que en nuestro lugar se hacía, el
desdichado Arsenio me vio y por su mal, y aun por el mío
y de su desdichado hijo. Esta vista causó en él tan
grande amor, como de allí adelante se pareció. Y esto me
dio él a entender muchas veces, que ahora en el campo
yendo a llevar a comer a los pastores, ahora yendo con
mis paños al río, ahora por agua a la fuente, se hacía
encontradizo conmigo. Yo, que de amores aquel tiempo
sabía poco, aunque por oídas alcanzase alguna cosa de
sus desvariados efectos, unas veces hacía que no lo
entendía, otras veces lo echaba en burlas, otras me
enojaba de verlo tan importuno. Mas ni mis palabras
bastaban a defenderme de él, ni el grande amor que él me
tenía le daba lugar a dejar de seguirme. Y de esta
manera se pasaron más de cuatro años que ni él dejaba su
porfía, ni yo podía acabar conmigo de darle el más
pequeño favor de la vida. A este tiempo vino el
desdichado de su hijo Arsileo del estudio, el cual entre
otras ciencias que había estudiado, había florecido de
tal manera en la poesía y en la música que a todos los
de su tiempo hacía ventaja. Su padre se alegró tanto con
él que no hay quien lo pueda encarecer, y con gran razón
porque Arsileo era tal que no sólo de su padre que como
a hijo debía amarle, mas de todos los del mundo merecía
ser amado. Y así en nuestro lugar era tan querido de los
principales de él y del común, que no se trataba entre
ellos sino de la discreción, gracia, gentileza y otras
buenas partes de que su mocedad era adornada. Arsenio se
encubría de su hijo, de manera que por ninguna vía
pudiese entender sus amores, y aunque Arsileo algún día
le viese triste, nunca echó de ver la causa, mas antes
pensaba que eran reliquias que de la muerte de su madre
le habían quedado. Pues deseando Arsenio, como su hijo
fuese tan excelente poeta, de haber de su mano una carta
para enviarme, y por hacerlo de manera que él no
sintiese para quién era, tomó por remedio descubrirse a
un grande amigo suyo natural de nuestro pueblo, llamado
Argasto, rogándole muy encarecidamente, como cosa que
para sí había menester, pidiese a su hijo Arsileo una
carta hecha de su mano y que se dijese que era para
enviar lejos de allí a una pastora a quien servía, y no
le quería aceptar por suyo. Y así le dijo otras cosas
que en la carta había de decir de las que más hacían a
su propósito. Argasto puso tan buena diligencia en lo
que le rogó que hubo de Arsileo la carta, importunado de
sus ruegos, de la misma manera que el otro pastor se la
pidió. Pues como Arsenio la hubiese muy al propósito de
lo que él deseaba, tuvo manera cómo viniese a mis manos
y por ciertos medios que de su parte hubo, yo la recibí,
aunque contra mi voluntad, y vi que decía de esta
manera:
|
Carta de Arsenio
Pastora, cuya ventura Dios
quiera que sea tal, que no venga a emplear
mal tanta gracia y hermosura;
y cuyos mansos corderos, 5 y ovejuelas
almagradas, veas crecer a manadas por cima de
estos oteros.
Oye a un pastor
desdichado, tan enemigo de sí 10 cuanto en perderse
por ti se halla bien empleado;
vuelve tus sordos
oídos, ablanda tu condición, y pon ya ese
corazón 15 en manos
de los sentidos.
Vuelve esos
crueles ojos a este pastor desdichado, descuídate
del ganado, piensa un poco en mis enojos. 20
Haz hora algún movimiento y
deja el pensar en ál, no de remediar mi mal, mas
de ver cómo lo siento.
¡Cuántas veces has venido
25 al campo con tu ganado!, ¡y cuántas
veces al prado los corderos has traído!
¡Que no te diga el dolor que
por ti me vuelve loco!
30 Mas váleme esto tan poco que encubrirlo
es lo mejor.
¿Con qué
palabras diré lo que por tu causa siento, o con
qué conocimiento
35 se conocerá mi fe?
¿Qué sentido bastará, aunque yo
mejor lo diga, para sentir la fatiga que a tu
causa amor me da?
40
|
¿Por qué te escondes de
mí, pues conoces claramente, que estoy, cuando
estoy presente, muy más ausente de ti?
Cuanto a mí por suspenderme, 45 estando adonde tú
estés, cuanto a ti porque me ves y estás muy lejos
de verme.
Sábesme tan bien
mostrar, cuando engañarme pretendes, 50 al revés de lo que
entiendes que al fin me dejo engañar.
Mira si hay que querer más, o
hay de amor más fundamento, que vivir mi
entendimiento
55 con lo que a entender le das.
Mira el extremo en que
esto viendo mi bien tan dudoso, que vengo a ser
envidioso de cosas menos que yo: 60
al ave que lleva el viento, al
pez en la tempestad, por sola su libertad daré yo
mi entendimiento.
Veo mil
tiempos mudados
65 cada día y novedades, múdanse las
voluntades, reviven los olvidados.
En toda cosa hay mudanza y en
ti no la vi jamás,
70 y en esto solo verás cuán en balde es mi
esperanza.
Pasabas el otro
día por el monte repastando: suspiré
imaginando 75 que
en ello no te ofendía;
al suspiro, alzó un cordero la
cabeza lastimado y arrojástele el cayado, ¡ved qué
corazón de acero!
80
¿No podrías, te pregunto, tras
mil años de matarme solo un día remediarme, o si
es mucho un solo punto?
Hazlo por ver cómo pruebo 85 o por ver si con
favores trato mejor los amores; después, mátame de
nuevo.
Deseo mudar
estado: no de amor a desamor, 90 mas de dolor a
dolor, y todo en un mismo grado.
Y aunque fuese de una suerte el
mal, cuanto a la sustancia, que en sola la
circunstancia
95 fuese más o menos fuerte;
que podría ser,
señora, que una circunstancia nueva te diese amor
más prueba que te he dado hasta ahora. 100
Y a quien no le duele un
mal, ni ablanda un firme querer, podría quizá
doler otro que no fuese tal.
Vas al río, vas al
prado, 105 y otras
veces a la fuente; yo pienso muy diligente: ¿si es
ya ida o si ha tornado?
¿Si se enojará, si voy, si se
burlará, si quedo?;
110 todo me lo estorba el miedo, ¡ved el
extremo en que estoy!
A
Silvia, tu gran amiga, voy a buscar medio
mortal, por si a dicha de mi mal 115 le has dicho algo,
me lo diga;
mas como no habla en ti, digo:
"¿Que esta cruda fiera, no dice a su
compañera ninguna cosa de mí?" 120
Otras veces, acechando, de
noche te veo estar, con gracia muy singular, mil
cantarcillos cantando,
pero buscas los peores 125 pues los oigo uno a
uno, y jamás te oigo ninguno que trate cosa de
amores.
Vite estar el otro
día hablando con Madalena;
130 contábate ella su pena, ¡ojalá fuera la
mía!
Pensó que de su
dolor consolaras a la triste, y riendo
respondiste:
135 "Es burla, no hay mal de amor."
Tú la dejaste llorando, yo
llegueme luego allí, quejóseme ella de
ti, respondile suspirando:
140
"No te espantes de esta
fiera, porque no está su placer en solo ella no
querer sino en que ninguna quiera."
Otras veces te veo yo 145 hablar con otras
zagalas, todo es en fiestas y galas, en quién bien
o mal bailó:
"Fulano tiene buen aire, fulano
es zapateador."
150 Si te tocan en amor, échaslo luego en
donaire.
Pues guarda y vive
con tiento, que de amor y de ventura no hay cosa
menos segura
155 que el corazón más exento.
Y podría ser así, que el crudo
amor te entregase a pastor que te tratase como me
tratas a mí. 160
Mas no quiera Dios que sea si
ha de ser a costa tuya, y mi vida se
destruya primero que en tal te vea.
Que un corazón que en mi
pecho 165 está
ardiendo en fuego extraño, más temor tiene a tu
daño que respecto a su provecho.
|
Con grandísimas muestras de
tristeza y de corazón muy de veras lastimado, relataba
la pastora Belisa la carta de Arsenio, o por mejor
decir, de Arsileo, su hijo, parando en muchos versos y
diciendo algunos de ellos dos veces, y a otros volviendo
los ojos al cielo, con una ansia que parecía que el
corazón se le arrancaba. Y prosiguiendo la historia
triste de sus amores, les decía:
-Esta carta, oh hermosas ninfas,
fue principio de todo el mal del triste que la compuso y
fin de todo el descanso de la desdichada a quien se
escribió, porque habiéndola yo leído por cierta
diligencia que en mi sospecha me hizo poner, entendí que
la carta había procedido más del entendimiento del hijo
que de la afición del padre. Y porque el tiempo se
llegaba en que el amor me había de tomar cuenta de la
poca que hasta entonces de sus efectos había hecho, o
porque en fin había de ser, yo me sentí un poco más
blanda que antes, y no tan poco que no diese lugar a que
amor tomase posesión de mi libertad. Y fue la mayor
novedad que jamás nadie vio en amores lo que este tirano
hizo en mí, pues no solamente me hizo amar a Arsileo,
mas aun a Arsenio, su padre. Verdad es que al padre
amaba yo por pagarle en esto el amor que me tenía, y al
hijo por entregarle mi libertad, como desde aquella hora
se la entregué. De manera que al uno amaba por no ser
ingrata; y al otro, por no ser más en mi mano.
Pues como Arsenio me sintiese algo
más blanda, cosa que él tantos días había que deseaba,
no hubo cosa en la vida que no la hiciese por darme
contento, porque los presentes eran tantos, las joyas y
otras muchas cosas, que a mí me pesaba verme puesta en
tanta obligación. Con cada cosa que me enviaba, venía un
recado tan enamorado como él lo estaba. Yo le respondía
no mostrándole señales de gran amor, ni tampoco me
mostraba tan esquiva como solía; mas el amor de Arsileo
cada día se arraigaba más en mi corazón; y de manera me
ocupaba los sentidos que no dejaba en mi ánima lugar
ocioso.
Sucedió, pues, que una noche del
verano, estando en conversación Arsenio y Arsileo con
algunos vecinos suyos, debajo de un fresno muy grande
que en una plazuela estaba de frente de mi posada,
comenzó Arsenio a loar mucho el tañer y cantar de su
hijo Arsileo, por dar ocasión a que los que con él
estaban le rogasen que enviase por una arpa a casa, y
que allí tañese y cantase, porque estaba en parte que yo
por fuerza había de gozar de la música. Y como él lo
pensó, así le vino a suceder, porque siendo de los
presentes importunado, enviaron por la arpa y la música
se comenzó. Cuando yo oí a Arsileo y sentí la melodía
con que tañía, la soberana gracia con que cantaba, luego
estuve al cabo de lo que podía ser, entendiendo que su
padre me quería dar música y enamorarme con las gracias
del hijo. Y dije entre mí: «¡Ay, Arsenio, que no menos
te engañas en mandar a tu hijo que cante para que yo le
oiga, que en enviarme carta escrita de su mano! A lo
menos, si lo que de ello te ha de suceder tú supieses,
bien podrías amonestar de hoy más a todos los enamorados
que ninguno fuese osado de enamorar a su dama con
gracias ajenas, porque algunas veces suele acontecer
enamorarse más la dama del que tiene la gracia, que del
que se aprovecha de ella, no siendo suya.» A este
tiempo, el mi Arsileo, con una gracia nunca oída,
comenzó a cantar estos
versos:
|
Soneto
En ese claro sol que
resplandece, en esa perfección sobre natura, en
esa alma gentil, esa figura, que alegra nuestra edad
y la enriquece,
hay luz que ciega, rostro que
enmudece 5 pequeña
pïedad, gran hermosura, palabras blandas, condición
muy dura, mirar que alegra y vista que entristece.
Por esto estoy, señora,
retirado, por eso temo ver lo que deseo, 10 por eso paso el
tiempo en contemplarte.
Extraño caso, efecto no
pensado, que vea el mayor bien, cuando te veo, y
tema el mayor mal, si voy a mirarte.
|
Después que hubo cantado el soneto
que os he dicho, comenzó a cantar esta canción con
gracia tan extremada que a todos los que lo oían tenía
suspensos, y a la triste de mí más presa de sus amores
que nunca nadie lo estuvo: |
Alcé los ojos por
veros, bajelos después que os vi, porque no hay
pasar de allí, ni otro bien, sino quereros.
¿Qué más gloria que
miraros, 5 si os
entiende el que os miró? Porque nadie os
entendió que canse de contemplaros.
Y aunque no pueda
entenderos, como yo no os entendí, 10 estará fuera de
sí cuando no muera por veros.
Si mi pluma otras
loaba ensayose en lo menor, pues todas son
borrador 15 de lo
que en vos trasladaba.
Y si antes de quereros por otra
alguna escribí, creed que no es porque la vi mas
porque esperaba veros.
20
|
Mostrose en vos tan
sutil, naturaleza, y tan diestra, que una sola
facción vuestra hará hermosas cien mil.
La que llega a pareceros 25 en lo menos que en
vos vi, ni puede pasar de allí ni el que os mira
sin quereros.
Quien ve cuál os
hizo Dios, y ve otra muy hermosa, 30 parece que ve una
cosa que en algo quiso ser vos.
Mas si os ve como ha de
veros, y como, señora, os vi, no hay comparación
allí, 35 ni gloria,
sino quereros.
|
No fue solo esto lo que Arsileo
aquella noche al son de su arpa cantó, que así como
Orfeo al tiempo que fue en demanda de su ninfa Eurídice
con el suave canto enterneció las furias infernales,
suspendiendo por gran espacio la pena de los dañados,
así el mal logrado mancebo Arsileo suspendía y ablandaba
no solamente los corazones de los que presentes estaban,
mas aun a la desdichada Belisa que desde una azotea alta
de mi posada le estaba con grande atención oyendo. Y así
agradaba al cielo, estrellas y a la clara luna, que
entonces en su vigor y fuerza estaba, que en cualquiera
parte que yo entonces ponía los ojos, parece que me
amonestaba que le quisiese más que a mi vida. Mas no era
menester amonestármelo nadie, porque si yo entonces de
todo el mundo fuera señora, me parecía muy poco para ser
suya. Y desde allí, propuse de tenerle encubierta esta
voluntad lo menos que yo pudiese. Toda aquella noche
estuve pensando el modo que tendría en descubrirle mi
mal, de suerte que la vergÜenza no recibiese daño,
aunque cuando este no hallara, no me estorbara el de la
muerte. Y como cuando ella ha de venir, las ocasiones
tengan tan gran cuidado de quitar los medios que podrían
impedirla, el otro día adelante con otras doncellas, mis
vecinas, me fue forzado ir a un bosque espeso, en medio
del cual había una clara fuente adonde las más de las
siestas llevábamos las vacas, así porque allí paciesen,
como para que, venida la saborosa y fresca tarde,
cogiésemos la leche de aquel día siguiente, con que las
mantecas, natas y quesos se habían de hacer. Pues
estando yo y mis compañeras asentadas en torno de la
fuente, y nuestras vacas echadas a la sombra de los
umbrosos y silvestres árboles de aquel soto, lamiendo
los pequeñuelos becerrillos que juntos a ellas estaban
tendidos, una de aquellas amigas mías, bien descuidada
del amor que entonces a mí me hacía la guerra, me
importunó, so pena de jamás ser hecha cosa de que yo
gustase, que tuviese por bien de entretener el tiempo,
cantando una canción. Poco me valieron excusas, ni
decirles que los tiempos y ocasiones no eran todos unos
para que dejase de hacer lo que con tan grande instancia
me rogaban; y al son de una zampoña que la una de ellas
comenzó a tañer, yo triste comencé a cantar estos
versos:
|
«Pasaba Amor, su arco
desarmado; los ojos bajos, blando y muy
modesto, dejábame ya atrás muy descuidado.
¡Cuán poco espacio pude gozar
esto! Fortuna, de envidiosa, dijo luego: 5 "¡Teneos, amor! ¿Por
qué pasáis tan presto?"
Volvió de presto a mí el niño
ciego, muy enojado en verse reprehendido, que no
hay reprehensión, do está su fuego.
Estaba ciego amor, mas bien me
vio; 10 tan ciego
le vea yo, que a nadie vea, que así cegó mi alma y mi
sentido.
Vengada me vea yo de quien
desea a todos tanto mal, que no consiente un solo
corazón que libre sea.
15
El arco armó el traidor muy
brevemente; no me tiró con jara enarbolada que
luego puso en él su flecha ardiente.
Tomome la fortuna
desarmada, que nunca suele Amor hacer su hecho 20 sino en la más exenta
y descuidada.
Rompió con su saeta un duro
pecho, rompió una libertad jamás sujeta, quedé
rendida y él muy satisfecho.
¡Ay vida libre, sola y muy
quieta! 25 ¡Ay
prado visto con tan libres ojos! ¡Mal haya Amor, su
arco y su saeta!
Seguid Amor, seguidle sus
antojos, venid de gran descuido a un gran
cuidado, pasad de un gran descanso a mil enojos. 30
Veréis cuál queda un corazón
cuitado, que no ha mucho estuvo sin sospecha de
ser de un tal tirano sojuzgado.
¡Ay alma mía, en lágrimas
deshecha! Sabed sufrir, pues que mirar
supisteis; 35 mas
si fortuna quiso, ¿qué aprovecha?
¡Ay, tristes ojos!, si el llamaros
tristes no ofende en cosa alguna el que
mirasteis ¿dó está mi libertad, dó la pusisteis?
¡Ay, prados, bosques, selvas que
criasteis 40 tan
libre corazón como era el mío!, ¿por qué tan grave
mal no le estorbasteis
¡Oh apresurado arroyo y claro
río!, adonde beber suele mi ganado, invierno,
primavera, otoño, estío.
45
¿Por qué me has puesto, di, a mal
recado, pues solo en ti ponía mis amores y en este
valle ameno y verde prado?
Aquí burlaba yo de mil
pastores, que burlarán de mí cuando supieren 50 que a experimentar
comienzo sus dolores.
No son males de amor lo que me
hieren, que a ser de solo amor los pasaría, como
otros mil que, en fin, de amores mueren.
Fortuna es quien me aflige y me
desvía 55 los
medios, los caminos y ocasiones para poder mostrar la
pena mía.
¿Cómo podrá quien causa mis
pasiones, si no las sabe, dar remedio a ellas? Mas
no hay amor do faltan sinrazones. 60
¡A cuánto mal fortuna trae
aquellas que hace amar, pues no hay quien no le
enfade ni mar, ni tierra, luna, sol, ni estrellas!
Sino a quien ama, no hay cosa que
agrade; todo es así, y así fui yo mezquina, 65 a quien el tiempo
estorba y persuade.
Cesad mis versos ya, que Amor se
indigna, en ver cuán presto de él me estoy
quejando, y pido ya en mis males medicina.
Quejad, mas ha de ser de cuando en
cuando, 70 ahora
callad vos, pues veis que callo, y cuando veis que
Amor se va enfadando, cesad, que no es remedio el
enfadarlo.»
|
A las ninfas y pastores parecieron
muy bien los versos de la pastora Belisa, la cual con
muchas lágrimas decía, prosiguiendo la historia de sus
males:
-No estaba muy lejos de allí
Arsileo cuando yo estos versos cantaba, que habiendo
aquel día salido a caza y estando en lo más espeso del
bosque pasando la siesta, parece que nos oyó; y como
hombre aficionado a la música, se fue su paso a paso
entre una espesura de árboles que junto a la fuente
estaban, porque de allí mejor nos pudiese oír. Pues
habiendo cesado nuestra música, él se vino a la fuente,
cosa de que no poco sobresalto recibí. Y esto no es de
maravillar, porque de la misma manera se sobresalta un
corazón enamorado con un súbito contentamiento que con
una tristeza no pensada. Él se llegó donde estábamos
sentadas y nos saludó con todo el comedimiento posible,
y con toda la buena crianza que se puede imaginar, que
verdaderamente, hermosas ninfas, cuando me paro a pensar
la discreción, gracia y gentileza del sin ventura
Arsileo, no me parece que fueron sus hados y mi fortuna
causa de que la muerte me le quitase tan presto delante
los ojos, mas antes fue no merecer el mundo gozar más
tiempo de un mozo a quien la naturaleza había dotado de
tantas y tan buenas partes.
Después que como digo, nos hubo
saludado y tuvo licencia de nosotras, la cual muy
comedidamente nos pidió para pasar la siesta en nuestra
compañía; puso los ojos en mí, que no debiera, y quedó
tan preso de mis amores como después se pareció en las
señales con que manifestaba su mal. ¡Desdichada de mí,
que no hube menester yo mirarle para quererle, que tan
presa de sus amores estaba antes que le viese como él
estuvo después de haberme visto! Mas con todo eso, alcé
los ojos para mirarle, al tiempo que alzaba los suyos
para verme, cosa que cada uno quisiera dejar de haber
hecho: yo, porque la vergÜenza me castigó y él, porque
el temor no le dejó sin castigo. Y para disimular su
nuevo mal, comenzó a hablarme en cosas bien diferentes
de las que él me quisiera decir. Yo le respondí a
algunas de ellas, pero más cuidado tenía yo entonces de
mirar si en los movimientos del rostro o en la blandura
de las palabras mostraba señales de amor que en
responderle a lo que me preguntaba. Así deseaba yo
entonces verle suspirar por me confirmar en mi sospecha,
como si no le quisiera más que a mí. Y al fin, no
deseaba ver en él alguna señal que no la viese. Pues lo
que con la lengua allí no me pudo decir, con los ojos me
lo dio bien a entender.
Estando en esto las dos pastoras
que conmigo estaban, se levantaron a ordeñar sus vacas.
Yo les rogué que me excusasen el trabajo con las mías
porque no me sentía buena; y no fue menester rogárselo
más ni a Arsileo mayor ocasión para decirme su mal. Y no
sé si se engañó, imaginando la ocasión por que yo quería
estar sin compañía, pero sé que determinó de
aprovecharse de ella. Las pastoras andaban ocupadas con
sus vacas, atándoles sus mansos becerrillos a los pies y
dejándose ellas engañar de la industria humana, como
Arsileo también nuevamente preso de amor se dejaba ligar
de manera que otro que la presurosa muerte, no pudiera
darle libertad. Pues viendo yo claramente que cuatro o
cinco veces había cometido el hablar y le había salido
en vano su cometimiento, porque el miedo de enojarme se
le había puesto delante, quise hablarle en otro
propósito, aunque no tan lejos del suyo, que no pudiese
sin salir de él, decirme lo que deseaba. Y así le
dije:
-Arsileo: ¿hállaste bien en esta
tierra? Que según en la que hasta ahora has estado,
habrá sido el entretenimiento y conversación diferente
del nuestro. Extraño te debes hallar en ella.
Él entonces me respondió:
-No tengo tanto poder en mí ni
tiene tanta libertad mi entendimiento que pueda
responder a esa pregunta.
Y mudándole el propósito, por
mostrarle el camino con las ocasiones, le volví a
decir:
-Hanme dicho que hay por allá muy
hermosas pastoras y si esto es así, ¡cuán mal te debemos
parecer las de por acá!
-De mal conocimiento sería yo
-respondió Arsileo- si tal confesase, que puesto caso
que allá las haya tan hermosas como te han dicho, acá
las hay tan aventajadas como yo las he visto.
-Lisonja es esa en todo el mundo
-dije yo medio riendo- mas con todo eso, no me pesa que
las naturales estén tan adelante en tu opinión por ser
yo una de ellas.
Arsileo respondió:
-Y aun esa sería harto bastante
causa, cuando otra no hubiese para decir lo que
digo.
Así que, de palabra en palabra, me
vino a decir lo que yo deseaba oírle, aunque por
entonces no quise dárselo a entender, mas antes le rogué
que atajase el paso a su pensamiento. Pero recelose que
estas palabras no fuesen causa de resfriarse en el amor,
como muchas veces acaece que el desfavorecer en los
principios de los amores es atajar los pasos a los que
comienzan a querer bien, volví a templar el
desabrimiento de mi respuesta, diciéndole:
-Y si fuere tanto el amor, oh
Arsileo, que no te dé lugar a dejar de quererme, tenlo
secreto; porque de los hombres de semejante discreción
que la tuya, es tenerlo aun en las cosas que poco
importan. Y no te digo esto porque de una ni de otra
manera te ha de aprovechar de más que de quedarte yo en
obligación, si mi consejo en este caso tomares.
Esto decía la lengua, mas otra
cosa decían los ojos con que yo le miraba y algún
suspiro que sin mi licencia daba testimonio de lo que yo
sentía, lo cual entendiera muy bien Arsileo, si el amor
le diera lugar. De esta manera nos despedimos.
Y después me habló muchas veces y
me escribió muchas cartas y vi muchos sonetos de su
mano, y aun las más de las noches me decía cantando, al
son de su arpa, lo que yo llorando le escuchaba.
Finalmente, que vinimos cada uno a estar bien
certificados del amor que el uno al otro tenía. A este
tiempo, su padre Arsenio me importunaba de manera con
sus recados y presentes, que yo no sabía el medio que
tuviese para defenderme de él. Y era la más extraña cosa
que se vio jamás, pues así como se iba acrecentando el
amor con el hijo, así con el padre se iba más extendido
la afición, aunque no era todo de un metal. Y esto no me
daba lugar a desfavorecerle, ni a dejar de recibir sus
recados.
Pues viviendo yo con todo el
contentamiento del mundo, viéndome tan de veras amada de
Arsileo, a quien yo tanto quería, parece que la fortuna
determinó de dar fin a mis amores con el más desdichado
suceso que jamás en ellos se ha visto, y fue de esta
manera: que habiendo yo concertado de hablar con mi
Arsileo una noche, que bien noche fue ella para mí, pues
nunca supe después acá qué cosa era día, concertamos que
él entrase en una huerta de mi padre, y yo desde una
ventana de mi aposento, que caía enfrente de un moral,
donde él se podía subir por estar más cerca, nos
hablaríamos. ¡Ay, desdichada de mí, que no acabo de
entender a qué propósito lo puse en este peligro, pues
todos los días, ahora en el campo, ahora en el río,
ahora en el soto, llevando a él mis vacas, ahora al
tiempo que las traía a la majada, me pudiera él muy bien
hablar, y me hablaba los más de los días! Mi desventura
fue causa que la fortuna se pagase del contento que
hasta entonces me había dado, con hacerme que toda la
vida viviese sin él.
Pues venida la hora del concierto,
y del fin de sus días y principio de mi desconsuelo,
vino Arsileo al tiempo y al lugar concertado, y estando
los dos hablando en lo que puede considerar quien algún
tiempo ha querido bien, el desventurado de Arsenio su
padre, las más de las noches me rondaba la calle, que
aun si esto se me acordara (mas quitómelo mi desdicha de
la memoria), no le consintiera yo ponerse en tal
peligro; pero así se me olvidó como si yo no lo supiera.
Al fin, que él acertó a venir aquella hora por allí, y
sin que nosotros pudiésemos verle ni oírle, nos vio él y
conoció ser yo la que a la ventana estaba, mas no
entendió que era su hijo el que estaba en el moral ni
aun pudo sospechar quién fuese, que esta fue la causa
principal de su mal suceso. Y fue tan grande su enojo
que, sin sentido alguno, se fue a su posada, y armando
una ballesta y poniéndole una saeta muy llena de
venenosa hierba, se vino al lugar donde estábamos, y
supo tan bien acertar a su hijo, como si no lo fuera;
porque la saeta le dio en el corazón y luego cayó muerto
del árbol abajo, diciendo: «¡Ay, Belisa! ¡Cuán poco
lugar me da la fortuna para servirte como yo deseaba!» Y
aun esto no pudo acabar de decir. El desdichado padre
que con estas palabras conoció ser homicida de Arsileo,
su hijo, dijo con una voz como de hombre desesperado:
«¡Desdichado de mí, si eres mi hijo Arsileo, que en la
voz no pareces otro!» Y como llegase a él y con la luna
que en el rostro le daba, le divisase bien y le hallase
que había expirado, dijo: «¡Oh, cruel Belisa! Pues que
el sin ventura hijo, por tu causa a mis manos ha sido
muerto, no es justo que el desaventurado padre quede con
la vida.» Y sacando su misma espada se dio por el
corazón de manera que en un punto fue muerto.
¡Oh desdichado caso! ¡Oh cosa
jamás oída ni vista! ¡Oh escándalo grande para los oídos
que mi desdichada historia oyeren! ¡Oh desventurada
Belisa, que tal pudieron ver tus ojos y no tomar el
camino de padre y hijo por tu causa tomaron! No
pareciera mal tu sangre mixturada con la de aquellos que
tanto deseaban servirte. Pues como yo mezquina vi el
desaventurado caso, sin más pensar, como mujer sin
sentido me salí de casa de mis padres y me vine
importunando con quejas el alto cielo, e inflamando el
aire con suspiros, a este triste lugar, quejándome de mi
fortuna, maldiciendo la muerte que tan en breve me había
enseñado a sufrir sus tiros, adonde ha seis meses que
estoy sin haber visto ni hablado con persona alguna ni
procurado verla.
Acabando la hermosa Belisa de
contar su infeliz historia, comenzó a llorar tan
amargamente que ninguno de los que allí estaban pudieron
dejar de ayudarle con sus lágrimas. Y ella,
prosiguiendo, decía:
-Esta es, hermosas ninfas, la
triste historia de mis amores y el desdichado suceso de
ellos, ¡ved si este mal es de los que el tiempo puede
curar! ¡Ay Arsileo, cuántas veces temí sin pensar lo que
temía!, mas quien a su temor no quiere creer no se
espante cuando vea lo que ha temido, que bien sabía yo
que no podíais dejar de encontraros, y que mi alegría no
había de durar más que hasta que tu padre Arsenio
sintiese nuestros amores. Pluguiera a Dios que así fuera
que el mayor mal que por eso me pudiera hacer fuera
desterrarte; y mal que con el tiempo se cura, con poca
dificultad puede sufrirse. ¡Ay Arsenio, que no me
estorba la muerte de tu hijo dolerme la tuya, que el
amor que continuo me mostraste, la bondad y limpieza con
que me quisiste, las malas noches que a causa mía
pasaste, no sufre menos sino dolerme de tu desastrado
fin; que esta es la hora que yo fuera casada contigo, si
tu hijo a esta tierra no viniera! Decir yo que entonces
no te quería bien sería engañar el mundo, que en fin no
hay mujer que entienda que es verdaderamente amada, que
no quiera poco o mucho, aunque de otra manera lo dé a
entender: ¡ay lengua mía callad, que más habéis dicho de
lo que os han preguntado! ¡Oh hermosas ninfas!, perdonad
si os he sido importuna, que tan grande desventura como
la mía no se puede contar con pocas palabras.
En cuanto la pastora contaba lo
que habéis oído, Sireno, Silvano, Selvagia y la hermosa
Felismena y aun las tres ninfas, fueron poca parte para
oírla sin lágrimas; aunque las ninfas, como las que de
amor no habían sido tocadas, sintieron como mujeres su
mal, mas no las circunstancias de él. Pues la hermosa
Dórida, viendo que la desconsolada pastora no dejaba el
amargo llanto, la comenzó a hablar diciendo:
-Cesen, hermosa Belisa, tus
lágrimas, pues ves el poco remedio de ellas; mira que
dos ojos no bastan a llorar tan grave mal. Mas ¿qué
dolor puede haber que no se acabe o acabe al mismo que
lo padece? Y no me tengas por tan loca que piense
consolarte, mas a lo menos podría mostrarte el camino
por donde pudieses algún poco aliviar tu pena. Y para
esto te ruego que vengas en nuestra compañía, así porque
no es cosa justa que tan mal gastes la vida, como porque
adonde te llevaremos, podrás escoger la que quisieres y
no habrá persona que estorbarla pueda.
La pastora respondió:
-Lugar me parecía este harto
conveniente para llorar mi mal y acabar en él la vida;
la cual, si el tiempo no me hace más agravios de los
hechos, no debe ser muy larga. Mas ya que tu voluntad es
esa, no determino salir de ella en solo un punto; y de
hoy más podéis, hermosas ninfas, usar de la mía, según a
las vuestras les pareciere.
Mucho le agradecieron todos
haberles concedido de irse en su compañía. Y porque ya
eran más de tres horas de la noche, aunque la luna era
tan clara que no echaban menos el día, cenaron de lo que
en sus zurrones los pastores traían y después de haber
cenado, cada uno escogió el lugar de que más se contentó
para pasar lo que de la noche les quedaba, la cual los
enamorados pasaron con más lágrimas que sueño, y los que
no lo eran, reposaron del cansancio del
día.
Fin del tercero libro de la
Diana
Libro cuarto
Ya la estrella del alba comenzaba
a dar su acostumbrado resplandor, y con su luz los
dulces ruiseñores enviaban a las nubes el suave canto,
cuando las tres ninfas con su enamorada compañía se
partieron de la isleta, donde Belisa su triste vida
pasaba; la cual, aunque fuese más consolada en
conversación de las pastoras y pastores enamorados,
todavía le apremiaba el mal de manera que no hallaba
remedio para dejar de sentirlo. Cada pastor le contaba
su mal, las pastoras le daban cuenta de sus amores por
ver si sería parte para ablandar su pena; mas todo
consuelo es excusado, cuando los males son sin remedio.
La dama disimulada iba tan contenta de la hermosura y
buena gracia de Belisa que no se hartaba de preguntarle
cosa, aunque Belisa se hartaba de responderle a ellas. Y
era tanta la conversación de las dos que casi ponía
envidia a los pastores y pastoras.
Mas no hubieron andado mucho
cuando llegaron a un espeso bosque, y tan lleno de
silvestres y espesos árboles, que a no ser de las tres
ninfas guiados, no pudieran dejar de perderse en él.
Ellas iban delante por una muy angosta senda por donde
no podían ir dos personas juntas. Y habiendo ido cuanto
media legua por la espesura del bosque, salieron a un
muy grande y espacioso llano en medio de dos caudalosos
ríos, ambos cercados de muy alta y verde arboleda. En
medio de él parecía una gran casa de tan altos y
soberbios edificios que ponían gran contentamiento a los
que los miraban, porque los chapiteles que por encima de
los árboles sobrepujaban, daban de sí tan gran
resplandor que parecían hechos de un finísimo cristal.
Antes que al gran palacio llegasen, vieron salir de él
muchas ninfas de gran hermosura, que sería imposible
poderlo decir. Todas venían vestidas de telillas blancas
muy delicadas, tejidas con plata y oro sutilísimamente,
sus guirnaldas de flores sobre los dorados cabellos, que
sueltos traían. Detrás de ellas venía una dueña que,
según la gravedad y arte de su persona, parecía mujer de
grandísimo respeto, vestida de raso negro, arrimada a
una ninfa muy más hermosa que todas. Cuando nuestras
ninfas llegaron, fueron de las tres recibidas con muchos
abrazos y con gran contentamiento. Como la dueña
llegase, las tres ninfas le besaron con grandísima
humildad las manos y ella las recibió, mostrando muy
gran contento de su venida. Y antes que las ninfas le
dijesen cosa de las que habían pasado, la sabia Felicia,
que así se llamaba la dueña, dijo contra Felismena:
-Hermosa pastora, lo que por estas
tres ninfas habéis hecho no se puede pagar con menos que
con tenerme obligada siempre ser en vuestro favor, que
no será poco, según menester lo habéis, y pues yo, sin
estar informada de nadie, sé quién sois y adónde os
llevan vuestros pensamientos, con todo lo que hasta
ahora os ha sucedido, ya entenderéis si os puedo
aprovechar en algo. Pues tened ánimo firme, que si yo
vivo, vos veréis lo que deseáis y aunque hayáis pasado
algunos trabajos, no hay cosa que sin ellos alcanzar se
pueda.
La hermosa Felismena se maravilló
de las palabras de Felicia, y queriendo darle las
gracias que a tan gran promesa se debían, respondió:
-Discreta señora mía, pues en fin
lo habéis de ser de mi remedio, cuando de mi parte no
haya merecimiento donde pueda caber la merced que
pensáis hacerme, poned los ojos en lo que a vos misma
debéis y yo quedaré sin deuda y vos, muy bien
pagada.
-Para tan grande merecimiento como
el vuestro -dijo Felicia- y tan extremada hermosura como
naturaleza os ha concedido, todo lo que por vos se puede
hacer es poco.
La dama se abajó entonces por
besarle las manos, y Felicia la abrazó con grandísimo
amor y volviéndose a los pastores y pastoras les
dijo:
-Animosos pastores y discretas
pastoras, no tengáis miedo a la perseverancia de
vuestros males, pues yo tengo cuenta con el remedio de
ellos.
Las pastoras y pastores le besaron
las manos, y todos juntos se fueron al suntuoso palacio,
delante del cual estaba una gran plaza cercada de altos
acipreses, todos puestos muy por orden, y toda la plaza
era enlosada con losas de alabastro y mármol negro, a
manera de jedrez. En medio de ella había una fuente de
mármol jaspeado, sobre cuatro muy grandes leones de
bronce. En medio de la fuente, estaba una columna de
jaspe, sobre la cual cuatro ninfas de mármol blanco
tenían sus asientos; los brazos tenían alzados en alto,
y en las manos sendos vasos, hechos a la romana, de los
cuales, por unas bocas de leones que en ellos había,
echaban agua. La portada del palacio era de mármol
serrado con todas las basas y chapiteles de las columnas
dorados, y asimismo las vestiduras de las imágenes que
en ello había. Toda la casa parecía hecha de reluciente
jaspe con muchas almenas, y en ellas esculpidas algunas
figuras de emperadores, matronas romanas y otras
antiguallas semejantes. Eran todas las ventanas cada una
de dos arcos; las cerraduras y clavazón de plata; todas
las puertas, de cedro. La casa era cuadrada y a cada
cantón había una muy alta y artificiosa torre.
En llegando a la portada, se
pararon a mirar su extraña hechura, y las imágenes que
en ella había, que más parecía obra de naturaleza que de
arte, ni aun industria humana, entre las cuales había
dos ninfas de plata que encima de los chapiteles de las
columnas estaban, y cada una de su parte tenían una
tabla de alambre con unas letras de oro que decían de
esta manera:
|
«Quien entra, mire bien cómo ha
vivido, y el don de castidad, si le ha guardado, y
la que quiere bien o le ha querido mire si a causa de
otro se ha mudado.
Y si la fe primera no ha
perdido, 5 y aquel
primero amor ha conservado, entrar puede en el templo
de Diana, cuya virtud y gracia es sobrehumana.»
|
Cuando esto hubo leído la hermosa
Felismena, dijo contra las pastoras Belisa y
Selvagia:
-Bien seguras me parece que
podemos entrar en este suntuoso palacio de ir contra las
leyes que aquel letrero nos pone.
Sireno se atravesó diciendo:
-Eso no pudiera hacer la hermosa
Diana, según ha ido contra ellas, y aun contra todas las
que el buen amor manda guardar.
Felicia dijo:
-No te congojes, pastor, que antes
de muchos días te espantarás de haberte congojado tanto
por esa causa.
Y trabados de las manos se
entraron en el aposento de la sabia Felicia, que muy
ricamente estaba aderezado de paños de oro y seda de
grandísimo valor. Y luego que fueron entradas, la cena
se aparejó, las mesas fueron puestas, y cada uno por su
orden, se asentaron: junto a la gran sabia, la pastora
Felismena, y las ninfas tomaron entre sí a los pastores
y pastoras, cuya conversación les era en extremo
agradable. Allí las ricas mesas eran de fino cedro y los
asientos de marfil con paños de brocado, muchas tazas y
copas hechas de diversa forma y todas de grandísimo
precio, las unas, de vidrio artificiosamente labrado;
otras de fino cristal con los pies y asas de oro; otras
de plata, y entre ellas engastadas piedras preciosas de
grandísimo valor. Fueron servidos de tanta diversidad y
abundancia de manjares que es imposible poderlo decir.
Después de alzadas las mesas, entraron tres ninfas por
una sala, una de las cuales tañía un laúd, otra una arpa
y la otra un salterio. Venían todas tocando sus
instrumentos con tan grande concierto y melodía, que los
presentes estaban como fuera de sí. Pusiéronse a una
parte de la sala y los dos pastores y pastoras,
importunados de las tres ninfas y rogados de la sabia
Felicia, se pusieron a la otra parte con sus rabeles y
una zampoña que Selvagia muy dulcemente tañía; y las
ninfas comenzaron a cantar esta canción, y los pastores
a responderles de la manera que oiréis:
NINFAS
Amor y la Fortuna, autores de trabajo y
sinrazones, más altas que la luna pondrán
las aficiones, y en ese mismo extremo las
pasiones.
5
PASTORES
No es menos desdichado aquel que jamás tuvo
mal de amores que el más
enamorado faltándole favores, pues los que
sufren más, son los mejores. 10
NINFAS
Si el mal de amor no fuera contrario a la
razón, como lo vemos, quizá que os lo
creyera, mas viendo sus extremos dichosas
las que de él huir podemos. 15
PASTORES P> Lo más
dificultoso cometen las personas animosas, y
lo que está dudoso las fuerzas
generosas, que no es honra acabar pequeñas
cosas.
20
NINFAS
Bien ve el enamorado que el crudo amor no
está en cometimientos, no en ánimo
esforzado, está en unos tormentos do los que
penan más son más contentos. 25
PASTORES
Si algún contentamiento del grave mal de
amor se nos recrece, no es malo el
pensamiento que a su pasión se ofrece, mas
antes es mejor quien más padece. 30
NINFAS
El más felice estado en que pone el amor al
que bien ama, en fin trae un cuidado, que al
servidor o dama enciende allá en secreto viva
llama.
35
Y el más favorecido en un
momento no es el que solía, que el disfavor y
olvido, el cual ya no temía, silencio ponen
luego en su alegría.
40
PASTORES
Caer de un buen estado es una grave pena e
importuna, mas no es amor culpado, la culpa
es de fortuna, que no sabe exceptar persona
alguna.
45
Si amor promete
vida, injusta es esta muerte en que nos
mete, si muerte conocida, ningún yerro
comete, que en fin nos viene a dar lo que
promete.
50
NINFAS
Al fiero amor disculpan los que se hallan de
él más sojuzgados, y los exentos culpan, mas
de estos dos estados cualquiera escogerá el de
los culpados.
55
PASTORES
El libre y el cautivo hablar solo un
lenguaje es excusado, veréis que el muerto, el
vivo, amado o desamado, cada uno habla, en
fin, según su estado.
60
|
La sabia Felicia y la
pastora Felismena estuvieron muy atentas a la
música de las ninfas y pastores, y asimismo a las
opiniones que cada uno mostraba tener. Y riéndose
Felicia contra Felismena, le dijo al oído:
-¿Quién creerá, hermosa
pastora, que las más de estas palabras no os han
tocado en el alma?
Y ella con mucha gracia le
respondió:
-Han sido las palabras tales
que el alma a quien no tocaren no debe estar tan
tocada de amor como la mía.
Felicia entonces, alzando un
poco la voz, le dijo:
-En estos casos de amor
tengo yo una regla que siempre la he hallado muy
verdadera, y es que el ánimo generoso y el
entendimiento delicado en esto del querer bien
lleva grandísima ventaja al que no lo es, porque
como el amor sea virtud, y la virtud siempre haga
asiento en el mejor lugar, está claro que las
personas de suerte serán muy mejor enamoradas que
aquellas en quien esta falta.
Los pastores y pastoras se
sintieron de lo que Felicia dijo, y a Silvano le
pareció no dejarla sin respuesta. Y así le
dijo:
-¿En qué consiste, señora,
ser el ánimo generoso y el entendimiento
delicado?
Felicia, que entendió adonde
tiraba la pregunta del pastor, por no
descontentarle respondió:
-No está en otra cosa sino
en la propia virtud del hombre, como es en tener
el juicio vivo, el pensamiento inclinado a cosas
altas y otras virtudes que nacen con ellos
mismos.
-Satisfecho estoy -dijo
Silvano- y también lo deben estar estos pastores
porque imaginábamos que tomabas, ¡oh discreta
Felicia!, el valor y virtud de más atrás de la
persona misma. Dígolo porque asaz desfavorecido de
los bienes de naturaleza está el que los va a
buscar en sus pasados.
Todas las pastoras y
pastores mostraron gran contentamiento de lo que
Silvano había respondido, y las ninfas se rieron
mucho de cómo los pastores se iban corriendo de la
proposición de la sabia Felicia, la cual, tomando
a Felismena por la mano, la metió en una cámara
sola, adonde era su aposento. Y después de haber
pasado con ella muchas cosas, le dio grandísima
esperanza de conseguir su deseo y el virtuoso fin
de sus amores con alcanzar por marido a don Felis.
Aunque también le dijo que esto no podía ser sin
primero pasar por algunos trabajos, los cuales la
dama tenía muy en poco, viendo el galardón que de
ellos esperaba.
Felicia le dijo que los
vestidos de pastora se quitase por entonces hasta
que fuese tiempo de volver a ellos; y llamando a
las tres ninfas que en su compañía habían venido,
hizo que la vistiesen en su traje natural. No
fueron las ninfas perezosas en hacerlo, ni
Felismena desobediente a lo que Felicia le mandó.
Y tomándose de las manos, se entraron en una
recámara, a una parte de la cual estaba una puerta
y, abriendo la hermosa Dórida, bajaron por una
escalera de alabastro a una hermosa sala que en
medio de ella había un estanque de una clarísima
agua adonde todas aquellas ninfas se bañaban. Y
desnudándose así ellas como Felismena, se bañaron
y peinaron después sus hermosos cabellos y se
subieron a la recámara de la sabia Felicia, donde
después de haberse vestido las ninfas, vistieron
ellas mismas a Felismena una ropa y basquiña de
fina grana, recamada de oro de cañutillo y aljófar
y una cuera y mangas de tela de plata emprensada.
En la basquiña y ropa había sembrados a trechos
unos plumajes de oro, en las puntas de los cuales
había muy gruesas perlas. Y tomándole los cabellos
con una cinta encarnada, se los revolvieron a la
cabeza, poniéndole un escofión de redecilla de oro
muy sutil, y en cada lazo de la red, asentando con
gran artificio, un finísimo rubí; en dos guedejas
de cabellos que los lados de la cristalina frente
adornaban, le fueron puestos dos joyeles,
engastados en ellos muy hermosas esmeraldas y
zafires de grandísimo precio; y de cada uno
colgaban tres perlas orientales, hechas a manera
de bellotas. Las arracadas eran dos navecillas de
esmeraldas con todas las jarcias de cristal. Al
cuello le pusieron un collar de oro fino, hecho a
manera de culebra enroscada, que de la boca tenía
colgada una águila que entre las uñas tenía un
rubí grande de infinito precio. Cuando las tres
ninfas de aquella suerte la vieron, quedaron
admiradas de su hermosura; luego salieron con ella
a la sala, donde las otras ninfas y pastoras
estaban y, como hasta entonces fuese tenida por
pastora, quedaron tan admirados que no sabían qué
decir.
La sabia Felicia mandó luego
a sus ninfas que llevasen a la hermosa Felismena y
a su compañía a ver la casa y templo adonde
estaban, lo cual fue luego puesto por obra, y la
sabia Felicia se quedó en su aposento. Pues
tomando Polidora y Cintia en medio a Felismena, y
las otras ninfas a los pastores y pastoras, que
por su discreción eran de ellas muy estimados, se
salieron en un gran patio, cuyos arcos y columnas
eran de mármol jaspeado, y las basas y chapiteles
de alabastro con muchos follajes a la romana,
dorados en algunas partes; todas las paredes eran
labradas de obra mosaica; las columnas estaban
asentadas sobre leones, onzas, tigres de alambre y
tan al vivo que parecía que querían arremeter a
los que allí entraban. En medio del patio había un
padrón ochavado de bronce tan alto como diez
codos, encima del cual estaba armado de todas
armas a la manera antigua el fiero Marte, aquel a
quien los gentiles llamaban el dios de las
batallas. En este padrón, con gran artificio,
estaban figurados los soberbios escuadrones
romanos a una parte, y a otra los cartagineses;
delante el uno estaba el bravo Aníbal, y del otro
el valeroso Escipión Africano, que primero que la
edad y los años le acompañasen, naturaleza mostró
en él gran ejemplo de virtud y esfuerzo. A la otra
parte estaba el gran Marco Furio Camilo,
combatiendo en el alto Capitolio por poner en
libertad la patria, de donde él había sido
desterrado. Allí estaba Horacio, Mucio Escévola,
el venturoso cónsul Marco Varrón, César, Pompeyo,
con el magno Alejandro y todos aquellos que por
las armas acabaron grandes hechos, con letreros en
que se declaraban sus nombres y las cosas en que
cada uno más se había señalado. Un poco más arriba
de estos estaba un caballero armado de todas armas
con una espada desnuda en la mano, muchas cabezas
de moros debajo de sus pies, con un letrero que
decía:
|
Soy el Cid, honra de
España, si alguno pudo ser más en mis obras
lo verás.
|
A la otra parte estaba otro
caballero español, armado de la misma manera,
alzada la sobrevista y con este
letrero:
|
El conde fui primero de
Castilla, Fernán González, alto y
señalado; soy honra y prez de la española
silla, pues con mis hechos tanto la he
ensalzado.
Mi gran virtud sabrá muy
bien decirla la fama que la vio, pues ha
juzgado mis altos hechos dignos de
memoria, como os dirá la castellana historia.
|
Junto a este estaba otro
caballero de gran disposición y esfuerzo, según en
su aspecto lo mostraba, armado en blanco, y por
las armas sembrados muchos leones y castillos; en
el rostro mostraba una cierta braveza que casi
ponía pavor en los que lo miraban. Y el letrero
decía así:
|
Bernardo del Carpio
soy, espanto de los paganos, honra y prez de
los cristianos, pues que de mi esfuerzo
doy tal ejemplo con mis manos.
Fama, no es bien que las
calles mis hazañas singulares, y si acaso
las callares pregunten a Roncesvalles qué
fue de los doce Pares.
|
A la otra parte, estaba un
valeroso capitán, armado de unas armas doradas,
con seis bandas sangrientas por medio del escudo y
por otra parte muchas banderas y un rey, preso con
una cadena, cuyo letrero decía de esta
manera:
|
Mis grandes hechos
verán los que no los han sabido, en que solo
he merecido nombre de Gran Capitán.
Y tuve tan gran
renombre, en nuestras tierras y
extrañas, que se tienen mis hazañas por
mayores que mi nombre.
|
Junto a este valeroso
capitán, estaba un caballero, armado en blanco, y
por las armas, sembradas muchas estrellas, y de la
otra parte un rey con tres flordelises en su
escudo, delante del cual él rasgaba ciertos
papeles y un letrero que
decía:
|
Soy Fonseca, cuya
historia en Europa es tan sabida que, aunque
se acabó la vida no se acaba la memoria.
Fui servidor de mi rey, a
mi patria tuve amor, jamás dejé por temor de
guardar aquella ley que el siervo debe al
señor.
|
En otro cuadro del padrón
estaba un caballero armado, y por las armas
sembrados muchos escudos pequeños de oro, el cual
en el valor de su persona, daba bien a entender la
alta sangre de a donde procedía. Los ojos, puestos
en otros muchos caballeros de su antiguo linaje.
El letrero que a sus pies tenía decía de esta
manera:
|
Don Luis de Vilanova soy
llamado, del gran marqués de Trans he
procedido, mi antigÜedad, valor muy
señalado, en Francia, Italia, España es
conocido.
Bicorbe, antigua casa, es el
estado que la fortuna ahora ha concedido, y
un corazón tan alto, y sin segundo, que poco es
para él mandar el mundo.
|
Después de haber
particularmente mirado el padrón, estos y otros
muchos caballeros que en él estaban esculpidos,
entraron en una rica sala, lo alto de la cual era
todo de marfil, maravillosamente labrado: las
paredes de alabastro y en ellas esculpidas muchas
historias antiguas, tan al natural que
verdaderamente parecía que Lucrecia acababa allí
de darse la muerte, y que la cautelosa Medea
deshacía su tela en la isla de Ítaca; y que la
ilustre romana se entregaba a la Parca por no
ofender su honestidad con la vista del horrible
monstruo; y que la mujer de Mauseolo estaba con
grandísima agonía entendiendo en que el sepulcro
de su marido fuese contado por una de las siete
maravillas del mundo. Y otras muchas historias y
ejemplos de mujeres castísimas y dignas de ser su
fama por todo el mundo esparcida, porque no tan
solamente a alguna de ellas parecía haber con su
vida dado muy claro ejemplo de castidad, mas otras
que con la muerte dieron muy grande testimonio de
su limpieza, entre las cuales estaba la grande
española Coronel, que quiso más entregarse al
fuego que dejarse vencer de un deshonesto
apetito.
Después de haber visto cada
una de las figuras y varias historias, que por las
paredes de la sala estaban, entraron en otra
cuadra más adentro, que según su riqueza les
pareció que todo lo que habían visto era aire en
su comparación, porque todas las paredes eran
cubiertas de oro fino y el pavimento de piedras
preciosas. En torno de la rica cuadra estaban
muchas figuras de damas españolas y de otras
naciones, y en lo muy alto la diosa Diana de la
misma estatura que ella era, hecha de metal
corintio, con ropas de cazadora, engastadas por
ellas muchas piedras y perlas de grandísimo valor,
con su arco en la mano y su aljaba al cuello,
rodeada de ninfas, más hermosas que el sol. En tan
grande admiración puso a los pastores y pastoras
las cosas que allí veían, que no sabían qué decir,
porque la riqueza de la casa era tan grande, las
figuras que allí estaban, tan naturales, el
artificio de la cuadra y la orden que las damas
que allí había retratadas tenían, que no les
parecía poderse imaginar en el mundo cosa más
perfecta.
A una parte de la cuadra,
estaban cuatro laureles de oro, esmaltados de
verde, tan naturales que los del campo no lo eran
más; y junto a ellos, una pequeña fuente, toda de
fina plata, en medio de la cual estaba una ninfa
de oro que por los hermosos pechos una agua muy
clara echaba; y junto a la fuente sentado el
celebrado Orfeo, encantado de la edad que era el
tiempo que su Eurídice fue del importuno Aristeo
requerida. Tenía vestida una cuera de tela de
plata, guarnecida de perlas, las mangas le
llegaban a medios brazos solamente, y de allí
adelante desnudos; tenía unas calzas hechas a la
antigua, cortadas en la rodilla, de tela de plata,
sembradas en ellas unas cítaras de oro; los
cabellos eran largos y muy dorados, sobre los
cuales tenía una muy hermosa guirnalda de laurel.
En llegando a él las hermosas ninfas, comenzó a
tañer en una arpa que en las manos tenía muy
dulcemente, de manera que los que lo oían estaban
tan ajenos de sí, que a nadie se le acordaba la
cosa que por él hubiese pasado.
Felismena se sentó en un
estrado que en la hermosa cuadra estaba todo
cubierto de paños de brocado, y las ninfas y
pastoras en torno de ella; los pastores se
arrimaron a la clara fuente. De la misma manera
estaban todos oyendo al celebrado Orfeo que al
tiempo que en la tierra de los Ciconios cantaba,
cuando Cipariso fue convertido en ciprés y Atis en
pino. Luego comenzó el enamorado Orfeo al son de
su arpa a cantar tan dulcemente, que no hay
saberlo decir. Y volviendo el rostro a la hermosa
Felismena, dio principio a los versos
siguientes:
|
Canto de Orfeo
Escucha, oh Felismena el
dulce canto de Orfeo, cuyo amor tan alto ha
sido; suspende tu dolor, Selvagia, en
tanto que canta un amador de amor vencido,
olvida ya, Belisa, el triste
llanto; 5 oíd
a un triste, ¡oh ninfas!, que ha perdido sus
ojos por mirar, y vos pastores dejad un poco
estar el mal de amores.
No quiero yo cantar, ni Dios lo quiera, aquel
proceso largo de mis males, 10 ni cuando yo
cantaba de manera que a mí traía las plantas y
animales;
ni cuando a Plutón vi, que
no debiera, y suspendí las penas
infernales, ni cómo volví el rostro a mi
señora,
15 cuyo tormento aún vive hasta ahora.
Mas cantaré con voz
suave y pura, la grande perfección, la gracia
extraña, el ser, valor, beldad sobre
natura, de las que hoy dan valor y lustre a
España. 20
Mirad pues, ninfas, ya la
hermosura de nuestra gran Diana y su
compaña, que allí está el fin, allí veréis la
suma de lo que contar puede lengua y pluma.
Los ojos levantad
mirando aquella
25 que en la suprema silla está
sentada, el cetro y la corona junto a
ella, y de otra parte la fortuna airada.
Esta es la luz de España y
clara estrella, con cuya ausencia está tan
eclipsada;
30 su nombre, ¡oh ninfas!, es doña
María, gran reina de Bohemia, de Austria,
Hungría.
La otra junto
a ella es doña Joana de Portugal princesa, y de
Castilla infanta, a quien quitó fortuna
insana 35 el
cetro, la corona y alta silla,
y a quien la muerte fue tan
inhumana que aun ella así se espanta y
maravilla de ver cuán presto ensangrentó sus
manos, en quien fue espejo y luz de
lusitanos.
40
Mirad, ninfas, la gran doña
María de Portugal, infanta soberana, cuya
hermosura y gracia sube hoy día a do llegar no
puede vista humana;
mirad que aunque fortuna
allí porfía,
45 la vence el gran valor que de ella
mana, y no son parte el hado, tiempo y
muerte, para vencer su gran bondad y suerte.
Aquellas dos que tiene
allí a su lado, y el resplandor del sol ha
suspendido,
50 las mangas de oro, sayas de
brocado, de perlas y esmeraldas guarnecido,
cabellos de oro fino,
crespo, ondado, sobre los hombros, suelto y
esparcido, son hijas del infante lusitano, 55 Duarte,
valeroso y gran cristiano.
Aquellas dos duquesas
señaladas, por luz de hermosura en nuestra
España, que allí veis tan al vivo
dibujadas, con una perfección y gracia
extraña, 60
de Nájara y de Sesa son
llamadas, de quien la gran Diana se
acompaña por su bondad, valor y
hermosura, saber y discreción sobre natura.
¿Veis un valor no visto
en otra alguna?
65 ¿Veis una perfección jamás
oída? ¿Veis una discreción cual fue
ninguna de hermosura y gracia guarnecida?
¿Veis la que está domando a
la fortuna y a su pesar la tiene allí
rendida?
70 La gran doña Leonor Manuel se
llama, de Lusitania luz que al orbe inflama.
Doña Luisa Carrillo,
que en España la sangre de Mendoza ha
esclarecido, de cuya hermosura y gracia
extraña 75 el
mismo amor, de amor está vencido,
es la que a nuestra Dea así
acompaña, que de la vista nunca la ha
perdido, de honestas y hermosas claro
ejemplo, espejo y clara luz de nuestro
templo. 80
¿Veis una perfección tan
acabada, de quien la misma fama está
envidiosa? ¿Veis una hermosura más
fundada en gracia y discreción que en otra
cosa,
que con razón obliga a ser
amada
85 porque es lo menos de ella el ser
hermosa? Es doña Eufrasia de Guzmán su
nombre, digna de inmortal fama y gran renombre.
Aquella hermosura
peregrina no vista en otra alguna, sino en
ella, 90 que
a cualquier seso aprenda y desatina y no hay
poder de amor que apremie el de ella;
de carmesí vestida, y muy
más fina de su rostro el color que no el de
aquella, doña María de Aragón se llama, 95 en quien se
ocupará de hoy más la fama.
¿Sabéis quién es
aquella que señala Diana, y nos la muestra con
la mano, que en gracia y discreción a ella
iguala y sobrepuja a todo ingenio humano; 100
y aun igualarla en arte, en
ser y en gala, sería, según es, trabajo en
vano? Doña Isabel Manrique y de Padilla, que
al fiero Marte vence y maravilla.
Doña María Manuel, y
doña Joana
105 Osorio son las dos que estáis
mirando, cuya hermosura y gracia
sobrehumana al mismo amor de amor está matando.
Y está nuestra Dea muy
ufana de ver a tales dos de nuestro bando, 110 loarlas, según
son, es excusado; la fama y la razón tendrán
cuidado.
Aquellas dos
hermanas tan nombradas cada una es una sola y
sin segundo; su hermosura y gracias
extremadas
115 son hoy en día un sol que alumbra el
mundo.
Al vivo me parecen
trasladadas de la que a buscar fui hasta el
profundo; doña Beatriz Sarmiento y Castro es
una con la hermosa hermana cual ninguna. 120
El claro sol que veis
resplandeciendo, y acá y allá sus rayos va
mostrando, la que del mal de amor se está
riendo, del arco, aljaba y flechas no curando,
cuyo divino rostro está
diciendo
125 muy más que yo sabré decir
loando, doña Joana es de Zárate en quien
vemos de hermosura y gracia los extremos.
Doña Ana Osorio y
Castro está cabe ella, de gran valor y gracia
acompañada,
130 ni deja entre las bellas de ser
bella, ni en toda perfección muy señalada;
mas su infelice hado usó con
ella de una crueldad no vista ni
pensada, porque al valor, linaje y
hermosura,
135 no fuese igual la suerte y la
ventura.
Aquella
hermosura guarnecida de honestidad y gracia
sobrehumana, que con razón y causa fue
escogida por honra y prez del templo de
Diana; 140
continuo vencedora y no
vencida, su nombre, ¡oh ninfas!, es doña
Juliana de aquel gran duque nieta y
condestable de quien yo callaré, la fama hable.
Mira de la otra parte la
hermosura
145 de las ilustres damas de
Valencia, a quien mi pluma ya de hoy más
procura perpetuar su fama y su excelencia.
Aquí fuente Helicona el agua
pura otorga, y tú, Minerva, empresta
ciencia,
150 para saber decir quién son
aquellas, que no hay cosa que ver después de
verlas.
Las cuatro
estrellas ved resplandecientes, de quien la
fama tal valor pregona de tres insignes reinos
descendientes
155 y de la antigua casa de Cardona;
de la una parte duques
excelentes, de otra el trono, el cetro y la
corona, del de Segorbe hijas, cuya fama del
Bórea al Austro, al Euro se derrama. 160
La luz del orbe, y la flor
de España, el fin de la beldad y
hermosura, el corazón real que le
acompaña, el ser, valor, bondad sobrenatura,
aquel mirar que en verlo
desengaña
165 de no poder llegar allí
criatura, doña Ana de Aragón se nombra y
llama, a do paró el amor, cansó la fama.
Doña Beatriz su
hermana, junto de ella veréis, si tanta luz
podéis mirarla;
170 quien no podré alabar es sola
ella, pues no hay poderlo hacer, sin
agraviarla;
aquel pintor que tanto hizo
en ella se queda el cargo de poder
loarla, que a do no llega entendimiento
humano
175 llegar mi flaco ingenio, es muy en
vano.
Doña Francisca de
Aragón quisiera mostraros, pero siempre está
escondida su vista soberana es de manera que
a nadie que la ve deja con vida; 180
por eso no parece. ¡Oh quién
pudiera mostraros esa luz, que al mundo
olvida!, porque el pintor que tanto hizo en
ella los pasos le atajó de merecerla.
A doña Madalena estáis
mirando,
185 hermana de las tres que os he
mostrado, miradla bien, veréis que está
robando a quien la mira y vive descuidado;
su grande hermosura
amenazando está; y el fiero Amor el arco
armado,
190 porque no pueda nadie ni aun
mirarla que no le rinda o mate sin batalla.
Aquellos dos luceros
que a porfía, acá y allá sus rayos van
mostrando, y a la excelente casa de Gandía 195 por tan
insigne y alta señalando;
su hermosura y suerte sube
hoy día muy más que a nadie sube
imaginando. ¿Quién ve tal Margarita y
Madalena que no tema de amor la horrible
pena? 200
¿Queréis, hermosas ninfas,
ver la cosa, que el seso más admira y
desatina?: mirad una ninfa, más que el sol
hermosa, pues quién es ella o él, jamás se
atina;
el nombre de esta fénix tan
famosa 205 es
en Valencia doña Catalina Milán, y en todo el
mundo es hoy llamada la más discreta, hermosa y
señalada.
Alzad los
ojos y veréis de frente del caudaloso río y su
ribera,
210 peinando sus cabellos, la
excelente doña María Pejón y Zanoguera,
cuya hermosura y gracia es
evidente, y en discreción la prima y la
primera. Mirad los ojos, rostro
cristalino,
215 y aquí puede hacer fin vuestro
camino.
Las dos mirad
que están sobrepujando a toda discreción y
entendimiento, y entre las más hermosas
señalando se van por solo un par, sin par ni
cuento; 220
los ojos que las miran
sojuzgando, pues nadie las miró que viva
exento. ¡Ved qué dirá quien alabar
promete las dos Beatrices, Vique y Fenollete!
Al tiempo que se puso
allí Diana
225 con su divino rostro y
excelente, salió un lucero, luego una
mañana de mayo, muy serena y refulgente;
sus ojos matan y su vista
sana; despunta allí el amor su flecha
ardiente;
230 su hermosura hable y
testifique ser sola y sin igual doña Ana Vique.
Volved, ninfas, veréis
doña Teodora Carroz, que del valor y
hermosura la hace el tiempo reina y gran
señora 235 de
toda discreción y gracia pura;
cualquiera cosa suya os
enamora, ninguna cosa vuestra os
asegura para tomar tan grande
atrevimiento como es poner en ella el
pensamiento.
240
Doña Ángela de Borja
contemplando veréis que está, pastores, en
Diana; y en ella la gran Dea está mirando la
gracia y hermosura soberana;
Cupido allí a sus pies está
llorando,
245 y la hermosa ninfa muy ufana de
ver delante de ella estar rendido aquel tirano
fuerte y tan temido.
De
aquella ilustre cepa Zanoguera salió una flor
tan extremada y pura
250 que siendo de su edad la
primavera ninguna se le iguala en hermosura.
De la excelente madre es
heredera en todo cuanto pudo dar natura; y
así doña Jerónima ha llegado 255 en gracia y
discreción al sumo grado.
¿Queréis quedar, oh
ninfas, admiradas y ver lo que a ninguna dio
ventura? ¿Queréis al puro extremo ver
llegadas valor, saber, bondad y hermosura? 260
Mirad doña Verónica
Marradas, pues solo verla os dice y
asegura que todo sobra y nada falta en
ella, sino es quien pueda, o piense, merecerla.
Doña Luisa Peñarroja
vemos 265 en
hermosura y gracia más que humana, en toda cosa
llega a los extremos y a toda hermosura vence y
gana.
No quiere el crudo amor que
la miremos, y quien la vio, si la ve, no
sana,
270 aunque después de vista el crudo
fuego en su vigor y fuerza vuelve luego.
Ya veo, ninfas, que
miráis aquella en quien estoy continuo
contemplando; los ojos se os irán, por fuerza a
ella, 275 que
aun los del mismo amor está robando.
Mirad la hermosura que hay
en ella, mas ved que no ceguéis quizá
mirando a doña Joana de Cardona,
estrella que el mismo amor está rendido a
ella. 280
Aquella hermosura no
pensada que veis, si verla cabe en vuestro
vaso; aquella cuya suerte fue
extremada, pues no teme fortuna, tiempo y caso;
aquella discreción tan
levantada,
285 aquella que es mi musa y mi
parnaso; Joana Ana es Catalana, fin y
cabo de lo que en todas por extremo alabo.
Cabe ella está un
extremo no vicioso, mas en virtud muy alto y
extremado,
290 disposición gentil, rostro
hermoso, cabellos de oro, cuello delicado;
mirar que alegra, movimiento
airoso, juicio claro y nombre señalado, doña
Ángela Fernando, a quien natura 295 conforme al
nombre, dio la hermosura.
Veréis cabe ella doña
Mariana, que de igualarle nadie está
segura; miradla junto a la excelente
hermana; veréis en poca edad gran
hermosura.
300
Veréis con ella nuestra edad
ufana, veréis en pocos años gran
cordura, veréis que son las dos el cabo y
suma de cuanto decir puede lengua y pluma.
Las dos hermanas Borjas
escogidas
305 Hipólita, Isabel, que estáis
mirando, de gracia y perfección tan
guarnecidas que al sol su resplandor está
cegando,
miradlas y veréis de cuántas
vidas su hermosura siempre va triunfando, 310 mirad los
ojos, rostro y los cabellos que el oro queda
atrás y pasan ellos.
Mirad doña María Zanoguera, la cual de
Catarroja es hoy señora, cuya hermosura y
gracia es de manera
315 que a toda cosa vence y la enamora.
Su fama resplandece por
doquiera y su virtud la ensalza de hora en
hora, pues no hay qué desear después de
verla, ¿quién la podrá loar sin ofenderla? 320
Doña Isabel de Borja está de
frente y al fin y perfección de toda
cosa. Mirad la gracia, el ser y la
excelente color, más viva que purpúrea rosa;
mirad que es de virtud y
gracia fuente
325 y nuestro siglo ilustra en toda
cosa, al cabo está de todas su figura, por
cabo y fin de gracia y hermosura.
La que esparcidos tiene
sus cabellos con hilo de oro fino atrás
tomados,
330 y aquel divino rostro, que él y
ellos a tantos corazones trae domados;
el cuello de marfil, los
ojos bellos, honestos, bajos, verdes y
rasgados, doña Joana Milán por nombre
tiene, 335 en
quien la vista para y se mantiene.
Aquella que allí veis,
en quien natura mostró su ciencia ser
maravillosa, pues no hay pasar de allí en
hermosura ni hay más que desear a una
hermosa, 340
cuyo valor, saber y gran
cordura levantarán su fama en toda
cosa, doña Mencia se nombra Fenollete a
quien se rinde amor y se somete.
|
La canción del celebrado
Orfeo fue tan agradable a los oídos de Felismena y
de todos los que la oían, que así los tenía
suspensos, como si por ninguno de ellos hubiera
pasado más de lo que presente tenían. Pues
habiendo muy particularmente mirado el rico
aposento con todas las cosas que en él había que
ver, salieron las ninfas por una puerta a la gran
sala, y por otra de la sala a un hermoso jardín,
cuya vista no menos admiración les causó que lo
que hasta allí habían visto, entre cuyos árboles y
hermosas flores había muchos sepulcros de ninfas y
damas, las cuales habían con gran limpieza
conservado la castidad debida a la castísima
diosa. Estaban todos los sepulcros coronados de
enredosa yedra, otros de olorosos arrayanes, otros
de verde laurel. Demás de esto había en el hermoso
jardín muchas fuentes de alabastro, otras de
mármol jaspeado y de metal, debajo de parrales que
por encima de artificiosos arcos extendían sus
ramas, los mirtos hacían cuatro paredes almenadas;
y por encima de las almenas parecían muchas flores
de jazmín, madreselva y otras muy apacibles a la
vista. En medio del jardín estaba una piedra negra
sobre cuatro pilares de metal, y en medio de ella
un sepulcro de jaspe que cuatro ninfas de
alabastro en las manos sostenían. En torno de él
estaban muchos blandones y candeleros de fina
plata muy bien labrados, y en ellos hachas blancas
ardiendo. En torno de la capilla había algunos
bultos de caballeros y damas; unos, de metal;
otros, de alabastro; otros, de mármol jaspeado y
de otras diferentes materias. Mostraban estas
figuras tan gran tristeza en el rostro que la
pusieron en el corazón de la hermosa Felismena y
de todos los que el sepulcro veían. Pues,
mirándolo muy particularmente vieron que a los
pies de él, en una tabla de metal que una muerte
tenía en las manos, estaba este
letrero:
|
Aquí reposa doña
Catalina de Aragón y Sarmiento, cuya fama al
alto cielo llega y se avecina y desde el Bórea
al Austro se derrama.
Matela siendo muerte tan
aína por muchos que ella ha muerto siendo
dama; aquí está el cuerpo; el alma allá en el
cielo, que no la mereció gozar el suelo.
|
Después de leído el
epigrama, vieron cómo en lo alto del sepulcro
estaba una águila de mármol negro, con una tabla
de oro en las uñas, y en ella estos
versos:
|
Cual quedaría, ¡oh muerte!,
el alto cielo sin el dorado Apolo y su
Diana, sin hombre ni animal el bajo
suelo, sin norte el marinero en mar
insana, sin flor ni hierba el campo y sin
consuelo, sin el rocío de aljófar la
mañana, así quedó el valor, la
hermosura, sin la que yace en esta sepultura.
|
Cuando estos dos letreros
hubieron leído, y Belisa entendido por ellos quién
era la hermosa ninfa que allí estaba sepultada, y
lo mucho que nuestra España había perdido en
perderla, acordándose de la temprana muerte del su
Arsileo, no pudo dejar de decir con muchas
lágrimas:
-¡Ay, Muerte, cuán fuera
estoy de pensar que me has de consolar con males
ajenos! Duéleme en extremo lo poco que se gozó tan
gran valor y hermosura como esta ninfa me dicen
que tenía, porque ni estaba presa de amor, ni
nadie mereció que ella lo estuviese, que si otra
cosa entendiera, por tan dichosa la tuviera yo en
morirse como a mí por desdichada en ver, ¡oh cruda
Muerte!, cuán poco caso haces de mí, pues
llevándome todo mi bien, me dejas, no para más que
para sentir esta falta. ¡Oh mi Arsileo! ¡Oh
discreción jamás oída! ¡Oh el más firme amador que
jamás pudo verse! ¡Oh el más claro ingenio que
naturaleza pudo dar! ¿Qué ojos pudieron verte?
¿Qué ánimo pudo sufrir tu desastrado fin? ¡Oh
Arsenio, Arsenio, cuán poco pudiste sufrir la
muerte del desastrado hijo, teniendo más ocasión
de sufrirla que yo! ¿Por qué, cruel Arsenio, no
quisiste que yo participase de dos muertes, que
por estorbar la que menos me dolía, diera yo cien
mil vidas, si tantas tuviera? Adiós,
bienaventurada ninfa, lustre y honra de la real
casa de Aragón. Dios dé gloria a tu ánima y saque
la mía de entre tantas desventuras.
Después que Belisa hubo
dicho estas palabras, después de haber visto otras
muchas sepulturas muy riquísimamente labradas,
salieron por una puerta falsa que en el jardín
estaba al verde prado, adonde hallaron a la sabia
Felicia, que sola se andaba recreando, la cual los
recibió con muy buen semblante. Y en cuanto se
hacía hora de cenar, se fueron a una gran alameda
que cerca de allí estaba, lugar donde las ninfas
del suntuoso templo algunos días salían a
recrearse. Y sentados en un pradecillo, cercado de
verdes salces, comenzaron a hablar unos con otros,
cada uno en la cosa que más contento le daba. La
sabia Felicia llamó junto a sí al pastor Sireno y
a Felismena. La ninfa Dórida se puso con Silvano
hacia una parte del verde prado; y las dos
pastoras, Selvagia y Belisa, con las hermosas
ninfas Cintia y Polidora, se apartaron hacia otra
parte; de manera que aunque no estaban unos muy
lejos de los otros, podían muy bien hablar sin que
estorbase uno lo que el otro decía.
Pues queriendo Sireno que la
plática y conversación se conformase con el tiempo
y lugar y también con la persona a quien hablaba,
comenzó a hablar de esta manera:
-No me parece fuera de
propósito, señora Felicia, preguntar yo una cosa
que jamás pude llegar al cabo del conocimiento de
ella, y es esta: afirman todos los que algo
entienden que el verdadero amor nace de la razón,
y si esto es así, ¿cuál es la causa porque no hay
cosa más desenfrenada en el mundo ni que menos se
deje gobernar por ella?
Felicia le respondió:
-Así como esa pregunta es
más que de pastor, así era necesario que fuese más
que mujer la que a ella respondiese, mas con lo
poco que yo alcanzo, no me parece que porque el
amor tenga por madre a la razón se ha de pensar
que él se limite ni gobierne por ella. Antes has
de presuponer que después que la razón del
conocimiento lo ha engendrado, las menos veces
quiere que le gobierne. Y es de tal manera
desenfrenado que las más de las veces viene en
daño y perjuicio del amante, pues por la mayor
parte los que bien aman se vienen a desamar a sí
mismos, que es contra razón y derecho de
naturaleza. Y esta es la causa porque le pintan
ciego y falto de toda razón, y como su madre,
Venus, tiene los ojos hermosos, así él desea
siempre lo más hermoso. Píntanlo desnudo porque el
buen amor ni puede disimularse con la razón, ni
encubrirse con la prudencia. Píntanle con alas
porque velocísimamente entra en el ánima del
amante; y cuanto más perfecto es, con tanto mayor
velocidad y enajenamiento de sí mismo va a buscar
la persona amada; por lo cual, decía Eurípides que
el amante vivía en el cuerpo del amado. Píntanlo
asimismo flechando su arco porque tira derecho al
corazón como a propio blanco, y también porque la
llaga de amor es como la que hace la saeta,
estrecha en la entrada y profunda en lo intrínseco
del que ama. Es esta llaga difícil de ver, mala de
curar y muy tardía en el sanar. De manera, Sireno,
que no debe admirarte, aunque el perfecto amor sea
hijo de razón, que no se gobierne por ella, porque
no hay cosa que después de nacida menos
corresponda al origen de adonde nació. Algunos
dicen que no es otra la diferencia entre el amor
vicioso y el que no lo es sino que el uno se
gobierna por razón y el otro no se deja gobernar
por ella; y engáñanse porque aquel exceso e ímpetu
no es más propio del amor deshonesto que del
honesto, antes es una propiedad de cualquiera
género de amor, salvo que en uno hace la virtud
mayor, y en el otro acrecienta más el vicio.
¿Quién puede negar que en el amor que
verdaderamente es honesto no se hallen
maravillosos y excesivos efectos? Pregúntenlo a
muchos que por solo el amor de Dios no hicieron
cuenta de sus personas, ni estimaron por él perder
la vida, aunque sabido el premio que por ello se
esperaba, no daban mucho. Pues ¿cuántos han
procurado consumir sus personas y acabar sus vidas
inflamados del amor de la virtud, y de alcanzar
fama gloriosa? Cosa que la razón ordinaria no
permite, antes guía cualquiera efecto, de manera
que la vida pueda honestamente conservarse. Pues
¡cuántos ejemplos te podría yo traer de muchos que
por solo el amor de sus amigos perdieron la vida y
todo lo más que con ella se pierde! Dejemos este
amor, volvamos al amor del hombre con la mujer.
Has de saber que si el amor que el amador tiene a
su dama, aunque inflamado en desenfrenada afición,
nace de la razón y del verdadero conocimiento y
juicio, que por solas sus virtudes la juzgue digna
de ser amada; que este tal amor, a parecer (y no
me engaño), no es ilícito ni deshonesto, porque
todo el amor de esta manera no tira a otro fin,
sino a querer la persona por ella misma, sin
esperar otro interés ni galardón de sus amores.
Así que esto es lo que me parece que se puede
responder a lo que en este caso me has
preguntado.
Sireno entonces le
respondió:
-Yo estoy, discreta señora,
satisfecho de lo que deseaba entender y así creo
que lo estaré, según tu claro juicio, de todo lo
que quisiere saber de ti, aunque otro
entendimiento era menester más abundante que el
mío para alcanzar lo mucho que tus palabras
comprenden.
Silvano, que con Polidora
estaba hablando, le decía:
-Maravillosa cosa es,
hermosa ninfa, ver lo que sufre un triste corazón
que a los trances de amor está sujeto porque el
menor mal que hace es quitarnos el juicio, perder
la memoria de toda cosa, y henchirla de sólo él,
vuelve ajeno de sí todo hombre, y propio de la
persona amada. Pues ¿qué hará el desventurado que
se ve enemigo de placer, amigo de soledad, lleno
de pasiones, cercado de temores, turbado de
espíritu, martirizado del seso, sustentado de
esperanza, fatigado de pensamientos, afligido de
molestias, traspasado de celos, lleno
perpetuamente de suspiros, enojos, agravios, que
jamás le faltan? Y lo que más me maravilla es que,
siendo este amor tan intolerable y extremado en
crueldad, no espere el espíritu apartarse de él,
ni lo procure, mas antes tenga por enemigo a quien
se lo aconseja.
-Bien está todo -dijo
Polidora- pero yo sé muy bien que por la mayor
parte los que aman tienen más de palabras que de
pasiones.
-Señal es esa -dijo Silvano-
que no las sabes sentir, pues no las puedes creer,
y bien parece que no has sido tocada de este mal,
ni plega a Dios que lo seas; el cual ninguno lo
puede creer, ni la calidad y multitud de los males
que de él proceden, sino el que participa de
ellos. ¿Cómo que piensas tú, hermosa ninfa, que
hallándose continuamente el amante confusa la
razón, ocupada la memoria, enajenada la fantasía,
y el sentido del excesivo amor fatigado, quedará
la lengua tan libre que pueda fingir pasiones, ni
mostrar otra cosa de la que sientes? Pues no te
engañes en eso, que yo te digo que es muy al revés
de lo que tú lo imaginas. Vesme aquí donde estoy
que verdaderamente ninguna cosa hay en mí que se
pueda gobernar por razón, ni aun la podrá haber en
quien tan ajeno estuviere de su libertad, como yo;
porque todas las sujeciones corporales dejan
libre, a lo menos, la voluntad, mas la sujeción de
amor es tal que la primera cosa que hace, es
tomaros posesión de ella. ¿Y quieres tú, pastora,
que forme quejas y finja suspiros, el que de esta
manera se ve tratado? Bien parece, en fin, que
estás libre de amor, como yo poco a ti decía.
Polidora le respondió:
-Yo conozco, Silvano, que
los que aman reciben muchos trabajos y aficiones
todo el tiempo que ellos no alcanzan lo que
desean; pero después de conseguida la causa
deseada, se les vuelve en descanso y
contentamiento. De manera que todos los males que
pasaban más proceden de deseo de amor que tengan a
lo que desean.
-Bien parece que hablas en
mal que no tienes experimentado -dijo Silvano-
porque el amor de aquellos amantes cuyas penas
cesan después de haber alcanzado lo que desean, no
procede su amor de la razón, sino de un apetito
bajo y deshonesto.
Selvagia, Belisa y la
hermosa Cintia estaban tratando cuál era la razón
porque en ausencia, las más de las veces se
resfriaba el amor. Belisa no podía creer que por
nadie pasase tan gran deslealtad, diciendo que
pues siendo muerto el su Arsileo y estando bien
segura de no verle más, le tenía el mismo amor que
cuando vivía; que cómo era posible ni se podía
sufrir que nadie olvidase en ausencia los amores
que algún tiempo esperase ver. La ninfa Cintia le
respondió:
-No podré, Belisa,
responderte con tanta suficiencia como por ventura
la materia lo requería, por ser cosa que no se
puede esperar del ingenio de una ninfa como yo.
Mas lo que a mí me parece es que cuando uno se
parte de la presencia de quien quiere bien, la
memoria le queda por ojos, pues solamente con ella
ve lo que desea. Esta memoria tiene cargo de
representar al entendimiento lo que contiene en
sí, y del entenderse la persona que ama viene la
voluntad, que es la tercera potencia del ánima, a
engendrar el deseo, mediante el cual tiene el
ausente pena por ver aquel que quiere bien. De
manera que todos estos efectos se derivan de la
memoria, como de una fuente donde nace el
principio del deseo. Pues habéis de saber ahora,
hermosas pastoras, que como la memoria sea una
cosa que cuanto más va, más pierde su fuerza y
vigor, olvidándose de lo que le entregaron los
ojos, así también lo pierden las otras potencias,
cuyas obras en ella tenían su principio. De la
misma manera que a los ríos se les acabaría su
corriente si dejasen de manar las fuentes adonde
nacen; y si como esto se entiende en el que parte,
se entendiera también en el que queda. Y pensar
tú, hermosa pastora, que el tiempo no curaría tu
mal si dejases el remedio de él en manos de la
sabia Felicia, será muy gran engaño, porque
ninguno hay a quien ella no dé remedio, y en el de
amores más que en todos los otros.
La sabia Felicia que aunque
estaba algo apartada oyó lo que Cintia dijo, le
respondió:
-No sería pequeña crueldad
poner yo el remedio de quien tanto lo ha menester
en manos de médico tan espacioso como es el
tiempo, que puesto caso que algunas veces no lo
sea, en fin las enfermedades grandes, si otro
remedio no tienen sino el suyo, se han de gastar
tan de espacio, que primero que se acaben, se
acabe la vida de quien las tiene. Y porque mañana
pienso entender en lo que toca al remedio de la
hermosa Felismena y de toda su compañía, y los
rayos del dorado Apolo parece que van ya dando fin
a su jornada, será bien que nosotros lo demos a
nuestra plática y nos vamos a mi aposento, que ya
la cena pienso que nos está aguardando.
Y así se fueron en casa de
la gran sabia Felicia, donde hallaron ya las mesas
puestas, debajo de unos verdes parrales que
estaban en un jardín que en la casa había. Y
acabando de cenar y tomando licencia de la sabia
Felicia, se fue cada uno al aposento que aparejado
le estaba.
Fin del cuarto libro de la
Diana
Libro quinto
Otro día por la mañana la
sabia Felicia se levantó, y se fue al aposento de
Felismena, la cual halló acabándose de vestir no
con pocas lágrimas, pareciéndole cada hora de las
que allí estaba mil años. Y tomándola por la mano,
se salieron a un corredor que estaba sobre el
jardín, adonde la noche antes habían cenado, y
habiéndole preguntado la causa de sus lágrimas y
consolándola con darle esperanza que sus trabajos
habrían el fin que ella deseaba, le dijo:
-Ninguna cosa hay hoy en la
vida más aparejada para quitarla a quien quiere
bien, que quitarle con esperanzas inciertas el
remedio de su mal, porque no hay hora en cuanto de
esta manera vive que no le parezca tan espaciosa
cuanto las de la vida son apresuradas. Y porque mi
deseo es que el vuestro se cumpla y después de
algunos trabajos consigáis el descanso que la
fortuna os tiene prometido, vos partiréis de esta
vuestra casa en el mismo hábito en que veníais
cuando a mis ninfas defendisteis de la fuerza que
los fieros salvajes les querían hacer. Y tened
entendido que todas las veces que mi ayuda y favor
os fuere necesario, lo hallaréis sin que hayáis
menester enviármelo a pedir. Así que, hermosa
Felismena, vuestra partida sea luego, y confiad en
Dios que vuestro deseo habrá buen fin, porque si
yo de otra suerte lo entendiera, bien podéis creer
que no me faltaran otros remedios para haceros
mudar el pensamiento como a algunas personas lo he
hecho.
Muy grande alegría recibió
Felismena de las palabras que la sabia Felicia le
dijo, a las cuales respondió:
-No puedo alcanzar, discreta
señora, con qué palabras podría encarecer ni con
qué obras podría servir la merced que de vos
recibo. Dios me llegue a tiempo en que la
experiencia os dé a entender mi deseo. Lo que
mandáis, pondré yo luego por obra, lo cual no
puede dejar de sucederme muy bien siguiendo el
consejo de quien para todas las cosas sabe darlo
tan bueno.
La sabia Felicia la abrazó
diciendo:
-Yo espero en Dios, hermosa
Felismena, de veros en esta casa con más alegría
de la que lleváis. Y porque los dos pastores y
pastoras nos están esperando, razón será que vaya
a darles el remedio que tanto han menester.
Y saliéndose ambas a dos a
una sala, hallaron a Silvano y Sireno y a Belisa,
y Selvagia, que esperándolos estaban; y la sabia
Felicia dijo a Felismena:
-Entretened, hermosa señora,
vuestra compañía, entre tanto que yo vengo.
Y entrándose en un aposento,
no tardó mucho en salir con dos vasos en las manos
de fino cristal con los pies de oro esmaltados; y
llegándose a Sireno, le dijo:
-Olvidado pastor, si en tus
males hubiera otro remedio sino este, yo te le
buscara con toda la diligencia posible, pero ya
que no puedes gozar de aquella que tanto te quiso
sin muerte ajena (y esta esté en mano de solo
Dios), es menester que recibas otro remedio para
no desear cosa que es imposible alcanzarla. Y tú,
hermosa Selvagia, y desamado Silvano, tomad este
vaso, en el cual hallaréis grandísimo remedio para
el mal pasado y principio para grandísimo
contento, del cual vosotros estáis bien
descuidados.
Y tomando el vaso que tenía
en la mano izquierda, le puso en la mano a Sireno
y le mandó que lo bebiese, y Sireno lo hizo luego;
y Selvagia y Silvano bebieron ambos el otro. Y en
este punto cayeron todos tres en el suelo
adormidos, de que no poco se espantó Felismena y
la hermosa Belisa que allí estaba, a la cual dijo
la sabia Felicia:
-No te desconsueles, oh
Belisa, que aún yo espero de verte tan consolada
como la que más lo estuviere. Y hasta que la
ventura se canse de negarte el remedio que para
tan grave mal has menester, yo quiero que quedes
en mi compañía.
La pastora le quiso besar
las manos por ello, Felicia no lo consintió, mas
antes la abrazó, mostrándole mucho amor. Felismena
estaba espantada del sueño de los pastores y dijo
a Felicia:
-Paréceme, señora, que si el
descanso de estos pastores está en dormir, ellos
lo hacen de manera que vivirán los más descansados
del mundo.
Felicia le respondió:
-No os espantéis de eso,
porque el agua que ellos bebieron tiene tal
fuerza, así una como la otra, que todo el tiempo
que yo quisiere dormirán, sin que baste ninguna
persona a despertarlos. Y para que veáis si esto
es así, probá a llamarlo.
Felismena llegó entonces a
Silvano y tirándole por un brazo, le comenzó a dar
grandes voces, las cuales aprovecharon tanto como
si las diera a un muerto, y lo mismo le avino con
Sireno y Selvagia, de lo que Felismena quedó asaz
maravillada. Felicia le dijo:
-Pues más os maravillaréis
después que despierten, porque veréis una cosa, la
más extraña que nunca imaginasteis. Y porque me
parece que el agua debe haber obrado lo que es
menester, yo los quiero despertar y estad atenta
porque oiréis maravillas.
Y sacando un libro de la
manga, se llegó a Sireno, y en tocándole con él
sobre la cabeza, el pastor se levantó luego en pie
con todo su juicio, y Felicia le dijo:
-Dime, Sireno, si acaso
vieses la hermosa Diana con su esposo, y estar los
dos con todo el contentamiento del mundo, riéndose
de los amores que tú con ella habías tenido, ¿qué
harías?
Sireno respondió:
-Por cierto, señora, ninguna
pena me darían, mas antes los ayudaría a reír de
mis locuras pasadas.
Felicia le replicó:
-Y si acaso ella fuera ahora
soltera, y se quisiera casar con Silvano y no
contigo, ¿qué hicieras?
Sireno le respondió:
-Yo mismo fuera el que
tratara de concertarlo.
-¿Qué os parece -dijo
Felicia contra Felismena- si el agua sabe desatar
los nudos que este perverso del amor hace?
Felismena respondió:
-Jamás pudiera creer yo que
la ciencia de una persona humana pudiera llegar a
tanto como esto.
Y volviendo a Sireno, le
dijo:
-¿Qué es esto, Sireno? Pues
las lágrimas y suspiros con que manifestabas tu
mal, ¿tan presto se han acabado?
Sireno le respondió:
-Pues que los amores se
acabaron, no es mucho que se acabe lo que ellos me
hacían hacer.
Felismena le volvió a
decir:
-¿Y qué es posible, Sireno,
que ya no quieres bien ni más a Diana?
-El mismo bien le quiero
-dijo Sireno- que os quiero a vos, y a otra
cualquiera persona que no me haya ofendido.
Y viendo Felicia cuán
espantada estaba Felismena de la súbita mudanza de
Sireno, le dijo:
-Con esta medicina curara
yo, hermosa Felismena, vuestro mal; y el vuestro,
pastora Belisa, si la fortuna no os tuviera
guardadas para muy mayor contentamiento de lo que
fuera veros en vuestra libertad. Y para que veáis
cuán diferentemente ha obrado en Silvano y en
Selvagia la medicina, bien será despertarlos, pues
basta lo que han dormido.
Y poniendo el libro sobre la
cabeza a Silvano, se levantó diciendo:
-¡Oh Selvagia, cuán gran
locura ha sido haber empleado en otra parte el
pensamiento, después que mis ojos te vieron!
-¿Qué es eso, Silvano -dijo
Felicia- teniendo tan puesto el pensamiento en tu
pastora Diana, tan súbitamente le pones ahora en
Selvagia?
Silvano le respondió:
-Discreta señora, como el
navío anda perdido por la mar sin poder tomar
puerto seguro, así anduvo mi pensamiento en los
amores de Diana todo el tiempo que la quise bien;
mas ahora he llegado a un puerto, donde plega a
Dios que sea tan bien recibido como el amor que yo
le tengo lo merece.
Felismena quedó tan
espantada del segundo género de mudanza que vio en
Silvano, como del primero que en Sireno había
visto, y díjole riendo:
-¿Pues qué haces que no
despiertas a Selvagia? Que mal podrá oír tu pena
una pastora que duerme.
Silvano entonces, tirándole
del brazo, le comenzó a decir a grandes voces:
-¡Despierta, hermosa
Selvagia, pues despertaste mi pensamiento del
sueño de las ignorancias pasadas! Dichoso yo, pues
la fortuna me ha puesto en el mayor estado que se
podía desear; ¿qué es esto, no me oyes? ¿Oyes y no
quieres responderme? ¡Cata, que no sufre el amor
que te tengo, no ser oído! ¡Oh Selvagia, no
duermas tanto ni permitas que tu sueño sea causa
que el de la muerte dé fin a mis días!
Y viendo que no aprovechaba
nada llamarla, comenzó a derramar lágrimas en tan
gran abundancia que los presentes no pudieron
dejar de ayudarle; mas Felicia dijo:
-Silvano amigo, no te
aflijas, que yo haré que te responda Selvagia y
que la respuesta sea tal como tú deseas.
Y tomándole por la mano, le
metió en un aposento y le dijo:
-No salgas de ahí hasta que
yo te llame.
Y luego volvió a donde
Selvagia estaba, y tocándola con el libro despertó
como los demás habían hecho. Felicia le dijo:
-Pastora, muy descuidada
duermes.
Selvagia respondió:
-Señora, ¿qué es del mi
Silvano? ¿No estaba él junto conmigo? ¡Ay Dios!
¿Quién me lo llevó de aquí? ¡Si volverá!
Y Felicia le dijo:
-Escucha, Selvagia, que
parece que desatinas; has de saber que el tu
querido Alanio está a la puerta y dice que ha
andado por muchas partes perdido en busca tuya y
trae licencia de su padre para casarse
contigo.
-Esa licencia -dijo
Selvagia- le aprovechará a él muy poco, pues no la
tiene de mi pensamiento. Silvano, ¿qué es de él?
¿Adónde está?
Pues como el pastor Silvano
oyó hablar a Selvagia, no pudo sufrirse sin salir
luego a la sala donde estaba, y mirándose los dos
con mucho amor, lo confirmaron tan grande entre
sí, que sola la muerte bastó para acabarlo, de que
no poco contentamiento recibió Sireno y Felismena
y aun la pastora Belisa. Felicia les dijo:
-Razón será, pastores y
hermosa pastora, que os volváis a vuestros
ganados, y tened entendido que mi favor jamás os
podrá faltar y el fin de vuestros amores será
cuando por matrimonio cada uno se ajunte con quien
desea. Yo tendré cuidado de avisaros cuando será
tiempo; y vos, hermosa Felismena, aparejaos para
la partida, porque mañana cumple que partáis de
aquí.
En esto entraron todas las
ninfas por la puerta de la sala, las cuales ya
sabían el remedio que la sabia Felicia había
puesto en el mal de los pastores, de lo cual
recibieron grandísimo placer, mayormente Dórida,
Cintia y Polidora, por haber sido ellas la
principal ocasión de su contentamiento. Los dos
nuevos enamorados no entendían otra cosa sino en
mirarse uno a otro, con tanta afición y blandura
como si hubiera mil años que hubieran dado
principio a sus amores. Y aquel día estuvieron
allí todos con grandísimo contentamiento, hasta
que otro día de mañana, despidiéndose los dos
pastores y pastora de la sabia Felicia, y de
Felismena y de Belisa, y asimismo de todas
aquellas ninfas, se volvieron con grandísima
alegría a su aldea, donde aquel mismo día
llegaron.
Y la hermosa Felismena, que
ya aquel día se había vestido en traje de pastora,
despidiéndose de la sabia Felicia, y siendo muy
particularmente avisada de lo que había de hacer,
con muchas lágrimas la abrazó, y acompañada de
todas aquellas ninfas, se salieron al gran patio
que delante de la puerta estaba, y abrazando a
cada una por sí, se partió por el camino donde la
guiaron. No iba sola Felismena este camino, ni aún
sus imaginaciones le daban lugar a que lo fuese,
pensando iba en lo que la sabia Felicia le había
dicho y por otra parte considerando la poca
ventura que hasta allí había tenido en sus amores,
le hacía dudar de su descanso. Con esta
contrariedad de pensamientos iba lidiando, los
cuales aunque por una parte le cansaban, por otra
la entretenían de manera que no sentía la soledad
del camino.
No hubo andado mucho por en
medio de un hermoso valle cuando a la caída del
sol, vio de lejos una choza de pastores que entre
unas encinas estaba a la entrada de un bosque y,
persuadida de la hambre, se fue hacia ella, y
también porque la siesta comenzaba, de manera que
le sería forzado pasarla debajo de aquellos
árboles. Llegando a la choza, oyó que un pastor
decía a una pastora que cerca de él estaba
asentada:
-No me mandes, Amarílida,
que cante, pues entiendes la razón que tengo de
llorar los días que el alma no desampare estos
cansados miembros; que, puesto caso que la música
es tanta parte para hacer acrecentar la tristeza
del triste como la alegría del que más contento
vive, no es mi mal de suerte que pueda ser
disminuido ni acrecentado con ninguna industria
humana. Aquí tienes tu zampoña, tañe y canta,
pastora, que muy bien lo puedes hacer, pues que
tienes el corazón libre y la voluntad exenta de
las sujeciones de amor.
La pastora le respondió:
-No seas, Arsileo, avariento
de lo que naturaleza con tan larga mano te ha
concedido, pues quien te lo pide sabrá complacerte
en lo que tú quisieres pedirle. Canta si es
posible aquella canción que a petición de Argasto
hiciste en nombre de tu padre Arsenio, cuando
ambos servíais a la hermosa pastora Belisa.
El pastor le respondió:
-Extraña condición es la
tuya, oh Amarílida, que siempre me pides que haga
lo que menos contento me da. ¿Qué haré? Que por
fuerza he de complacerte, y no por fuerza, que
asaz de mal aconsejado sería quien de su voluntad
no te sirviese. Mas ya sabes cómo mi fortuna me va
a la mano todas las veces que algún alivio quiero
tomar. Oh Amarílida, viendo la razón que tengo de
estar continuo llorando, ¿me mandas cantar? ¿Por
qué quieres ofender a las ocasiones de mi
tristeza? ¡Plega a Dios que nunca mi mal vengas a
sentirlo en causa tuya propia, porque tan a tu
costa no te informe la fortuna de mi pena! Ya
sabes que perdí a Belisa, ya sabes que vivo sin
esperanza de cobrarla. ¿Por qué me mandas cantar?
Mas no quiero que me tengas por descomedido, que
no es de mi condición serlo con las pastoras a
quien todos estamos obligados a complacer.
Y tomando un rabel que cerca
de sí tenía, le comenzó a templar para hacer lo
que la pastora le mandaba. Felismena, que
acechando estaba, oyó muy bien lo que el pastor y
pastora pasaban; y cuando vio que hablaban en
Arsenio y Arsileo, servidores de la pastora
Belisa, a los cuales tenía por muertos, según lo
que Belisa había contado a ella, y a las ninfas y
pastores, cuando en la cabaña de la isleta la
hallaron, verdaderamente pensó lo que veía ser
alguna visión o cosa de sueño. Y estando atenta,
vio cómo el pastor comenzó a tocar el rabel tan
divinamente, que parecía cosa del cielo; y
habiendo tañido un poco con una voz más angélica
que de hombre humano dio principio a esta
canción: |
¡Ay, vanas esperanzas,
cuántos días anduve hecho siervo de un
engaño, y cuán en vano mis cansados ojos con
lágrimas regaron este valle! Pagado me han amor
y la fortuna,
5 pagado me han, no sé de qué me quejo.
Gran mal debo pasar,
pues yo me quejo, que hechos a sufrir están mis
ojos los trances del amor y la
fortuna. ¿Sabéis de quién me agravio? De un
engaño 10 de
una cruel pastora de este valle, do puse por mi
mal mis tristes ojos.
Con todo mucho debo yo a
mis ojos, aunque con el dolor de ellos me
quejo, pues vi por causa suya en este
valle 15 la
cosa más hermosa que en mis días jamás pensé
mirar y no me engaño. Pregúntenlo al amor y a
la fortuna.
Aunque por
otra parte la fortuna, el tiempo, la ocasión,
los tristes ojos,
20 el no estar receloso del
engaño, causaron todo el mal de que me
quejo; y así pienso acabar mis tristes
días contando mis pasiones a este valle.
Si el río, el soto, el
monte, el prado, el valle, 25 la tierra, el
cielo, el hado, la fortuna, las horas, los
momentos, años, días, el alma, el corazón,
también los ojos, agravian mi dolor cuando me
quejo, ¿por qué dices, pastora, que me
engaño? 30
Bien sé que me engañé, mas
no es engaño, porque de haber yo visto en este
valle tu extraña perfección, jamás me
quejo; sino de ver que quiso la fortuna dar
a entender a mis cansados ojos 35 que allá
vendría el remedio tras los días.
Y son pasados años,
meses, días, sobre esta confianza y claro
engaño, cansados de llorar mis tristes
ojos, cansado de escucharme el soto, el
valle, 40 y
al cabo, me responde la fortuna burlándose del
mal de que me quejo.
Mas, ¡oh triste pastor!
¿De qué me quejo si no es de no acabarse ya mis
días? ¿Por dicha era mi esclava la
fortuna?
45 ¿Halo ella de pagar, si yo me
engaño? ¿No anduve libre, exento en este
valle? ¿Quién me mandaba a mí alzar los ojos?
Mas, ¿quién podrá
también domar sus ojos, o cómo viviré si no me
quejo 50 del
mal que amor me hizo en este valle? ¡Mal haya
un mal que dura tantos días! Mas no podrá
tardar, si no me engaño, que muerte no dé fin a
mi fortuna.
Venir suele
bonanza tras fortuna,
55 mas nunca la verán jamás mis
ojos, ni aun yo pienso caer en este
engaño, bien basta ya el primero de quien
quejo, y quejaré, pastora, cuantos
días durare la memoria de este valle. 60
Si el mismo día, pastora,
que en el valle dio causa que te viese mi
fortuna llegara el fin de mis cansados
días, o al menos viera esquivos esos
ojos, cesara la razón con que me quejo, 65 y no pudiera yo
llamarme a engaño.
Mas
tú, determinando hacerme engaño cuando me viste
luego en este valle, mostrábaste benigna. ¡Ved
si quejo contra razón, de amor y de
fortuna!
70 Después no sé por qué vuelves tus
ojos; cansarte deben ya mis tristes días.
Canción, de amor y de
fortuna quejo, y pues duró un engaño tantos
días, regad ojos, regad el soto, el valle. 75
|
Esto cantó el pastor con
muchas lágrimas, y la pastora lo oyó con grande
contentamiento de ver la gracia con que tañía y
cantaba; mas el pastor, después que dio fin a su
canción, soltando el rabel de las manos, dijo
contra la pastora:
-¿Estás contenta, Amarílida?
¡Que por solo tu contentamiento me hagas hacer
cosa que tan fuera del mío es! ¡Plega a Dios, oh
Alfeo, la fortuna te traiga al punto a que yo por
tu causa he venido, para que sientas el cargo en
que te soy y por el mal que me hiciste! ¡Oh
Belisa! ¿Quién hay en el mundo que más te deba que
yo? Dios me traiga a tiempo que mis ojos gocen de
ver tu hermosura y los tuyos vean si soy en
conocimiento de lo que les debo.
Esto decía el pastor con
tantas lágrimas que no hubiera corazón por duro
que fuera, que no se ablandara; oyéndole la
pastora le dijo:
-Pues que ya, Arsileo, me
has contado el principio de tus amores y cómo
Arsenio tu padre fue la principal causa de que tú
quisieses bien a Belisa, porque sirviéndola él, se
aprovechaba de tus cartas y canciones, y aun de tu
música, cosa que él pudiera muy bien excusar, te
ruego me cuentes cómo la perdiste.
-Cosa es esa -le respondió
el pastor- que yo querría pocas veces contar, mas
ya que es tu condición mandarme hacer y decir
aquello en que más pena recibo, escucha que en
breves palabras te lo diré. Había en mi lugar un
hombre llamado Alfeo, que entre nosotros tuvo
siempre fama de grandísimo nigromante, el cual
quería bien a Belisa, primero que mi padre la
comenzase a servir. Y ella no tan solamente no
podía verle, mas aun si le hablaban en él, no
había cosa que más pena le diese. Pues como este
supiese un concierto que entre mí y Belisa había
de irle a hablar desde encima de un moral que en
una huerta suya estaba, el diabólico Alfeo hizo a
dos espíritus que tomase el uno la forma de mi
padre Arsenio y el otro la mía; y que fuese el que
tomó mi forma al concierto, y el que tomó la de mi
padre viniese allí, y le tirase con una ballesta,
fingiendo que era otro y que viniese él luego,
como que lo había conocido, y se matase de pena de
haber muerto a su hijo, a fin de que la pastora
Belisa se diese la muerte viendo muerto a mi padre
y a mí; o a lo menos hiciese lo que hizo. Esto
hacía el traidor de Alfeo por lo mucho que le
pesaba de saber lo que Belisa me quería y lo poco
que se daba por él. Pues como esto así fuese
hecho, y a Belisa le pareciese que mi padre y yo
fuésemos muertos de la forma que he contado,
desesperada se salió de casa, y se fue donde hasta
ahora no se ha sabido de ella. Esto me contó la
pastora Armida; y yo verdaderamente lo creo, por
lo que después acá ha sucedido.
Felismena, que entendió lo
que el pastor había dicho, quedó en extremo
maravillada, pareciéndole que lo que decía llevaba
camino de ser así; y por las señales que en él
vio, vino en conocimiento de ser aquel Arsileo,
servidor de Belisa, al cual ella tenía por muerto,
y dijo entre sí:
-No sería razón que la
fortuna diese contento ninguno a la persona, que
lo negase a un pastor que tan bien lo merece y lo
ha menester. A lo menos no partiré yo de este
lugar, sin dársele tan grande como lo recibirá con
las nuevas de su pastora.
Y llegándose a la puerta de
la choza, dijo contra Amarílida:
-Hermosa pastora, a una sin
ventura que ha perdido el camino y aun la
esperanza de cobrarle, ¿no le daríais licencia
para que pasase la siesta en este vuestro
aposento?
La pastora, cuando la vio,
quedó tan espantada de ver su hermosura y gentil
disposición, que no supo responderle, empero
Arsileo le dijo:
-Por cierto, pastora, no
falta otra cosa para hacer lo que por vos es
pedido, sino la posada ser tal como vos la
merecéis, pero si de esta manera sois servida,
entrá, que no habrá cosa que por serviros no se
haga.
Felismena le respondió:
-Esas palabras, Arsileo,
bien parecen tuyas, mas el contento que yo en paga
de ellas te dejaré, me dé Dios a mí en lo que
tanto ha que deseo.
Y diciendo esto se entró en
la choza, y el pastor y la pastora se levantaron,
haciéndole mucha cortesía y volviéndose a sentar
todos, Arsileo le dijo:
-¿Por ventura, pastora, haos
dicho alguno mi nombre, o habéisme visto en alguna
parte antes de ahora?
Felismena le respondió:
-Arsileo, más sé de ti de lo
que te piensas, aunque estés en traje de pastor,
muy fuera de como yo te vi cuando en la Academia
salmantina estudiabas. Si alguna cosa hay que
comer, mándamela dar porque después te diré una
cosa que tú muchos días ha que deseas saber.
-Eso haré yo de muy buena
gana -dijo Arsileo- porque ningún servicio se os
puede hacer que no quepa en vuestro
merecimiento.
Y descolgando Amarílida y
Arsileo sendos zurrones, dieron de comer a
Felismena de aquello que para sí tenían. Y después
que hubo acabado, deseando Felismena de alegrar a
aquel que con tanta tristeza vivía, le empezó a
hablar de esta manera:
-No hay en la vida, ¡oh
Arsileo!, cosa que en más se deba tener que la
firmeza, y más en corazón de mujer, adonde las
menos veces suele hallarse; mas también hallo otra
cosa, que las más de las veces son los hombres
causa de la poca constancia que con ellos se
tiene. Digo esto por lo mucho que debes a una
pastora que yo conozco, la cual, si ahora supiese
que eres vivo, no creo que habría cosa en la vida
que mayor contento le diese.
Y entonces le comenzó a
contar por orden todo lo que había pasado, desde
que mató los tres salvajes hasta que vino en casa
de la sabia Felicia. En la cual cuenta Arsileo oyó
nuevas de la cosa que más quería, con todo lo que
con ella habían pasado las ninfas al tiempo que la
hallaron durmiendo en la isleta del estanque, como
atrás habéis oído, y lo que sintió de saber que la
fe que su pastora le tenía jamás su corazón había
desamparado, y el lugar cierto donde la había de
hallar, fue su contentamiento tan fuera de medida,
que estuvo en poco de ponerle a peligro la vida. Y
dijo contra Felismena:
-¿Qué palabras bastarían,
hermosa pastora, para encarecer la gran merced que
de vos he recibido, o qué obra para podérosla
servir? ¡Plega a Dios que el contentamiento que
vos me habéis dado, os dé él en todas las cosas
que vuestro corazón deseare! ¡Oh mi señora Belisa!
¿Que es posible que tan presto he yo de ver
aquellos ojos que tan gran poder en mí tuvieron?
¿Y que después de tantos trabajos me había de
suceder tan soberano descanso?
Y diciendo esto con muchas
lágrimas, tomaba las manos a Felismena y se las
besaba. Y la pastora Amarílida hacía lo mismo
diciendo:
-Verdaderamente, hermosa
pastora, vos habéis alegrado un corazón, el más
triste que yo he pensado ver y el que menos
merecía estarlo. Seis meses ha que Arsileo vive en
esta cabaña la más triste vida que nadie puede
pensar. Y unas pastoras que por estos prados
repastan sus ganados de cuya compañía yo soy,
algunas veces le entrábamos a ver y a consolar, si
su mal sufriera consuelo.
Felismena le respondió:
-No es el mal de que está
doliente de manera que pueda recibir consuelo de
otro, sino es de la causa de él o de quien le dé
las nuevas que yo ahora le he dado.
-Tan buenas son para mí,
hermosa pastora -le dijo Arsileo- que me han
renovado un corazón envejecido en pesares.
A Felismena se le enterneció
el corazón tanto de ver las palabras que el pastor
decía, y de las lágrimas que de contento lloraba,
cuanto con las suyas dio testimonio. Y de esta
manera estuvieron allí toda la tarde hasta que la
siesta fue toda pasada, que, despidiéndose Arsileo
de las dos pastoras, se partió con mucho contento
para el templo de Diana, por donde Felismena le
había guiado.
Silvano y Selvagia, con
aquel contento que suelen tener los que gozan
después de larga ausencia de la vista de sus
amores, caminaban hacia el deleitoso prado donde
sus ganados andaban paciendo, en compañía del
pastor Sireno, el cual aunque iba ajeno del
contentamiento que en ellos veía, también lo iba
de la pena que la falta de él suele causar, porque
ni él pensaba en querer bien, ni se le daba nada
en no ser querido. Silvano le decía:
-Todas las veces que te
miro, amigo Sireno, me parece que ya no eres el
que solías, mas antes creo que te has mudado,
juntamente con los pensamientos. Por una parte
casi tengo piedad de ti, y por otra no me pesa de
verte tan descuidado de las desventuras de
amor.
-¿Por qué parte -dijo
Sireno- tienes de mí mancilla?
Silvano le respondió:
-Porque me parece que estar
un hombre sin querer ni ser querido es el más
enfadoso estado que puede ser en la vida.
-No ha muchos días -dijo
Sireno- que tú entendías eso muy al revés; plega a
Dios que en este mal estado me sustente a mí la
fortuna, y a ti en el contento que recibes con la
vista de Selvagia, que puesto caso que se te pueda
haber envidia de amar y ser amado de tan hermosa
pastora, yo te aseguro que la fortuna no se
descuide de templaros el contento que recibís con
vuestros amores.
Selvagia dijo entonces:
-No será tanto el mal que
ella con sus desvariados sucesos nos puede hacer,
cuanto es el bien de verme tan bien empleada.
Sireno le respondió:
-¡Ah Selvagia!, que yo me he
visto tan bien querido cuanto nadie puede verse y
tan sin pensamiento de ver fin a mis amores, como
vosotros lo estáis ahora. Mas nadie haga cuenta
sin la fortuna, ni fundamento sin considerar las
mudanzas de los tiempos. Mucho debo a la sabia
Felicia; Dios se lo pague, que nunca yo pensé
poder contar mi mal en tiempo que tan poco lo
sintiese.
-En mayor deuda le soy yo
-dijo Selvagia-, pues fue causa que quisiese bien
a quien yo jamás dejé de ver delante mis ojos.
Silvano dijo, volviendo los
suyos hacia ella:
-Esa deuda, esperanza mía,
yo soy el que con más razón la debía pagar, a ser
cosa que con la vida pagar se pudiera.
-Esa os dé Dios, mi bien
-dijo Selvagia-, porque sin ella la mía sería muy
excusada.
Sireno, viendo las amorosas
palabras que se decían, medio riendo les dijo:
-No me parece mal que cada
uno se sepa pagar tan bien que ni quiera quedar en
deuda ni que le deban, y aun lo que me parece es
que según las palabras que uno a otro os decís,
sin yo ser el tercero, sabríais tratar vuestros
amores.
En estas y otras razones
pasaban los nuevos enamorados y el descuidado
Sireno el trabajo de su camino, al cual dieron fin
al tiempo que el sol se quería poner, y antes que
llegasen a la fuente de los alisos, oyeron una voz
de una pastora que dulcemente cantaba; la cual fue
luego conocida, porque Silvano, en oyéndola, les
dijo:
-Sin duda es Diana la que
junto a la fuente de los alisos canta.
Selvagia respondió:
-Verdaderamente aquella es;
metámonos entre los mirtos que están junto a ella
porque mejor podamos oírla.
Sireno les dijo:
-Sea como vosotros lo
ordenareis, aunque tiempo fue que me diera mayor
contento su música y aun su vista, que no
ahora.
Y entrándose todos tres por
entre los espesos mirtos, ya que el sol se quería
poner, vieron junto a la fuente a la hermosa Diana
con tan grande hermosura que, como si nunca la
hubieran visto, así quedaron admirados: tenía
sueltos sus hermosos cabellos y tomados atrás con
una cinta encarnada que por medio de la cabeza los
repartía, los ojos puestos en el suelo y otras
veces en la clara fuente, y limpiando algunas
lágrimas que de cuando en cuando le corrían,
cantaba este romance:
|
Cuando yo triste
nací, luego nací desdichada; luego los hados
mostraron mi suerte desventurada.
El sol escondió sus
rayos, 5 la
luna quedó eclipsada, murió mi madre en
pariendo, moza hermosa y mal lograda.
El ama que me dio
leche jamás tuvo dicha en nada, 10 ni menos la
tuve yo, soltera ni desposada.
Quise bien y fui
querida, olvidé y fui olvidada, esto causó
un casamiento
15 que a mí me tiene cansada.
Casara yo con la
tierra, no me viera sepultada entre tanta
desventura, que no puede ser contada. 20
Moza me casó mi padre, de
su obediencia forzada, puse a Sireno en
olvido, que la fe me tenía dada.
Pago también mi
descuido
25 cual no fue cosa pagada; celos me
hacen la guerra sin ser en ellos culpada.
Con celos voy al
ganado, con celos a la majada, 30 y con celos me
levanto continuo a la madrugada.
Con celos como a su
mesa y en su cama soy acostada, si le pido
de qué ha celos
35 no sabe responder nada.
Jamás tiene el rostro
alegre, siempre la cara inclinada, los ojos
por los rincones, la habla triste y
turbada. 40
¿Cómo vivirá la
triste que se ve tan mal casada?
|
A tiempo pudiera tomar a
Sireno el triste canto de Diana con las lágrimas
que derramaba cantando, y la tristeza de que su
rostro daba testimonio, que al pastor pusieran en
riesgo de perder la vida, sin ser nadie parte para
remediarle; mas como ya su corazón estaba libre de
tan peligrosa prisión, ningún contento recibió con
la vista de Diana, ni pena con sus tristes
lamentaciones. Pues el pastor Silvano no tenía, a
su parecer, por qué pesarle de ningún mal que a
Diana sucediese, visto cómo ella jamás se había
dolido de lo que a su causa había pasado. Sola
Selvagia le ayudó con lágrimas, temerosa de su
fortuna. Y dijo contra Sireno:
-Ninguna perfección ni
hermosura puede dar la naturaleza que con Diana
largamente no la haya repartido, porque su
hermosura no creo yo que tiene par, su gracia, su
discreción, con todas las otras partes que una
pastora debe tener. Nadie le hace ventaja, sola
una cosa le faltó de que yo siempre le hube miedo,
y esto es la ventura, pues no quiso darle compañía
con que pudiese pasar la vida con el descanso que
ella merece.
Sireno respondió:
-Quien a tantos le ha
quitado, justa cosa es que no le tenga. Y no digo
esto porque no me pese del mal de esta pastora,
sino por la grandísima causa que tengo de
deseársele.
-No digas eso -dijo
Selvagia- que yo no puedo creer que Diana te haya
ofendido en cosa alguna. ¿Qué ofensa te hizo ella
en casarse, siendo cosa que estaba en la voluntad
de su padre y deudos, más que en la suya? Y
después de casada, ¿qué pudo hacer por lo que
tocaba a su honra, sino olvidarte? Cierto, Sireno,
para quejarte de Diana, más legítimas causas había
de haber que las que hasta ahora hemos visto.
Silvano dijo:
-Por cierto, Sireno,
Selvagia tiene tanta razón en lo que dice que
nadie con ella se lo puede contradecir. Y si
alguno con causa se puede quejar de su ingratitud,
yo soy, pues la quise todo lo que se puede querer;
y tuvo tan mal conocimiento como fue el
tratamiento que viste que siempre me hacía.
Selvagia respondió, poniendo
en él unos amorosos ojos, y dijo:
-Pues no erais vos, mi
pastor, para ser mal tratado que ninguna pastora
hay en el mundo que no gane mucho en que vos la
queráis.
A este tiempo, Diana sintió
que cerca de ella hablaban, porque los pastores se
habían descuidado algo de hablar de manera que
ella no les oyese; y levantándose en pie, miró
entre los mirtos, y conoció los pastores y pastora
que entre ellos estaba asentada, los cuales,
viendo que habían sido vistos, se vinieron a ella,
y la recibieron con mucha cortesía. Y ella a
ellos, con muy gran comedimiento, preguntándoles
adónde habían estado. A lo cual ellos respondieron
con otras palabras y otros movimientos de rostro
de lo que le respondían a lo que ella solía
preguntarles, cosa tan nueva para Diana que,
puesto caso que los amores de ninguno de ellos le
diesen pena, en fin le pesó de verlos tan otros de
lo que solían, y más cuando entendió en los ojos
de Silvano el contentamiento que los de Selvagia
le daban. Y porque era ya hora de recogerse y el
ganado tomaba su acostumbrado camino hacia la
aldea, ellos se fueron tras él, y la hermosa Diana
dijo contra Sireno:
-Muchos días ha, pastor, que
por este valle no te he visto.
-Más ha -dijo Sireno- que a
mí me iba la vida que no me viese quien tan mala
me la ha dado; mas en fin no da poco contento
hablar en la fortuna pasada el que ya se halla en
seguro puerto.
-¿En seguro te parece -dijo
Diana- el estado en que ahora vives?
-No debe ser muy peligroso
-dijo Sireno-, pues yo oso hablar delante de ti de
esta manera.
Diana respondió:
-Nunca yo me acuerdo verte
por mí tan perdido que tu lengua no tuviese la
libertad que ahora tiene.
Sireno le respondió:
-Tan discreta eres en
imaginar eso, como en todas las otras cosas.
-¿Por qué causa? -dijo
Diana.
-Porque no hay otro remedio
-dijo Sireno- para que tú no sientas lo que
perdiste en mí, sino pensar que no te quería yo
tanto que mi lengua dejase de tener la libertad
que dices. Mas con todo eso, plega a Dios, hermosa
Diana, que siempre te dé tanto contento cuanto en
algún tiempo me quitaste, que puesto caso que ya
nuestros amores sean pasados, las reliquias que en
el alma me han quedado bastan para desearte yo
todo el contentamiento posible.
Cada palabra de estas para
Diana era arrojarle una lanza, que Dios sabe si
quisiera ella más ir oyendo quejas, que creyendo
libertades, y aunque respondía a todas las cosas
que los pastores le decían con un cierto descuido,
y se aprovechaba de toda su discreción para no
darles a entender que le pesaba de verlos tan
libres, todavía se entendía muy bien el
descontento que sus palabras le daban. Y hablando
en estas y otras cosas, llegaron a la aldea, a
tiempo que de todo punto el sol había escondido
sus rayos y, despidiéndose unos de otros, se
fueron a sus posadas.
Pues volviendo a Arsileo, el
cual con grandísimo contentamiento y deseo de ver
su pastora, caminaba hacia el bosque donde el
templo de la diosa Diana estaba, llegó junto a un
arroyo que cerca del suntuoso templo por entre
unos verdes alisos corría, a la sombra de los
cuales se asentó, esperando que viniese por allí
alguna persona con quien hiciese saber a Belisa de
su venida, porque le parecía peligroso darle algún
sobresalto, teniéndolo ella por muerto. Por otra
parte, el ardiente deseo que tenía de verla no le
daba lugar a ningún reposo. Estando el pastor
consultando consigo mismo el consejo que tomaría,
vio venir hacia sí una ninfa de admirable
hermosura, con un arco en la mano y una aljaba al
cuello, mirando a una y a otra parte si veía
alguna caza en que emplear una aguda saeta que en
el arco traía puesta. Y cuando vio al pastor, se
fue derecha a él, y él se levantó y le hizo el
acatamiento que a tan hermosa ninfa debía hacerse.
Y de la misma manera fue de ella recibido porque
esta era la hermosa Polidora, una de las tres que
Felismena y los pastores libraron de poder de los
salvajes, y muy aficionada a la pastora
Belisa.
Pues volviéndose ambos a
sentar sobre la verde hierba, Polidora le preguntó
de qué tierra era y la causa de su venida. A lo
cual Arsileo respondió:
-Hermosa ninfa, la tierra
donde yo nací me ha tratado de manera que parece
que me hago agravio en llamarla mía, aunque por
otra parte le debo más de lo que yo sabría
encarecer. Y para que yo te diga la causa que tuvo
la fortuna de traerme a este lugar, sería menester
que primero me dijeses si eres de la compañía de
la sabia Felicia, en cuya casa me dicen que está
la hermosa pastora Belisa, causa de mi destierro y
de toda la tristeza que la ausencia me ha hecho
sufrir.
Polidora le respondió:
-De la compañía de la sabia
Felicia soy, y la mayor amiga de esa pastora que
has nombrado que ella en la vida puede tener. Y
para que también me tengas en la misma posesión,
si aprovechase algo, te aconsejaría que siendo
posible olvidarla, que lo hicieses, porque tan
imposible es el remedio de tu mal como del que
ella padece, pues la dura tierra come ya aquel de
quien con tanta razón lo esperaba.
Arsileo le respondió:
-¿Será por ventura ese que
dices que la tierra come su servidor Arsileo?
-Sí, por cierto -dijo
Polidora- ese mismo es el que ella quiso más que a
sí y el que con más razón podemos llamar
desdichado después de ti, pues tienes puesto el
pensamiento en lugar donde el remedio es
imposible, que puesto caso que jamás fui
enamorada, yo tengo por averiguado que no es tan
grande mal la muerte, como el que debe padecer la
persona que ama a quien tiene la voluntad empleada
en otra parte.
Arsileo le respondió:
-Bien creo, hermosa ninfa,
que según la constancia y bondad de Belisa no será
parte la muerte de Arsileo para que ella ponga el
pensamiento en otra cosa, y que no habría nadie en
el mundo que de su pensamiento le quitase. Y en
ser esto así consiste toda mi bienaventuranza.
-¿Cómo, pastor -le dijo
Polidora- queriéndola tú de la manera que dices,
está tu felicidad en que ella tenga en otra parte
tan firme el pensamiento? Esa es la más nueva
manera de amor que yo hasta ahora he oído.
Arsileo le respondió:
-Para que no te maravilles,
hermosa ninfa, de mis palabras ni de mi suerte del
amor que a mi señora Belisa tengo, está un poco
atenta y contarte he lo que tú jamás pensaste oír,
aunque el principio de ello te debe haber contado
esa tu amiga y señora de mi corazón.
Y luego le contó desde el
principio de sus amores hasta el engaño de Alfeo
con los encantamientos que hizo, y todo lo demás
que de estos amores hasta entonces había sucedido
de la manera que atrás le he contado, lo cual
contaba el pastor, ahora con lágrimas causadas de
traer a la memoria sus desventuras pasadas, ahora
con suspiros que del alma le salían, imaginando lo
que en aquellos pasos su señora Belisa podía
sentir. Y con las palabras y movimientos del
rostro daba tan grande espíritu a lo que decía,
que a la ninfa Polidora puso en grande admiración;
mas cuando entendió que aquel era verdaderamente
Arsileo, el contento que de esto recibió no se
atrevía darlo a entender con palabras ni aun le
parecía que podría hacer más que sentirlo. ¡Ved
qué se podía esperar de la desconsolada Belisa
cuando lo supiese! Pues poniendo los ojos en
Arsileo, no sin lágrimas de grandísimo
contentamiento, le dijo:
-Quisiera yo, Arsileo, tener
tu discreción y claridad de ingenio para darte a
entender lo que siento del alegre suceso que a mi
Belisa le ha solicitado la fortuna, porque de otra
manera sería excusado pensar yo que tan bajo
ingenio como el mío, podría darlo a entender.
Siempre yo tuve creído que en algún tiempo la
tristeza de mi Belisa se había de volver en
grandísima alegría, porque su hermosura y
discreción, juntamente con la grandísima fe que
siempre te ha tenido, no merecía menos. Mas por
otra parte, tuve temor que la fortuna no tuviese
cuenta con darle lo que yo tanto le deseaba,
porque su condición es lo más de las veces traer
los sucesos muy al revés del deseo de los que
quieren bien. ¡Dichoso te puedes llamar, Arsileo,
pues mereciste ser querido en la vida, de manera
que en la muerte no pudieses ser olvidado! Y
porque no se sufre dilatar mucho tan gran
contentamiento a un corazón que tan necesitado de
él está, dame licencia para que yo vaya a dar tan
buenas nuevas a tu pastora como son las de tu vida
y su desengaño. Y no te vayas de este lugar hasta
que yo vuelva con la persona que tú más deseas
ver, y con más razón te lo merece.
Arsileo le respondió:
-Hermosa ninfa, de tan gran
discreción y hermosura como la tuya no se puede
esperar sino todo el contento del mundo. Y pues
tanto deseas dármele, haz en ello tu voluntad, que
por ella me pienso regir, así en esto como en lo
demás que sucediere.
Y despidiéndose uno de otro,
Polidora se partió a dar la nueva a Belisa, y
Arsileo la quedó esperando a la sombra de aquellos
alisos, el cual por entretener el tiempo en algo,
como suelen hacer las personas que esperan alguna
cosa que gran contento les dé, sacó su rabel y
comenzó a cantar de esta
manera:
|
Ya dan vuelta el amor y la
fortuna, y una esperanza muerta o
desmayada la esfuerza cada uno, y la asegura.
Ya dejan infortunios la
posada de un corazón en fuego consumido, 5 y una alegría
viene no pensada.
Ya quita el alma el luto y
el sentido; la posada apareja a la
alegría, poniendo en el pesar eterno olvido.
Cualquiera mal de aquellos
que solía
10 pasar cuando reinaba mi
tormento, y en un fuego de ausencia me
encendía,
a todos da fortuna tal
descuento que no fue tanto el mal del mal
pasado, cuanto es el bien del bien que ahora
siento. 15
Volved mi corazón
sobresaltado de mil desasosiegos, mil
enojos; sabed gozar siquiera un buen estado.
Dejad vuestro llorar,
cansados ojos, que presto gozaréis de ver
aquella
20 por quien gozó el amor de mis
despojos.
Sentidos que buscáis mi
clara estrella, enviando acá y allá los
pensamientos, a ver lo que sentís delante de
ella.
Afuera soledad y los
tormentos
25 sentidos a su causa, y dejen de
esto mis fatigados miembros muy exentos.
¡Oh tiempo, no te pares,
pasa presto!, ¡fortuna, no le estorbes su
venida!, ¡ay Dios, que aún me quedó por pasar
esto! 30
Ven, mi pastora dulce, que
la vida que tú pensaste que era ya
acabada, está para servirte apercibida.
¿No vienes, mi pastora
deseada? ¡Ay Dios! ¡Si la ha topado o se ha
perdido 35 en
esta selva, de árboles poblada!
¡Oh si esta ninfa que de
aquí se ha ido, quizá que se olvidó de ir a
buscarla ! Mas no, tal voluntad no sufre
olvido.
Tú sola eres, pastora,
adonde halla
40 mi alma su descanso y su
alegría. ¿Por qué no vienes presto a
asegurarla?
¿No ves cómo se va pasando
el día? Y si se pasa acaso sin yo verte, yo
volveré al tormento que solía, 45 y tú, de veras,
llorarás mi muerte.
|
Cuando Polidora se partió de
Arsileo, no muy lejos de allí topó a la pastora
Belisa, que en compañía de las dos ninfas Cintia y
Dórida, se andaban recreando por el espeso bosque;
y como ellas la viesen venir con grande prisa, no
dejaron de alborotarse, pareciéndoles que venía
huyendo de alguna cosa de que ellas también les
cumpliese huir. Ya que hubo llegado un poco más
cerca, la alegría que en su hermoso rostro vieron
las aseguró; y, llegando a ellas, se fue derecho a
la pastora Belisa y, abrazándola, con grandísimo
gozo y contentamiento, le dijo:
-Este abrazo, hermosa
pastora, si vos supieseis de qué parte viene, con
mayor contento le recibiríais del que ahora
tenéis.
Belisa le respondió:
-De ninguna parte, hermosa
ninfa, él puede venir que yo en tanto le tenga
como es de la vuestra, que la parte de que yo lo
pudiera tener en más, ya no es en el mundo; ni aun
yo debería querer vivir, faltándome todo el
contento que la vida me podía dar.
-Esa vida espero yo en Dios
-dijo Polidora- que vos de aquí adelante tendréis
con más alegría de la que podéis pensar; y
sentémonos a la sombra de este verde aliso, que
grandes cosas traigo que deciros.
Belisa y las ninfas se
asentaron, tomando en medio a Polidora, la cual
dijo a Belisa:
-Dime, hermosa pastora,
¿tienes tú por cierta la muerte de Arsenio y
Arsileo?
Belisa le respondió sin
poder tener las lágrimas:
-Téngola por tan cierta como
quien con sus mismos ojos vio al uno atravesado
con una saeta, y al otro matarse con su misma
espada.
-¿Y qué dirías -dijo
Polidora- a quien te dijese que esos dos que tú
viste muertos son vivos y sanos como tú lo
eres?
-Respondería yo a quien eso
me dijese -dijo Belisa- que tendría deseo de
renovar mis lágrimas trayéndomelos a la memoria, o
que gustaba de burlarse de mis trabajos.
-Bien segura estoy -dijo
Polidora- que tú eso pienses de mí, pues sabes que
me han dolido más que a ninguna persona que tú los
hayas contado. Mas, dime: ¿quién es un pastor de
tu tierra que se llama Alfeo?
Belisa respondió:
-El mayor hechicero y
encantador que hay en nuestra Europa; y aun algún
tiempo se preciaba él de servirme. Es hombre,
hermosa ninfa, que todo su trato y conversación es
con los demonios, a los cuales él hace tomar la
forma que quiere. De tal manera que muchas veces
pensáis que con una persona a quien conocéis
estáis hablando, y vos habláis con el demonio a
quien él hace tomar aquella figura.
-Pues has de saber, hermosa
pastora -dijo Polidora- que ese mismo Alfeo, con
sus hechicerías, ha dado causa al engaño en que
hasta ahora has vivido y a las infinitas lágrimas
que por esta causa has llorado, porque, sabiendo
él que Arsileo te había de hablar aquella noche
que entre vosotros estaba concertado, hizo que dos
espíritus tomasen las figuras de Arsileo y su
padre; y queriéndote Arsileo hablar, pasase
delante de ti lo que viste, porque pareciéndote
que eran muertos, desesperases o a lo menos
hicieses lo que hiciste.
Cuando Belisa oyó lo que la
hermosa Polidora le había dicho, quedó tan fuera
de sí que por un rato no supo responderle, pero
volviendo en sí le dijo:
-Grandes cosas, hermosa
ninfa, me has contado, si mi tristeza no me
estorbase creerlas. Por lo que dices que me
quieres, te suplico que me digas de quién has
sabido que los dos que yo vi delante de mis ojos
muertos no eran Arsenio y Arsileo.
-¿De quién? -dijo Polidora-.
Del mismo Arsileo.
-¿Cómo Arsileo? -respondió
Belisa-. ¿Que es posible que el mi Arsileo está
vivo y en parte que te lo pudiese contar?
-Yo te diré cuán posible es
-dijo Polidora-, que si vienes conmigo antes que
lleguemos a aquellas tres hayas que delante de los
ojos tienes, te lo mostraré.
-¡Ay, Dios! -dijo Belisa-.
¿Qué es esto que oigo? ¿Que es verdad que está
allí todo mi bien? Pues ¿qué haces, hermosa ninfa,
que no me llevas a verle? No cumples con el amor
que dices que siempre me has tenido.
Esto decía la hermosa
pastora con una mal segura alegría y con una
dudosa esperanza de lo que tanto deseaba; mas
levantándose Polidora y tomándola por la mano,
juntamente con las ninfas Cintia y Dórida, que de
placer no cabían en ver el buen suceso de Belisa,
se fueron hacia el arroyo donde Arsileo estaba. Y
antes que allá llegasen, un templado aire que de
la parte de donde estaba Arsileo venía, les hirió
con la dulce voz del enamorado pastor en los
oídos, el cual, aun a este tiempo, no había dejado
la música, mas antes comenzó de nuevo a cantar
este mote antiguo con la glosa que él mismo allí a
su propósito hizo:
|
Ven, ventura, ven y tura G L O
S A
¡Qué tiempos, qué
movimientos, qué caminos tan extraños, qué
engaños, qué desengaños, qué grandes
contentamientos nacieron de tantos daños! 5
Todo lo sufre una fe y un
buen amor lo asegura y pues que mi
desventura ya de enfadada se fue ven,
ventura, ven y tura.
10
Sueles, ventura,
moverte con ligero movimiento, y si en darme
este contento no imaginas tener suerte, más
me vale mi tormento.
15
Que si te vas, al
partir falta el seso y la cordura, mas si
para estar segura te determinas venir, ven,
ventura, ven y tura.
20
Si es en vano mi
venida, si acaso vivo engañado, que todo
teme un cuitado, ¿no fuera perder la
vida consejo más acertado? 25
¡Oh temor! Eres
extraño; siempre el mal se te figura, mas ya
que en tal hermosura no puede caber
engaño, ven, ventura, ven y tura.
30
|
Cuando Belisa oyó la música
de su Arsileo, tan gran alegría llegó a su corazón
que sería imposible saberlo decir, y acabando de
todo punto de dejar la tristeza que el alma le
tenía ocupada, de adonde procedía su hermoso
rostro, no mostrar aquella hermosura de que la
naturaleza tanta parte le había dado, ni aquel
aire y gracia, causa principal de los suspiros del
su Arsileo, dijo con una tan nueva gracia y
hermosura que las ninfas dejó admiradas:
-¡Esta, sin duda, es la voz
del mi Arsileo! Si es verdad que no me engaño en
llamarle mío...
Cuando el pastor vio delante
de sus ojos la causa de todos sus males pasados,
fue tan grande el contentamiento que recibió que
los sentidos, no siendo parte para comprenderle en
aquel punto, se le turbaron, de manera que por
entonces no pudo hablar. Las ninfas, sintiendo lo
que en Arsileo había causado la vista de la
pastora, se llegaron a él a tiempo que,
suspendiendo el pastor por un poco lo que el
contentamiento presente le causaba, con muchas
lágrimas decía:
-¡Oh pastora Belisa, con qué
palabras podré yo encarecer la satisfacción que la
fortuna me ha hecho de tantos y tan desusados
trabajos, como a causa tuya he pasado! ¡Oh quién
me dará un corazón nuevo y no tan hecho a pesares
como el mío para recibir un gozo tan extremado
como el que tu vista me causa! ¡Oh fortuna, ni yo
tengo más que te pedir, ni tú tienes más que
darme! Sola una cosa te pido, ya que tienes por
costumbre no dar a nadie ningún contento extremado
sin darle algún disgusto en cuenta de él: que con
pequeña tristeza y de cosa que duela poco me sea
templada la gran fuerza de la alegría que en este
día me diste. ¡Oh hermosas ninfas! ¿En cúyo poder
había de estar tan gran tesoro sino en el vuestro?
¿O adónde pudiera él estar mejor empleado?
Alégrense vuestros corazones con el gran
contentamiento que el mío recibe, que si algún
tiempo quisisteis bien, no os parecerá demasiado.
¡Oh hermosa pastora! ¿Por qué no me hablas? ¿Hate
pesado por ventura de ver al tu Arsileo? ¿Ha
turbado tu lengua el pesar de haberlo visto o el
contentamiento de verle? Respóndeme, porque no
sufre lo que te quiero estar yo dudoso de cosa
tuya.
La pastora entonces le
respondió:
-Muy poco sería el contento
de verte, ¡oh Arsileo!, si yo con palabras pudiese
decirlo. Conténtate con saber el extremo en que tu
fingida muerte me puso, y por él verás la gran
alegría en que tu vida me pone.
Y viniéndole a la pastora,
al postrero punto de estas palabras, las lágrimas
a los ojos, calló lo más que decir quisiera; a las
cuales las ninfas, enternecidas de las blandas
palabras que los dos amantes se debían, les
ayudaron. Y porque la noche se les acercaba, se
fueron todos juntos hacia la casa de Felicia,
contándose uno a otro lo que hasta allí habían
pasado. Y Belisa preguntó a Arsileo por su padre
Arsenio; y él respondió que en sabiendo que ella
era desaparecida se había recogido en una heredad
suya, que está en el camino adonde vivía, con toda
la quietud posible, por haber puesto todas las
cosas del mundo en olvido, de que Belisa en
extremo se holgó. Y así llegaron en casa de la
sabia Felicia, donde fueron muy bien recibidos. Y
Belisa le besó muchas veces las manos, diciendo
que ella había sido causa de su buen suceso; y lo
mismo hizo Arsileo, a quien Felicia mostró gran
voluntad de hacer siempre por él lo que en ella
fuese.
Fin del quinto libro de la
Diana
Libro sexto
Después que Arsileo se
partió, quedó Felismena con Amarílida, la pastora
que con él estaba, pidiéndole una a otra cuenta de
sus vidas, cosa muy natural de las que en
semejantes partes se hallan. Y estando Felismena
contando a la pastora la causa de su venida, llegó
a la choza un pastor de muy gentil disposición y
arte, aunque la tristeza parecía que le traía
encubierta gran parte de ella. Cuando Amarílida le
vio, con la mayor presteza que pudo, se levantó
para irse, mas Felismena le trabó de la saya,
sospechando lo que podía ser y le dijo:
-No sería justo, hermosa
pastora, que ese agravio recibiese de ti, quien
tanto deseo tiene de servirte como yo.
Mas como ella porfiase de
irse de allí, el pastor con muchas lágrimas
decía:
-Amarílida, no quiero que
teniendo respecto a lo que me haces sufrir, te
duelas de este desventurado pastor, sino que
tengas cuenta con tu gran valor y hermosura, y con
que no hay cosa en la vida que peor esté a una
pastora de tu cualidad que tratar mal a quien
tanto le quiere. Mira, Amarílida mía, estos
cansados ojos que tantas lágrimas han derramado, y
verás la razón que los tuyos tienen de no
mostrarse airados contra este sin ventura pastor.
¡Ay, que me huyes por no ver la razón que tienes
de aguardarme! Espera, Amarílida, óyeme lo que te
digo y siquiera, no me respondas. ¿Qué te cuesta
oír a quien tanto le ha costado verte?
Y volviéndose a Felismena
con muchas lágrimas le pedía que no le dejase ir;
la cual importunaba con muy blandas palabras a la
pastora que no tratase tan mal a quien mostraba
quererle más que a sí y que le escuchase lo que
quería decirle, pues que en escucharle aventuraba
tan poco. Mas Amarílida respondió:
-Hermosa pastora, no me
mandéis oír a quien da más crédito a sus
pensamientos que a mis palabras. Cata que este que
delante de ti está, es uno de los desconfiados
pastores que se sabe y de los que mayor trabajo
dan a las pastoras que quieren bien.
Filemón dijo contra
Felismena:
-Yo quiero, hermosa pastora,
que seas el juez entre mí y Amarílida y si yo
tengo culpa del enojo que conmigo tiene, quiero
perder la vida. Y si ella la tuviere, no quiero
otra cosa sino que conozca lo que me debe.
-De perder tú la vida -dijo
Amarílida- yo estoy bien segura porque ni a ti te
quieres tanto mal que lo hagas, ni a mí tanto bien
que por mi causa te pongas en esa aventura. Mas yo
quiero que esta hermosa pastora juzgue, vista mi
razón y la tuya, cuál es más digno de culpa entre
los dos.
-Sea así -dijo Felismena- y
sentémonos al pie de esta verde haya junto al
prado florido que delante los ojos tenemos porque
quiero ver la razón que cada uno tiene de quejarse
del otro.
Después que todos se
hubieron sentado sobre la verde hierba, Filemón
comenzó a hablar de esta manera:
-Hermosa pastora, confiado
estoy que si acaso has sido tocada de amores,
conocerás la poca razón que Amarílida tiene de
quejarse de mí y de sentir tan mal de la fe que le
tengo, que venga a imaginar lo que nadie de su
pastor imaginó. Has de saber, hermosa pastora, que
cuando yo nací (y aun ante mucho que naciese), los
hados me destinaron para que amase a esta hermosa
pastora que delante mis tristes y tus hermosos
ojos está; y a esta causa he respondido con el
efecto de tal manera que no creo que hay amor como
el mío, ni ingratitud como la suya. Sucedió, pues,
que, sirviéndola desde mi niñez lo mejor que yo he
sabido, habrá como cinco o seis meses que mi
desventura aportó por aquí a un pastor llamado
Arsileo, el cual buscaba una pastora que se llama
Belisa, que por cierto mal suceso anda por estos
bosques desterrada. Y como fuese tanta su
tristeza, sucedió que esta cruel pastora que aquí
ves, o por mancilla que tuvo de él o por la poca
que tiene de mí, o por lo que ella se sabe, jamás
la he podido apartar de su compañía. Y si acaso le
hablaba en ello parecía que me quería matar,
porque aquellos ojos que allí veis no causan menos
espanto, cuando miran estando airados, que alegría
cuando están serenos. Pues como yo estuviese tan
ocupado el corazón, de grandísimo amor, el alma de
una afición jamás oída, el entendimiento de los
mayores celos que nunca nadie tuvo, quejábame a
Arsileo con suspiros, y a la tierra con amargo
llanto, mostrando la sinrazón que Amarílida me
hacía, hale causado tan grande aborrecimiento
haber yo imaginado cosa contra su honestidad que,
por vengarse de mí ha perseverado en ello hasta
ahora, y no tan solamente hace esto, mas en
viéndome delante sus ojos, se va huyendo como la
medrosa cierva de los hambrientos lebreles. Así
que por lo que debes a ti misma, te pido que
juzgues si es bastante la causa que tiene de
aborrecerme y si mi culpa es tan grave que merezca
por ella ser aborrecido.
Acabado Filemón de dar
cuenta de su mal y de la sinrazón que su Amarílida
le hacía, la pastora Amarílida comenzó a hablar de
esta manera:
-Hermosa pastora, haberme
Filemón, que ahí está, querido bien, o a lo menos
haberlo mostrado, sus servicios han sido tales,
que me sería mal contado decir otra cosa; pero si
yo también he desechado por causa suya el servicio
de otros muchos pastores que por estos valles
repastan sus ganados y zagales a quien naturaleza
no ha dotado de menos gracia que a otros, él mismo
puede decirlo, porque las muchas veces que yo he
sido recuestada y las que he tenido la firmeza que
a su fe debía, no creo que ha sido muy lejos de su
presencia, mas no había de ser esto parte para que
él tuviese tan en poco que imaginase de mí cosa
contra lo que a mí misma soy obligada; porque si
es así y él lo sabe, que a muchos que por mí se
perdían yo he desechado por amor de él, ¿cómo
había yo de desechar a él por otro? O pensaba en
ál o en mis amores. Cien mil veces me ha Filemón
acechado, no perdiendo pisada de las que el pastor
Arsileo y yo dábamos por este hermoso valle, mas
él mismo diga si algún día oyó que Arsileo me
dijese cosa que supiese a amores o yo si le
respondía alguna que lo pareciese. ¿Qué día me vio
hablar Filemón con Arsileo que entendiese de mis
palabras otra cosa que consolarle de tan grave mal
como padecía? Pues si esto había de ser causa que
sospechase mal de su pastora, ¿quién mejor puede
juzgarlo que él mismo? Mira, hermosa ninfa, cuán
entregado estaba a sospechas falsas y dudosas
imaginaciones que jamás mis palabras pudieron
satisfacerle ni acabar con él que dejase de
ausentarse de este valle pensando él que con
ausencia daría fin a mis días, engañose porque
antes me parece que lo dio al contentamiento de
los suyos. Y lo bueno es que aun no se contentaba
Filemón de tener celos de mí, que tan libre
estaba, como tú, hermosa pastora, habrás
entendido, mas aun lo publicaba en todas las
fiestas, bailes, luchas que entre los pastores de
esta sierra se hacían. Y esto ya tú conoces si
venía en mayor daño de mi honra que de su
contentamiento. En fin, él se ausentó de mi
presencia, y pues tomó por medicina de su mal cosa
que más se lo ha acrecentado, no me culpe si me he
sabido mejor aprovechar del remedio de lo que él
ha sabido tomarle. Y pues tú, hermosa pastora, has
visto el contentamiento que yo recibí en que
dijeses al desconsolado Arsileo nuevas de su
pastora, y que yo misma fui la que le importuné
que luego fuese a buscarla, claro está que no
podía haber entre los dos cosa de que pudiésemos
ser tan mal juzgados como este pastor
inconsideradamente nos ha juzgado. Así que esta es
la causa de yo me haber resfriado del amor que a
Filemón tenía, y de no me querer más poner a
peligro de sus falsas sospechas, pues me ha traído
mi buena dicha a tiempo que, sin forzarme a mí
misma, pudiese muy bien hacerlo.
Después que Amarílida hubo
mostrado la poca razón que el pastor había tenido
de dar crédito a sus imaginaciones y la libertad
en que el tiempo le había puesto, cosa muy natural
de corazones exentos, el pastor le respondió de
esta manera:
-No niego yo, Amarílida, que
tu bondad y discreción no basta para disculparte
de cualquiera sospecha, mas ¿quieres tú, por
ventura, hacer novedades en amores y ser inventora
de otros nuevos efectos de los que hasta ahora
hemos visto? ¿Cuándo quiso bien un amador que
cualquiera ocasión de celos, por pequeña que
fuese, no le atormentase el alma, cuanto más
siendo tan grande como la que tú con la larga
conversación y amistad de Arsileo, me ha dado?
¿Piensas tú, Amarílida, que para los celos son
menester certidumbres? Pues engáñaste, que las
sospechas son las principales causas de tenerlos.
Creer yo que querías bien a Arsileo por vía de
amores, no era mucho, pues el publicarlo yo,
tampoco era de manera que tu honra quedase
ofendida; cuanto más que la fuerza de amor era tan
grande que me hacía publicar el mal de que me
temía. Y puesto caso que tu bondad me asegurase
cuando a hurto de mis sospechas la consideraba,
todavía tenía temor de lo que me podía suceder si
la conversación iba delante. Cuanto a lo que dices
que yo me ausenté, no lo hice por darte pena, sino
por ver si en la mía podría haber algún remedio,
no viendo delante mis ojos a quien tan grande me
la daba y también porque mis importunidades no te
la causasen. Pues si en buscar remedio para tan
grave mal, fui contra lo que te debía, ¿qué más
pena que la que tu ausencia me hizo sentir? ¿O qué
más muestra de amor que no ser ella causa de
olvidarte? ¿Y qué mayor señal del poco que conmigo
tenías que haberle tú perdido de todo punto con mi
ausencia? Si dices que jamás quisiste bien a
Arsileo, aun eso me da a mí mayor causa de
quejarme, pues por cosa en que tan poco te iba,
dejabas a quien tanto te deseaba servir. Así que
tanto mayor queja tengo de ti, cuanto menos fue el
amor que a Arsileo has tenido. Estas son,
Amarílida, las razones, y otras muchas que no digo
que en mi favor puedo traer; las cuales no quiero
que me valgan, pues en caso de amores suelen valer
tan poco. Solamente te pido que tu clemencia y la
fe que siempre te he tenido estén, pastora, de mi
parte, porque si esta me falta, ni en mis males
podrá haber fin, ni medio en tu condición.
Y con esto el pastor dio fin
a sus palabras y principio a tantas lágrimas que
bastaron juntamente con los ruegos, y sentencia
que en este caso Felismena dio, para que el duro
corazón de Amarílida se ablandase, y el enamorado
pastor volviese en gracia de su pastora; de lo
cual quedó tan contento como nunca jamás lo
estuvo, y aun Amarílida no poco gozosa de haber
mostrado cuán engañado estaba Filemón en las
sospechas que de ella tenía. Y después de haber
pasado allí aquel día con muy gran contentamiento
de los dos confederados amadores, y con mayor
desasosiego de la hermosa Felismena, ella otro día
por la mañana se partió de ellos, después de muy
grandes abrazos y prometimientos de procurar
siempre la una de saber del buen suceso de la
otra.
Pues Sireno, muy libre del
amor, Selvagia y Silvano, muy más enamorados que
nunca, la hermosa Diana muy descontenta del triste
suceso de su camino, pasaba la vida apacentando su
ganado por la ribera del caudaloso Ezla, adonde
muchas veces, topándose unos a otros, hablaban en
lo que mayor contento les daba. Y estando un día
la discreta Selvagia con el su Silvano junto a la
fuente de los alisos, llegó acaso la pastora
Diana, que venía en busca de un cordero que de la
manada se le había huido, el cual Silvano tenía
atado a un mirto, porque cuando allí llegaron, le
halló bebiendo en la clara fuente y por la marca
conoció ser de la hermosa Diana. Pues siendo, como
digo, llegada y recibida de los dos nuevos amantes
con gran cortesía, se asentó entre la verde
hierba, arrimada a uno de los alisos que la fuente
rodeaban y después de haber hablado en muchas
cosas, le dijo Silvano:
-¿Cómo, hermosa Diana, no
nos preguntas por Sireno?
Diana entonces le
respondió:
-Como no querría tratar de
cosas pasadas por lo mucho que me fatigan las
presentes, tiempo fue que preguntar yo por él le
diera más contento, y aun a mí el hablarle de lo
que a ninguno de los dos nos dará, mas el tiempo
cura infinitas cosas que a la persona le parecen
sin remedio. Y si esto así no entendiese, ya no
habría Diana en el mundo, según los disgustos y
pesadumbre que cada día se me ofrecen.
-No querrá Dios tanto mal al
mundo -respondió Selvagia- que le quite tan grande
hermosura como la tuya.
-Esa no le faltará en cuanto
tú vivieres -dijo Diana-; y adonde está tu gracia
y gentileza muy poco se perdería en mí. Sino
míralo por el tu Silvano que jamás pensé yo que él
me olvidara por otra pastora alguna, y en fin me
ha dado de mano por amor de ti.
Esto decía Diana con una
risa muy graciosa, aunque no se reía de estas
cosas tanto ni tan de gana como ellos pensaban,
que, puesto caso que ella hubiese querido a Sireno
más que a su vida y a Silvano le hubiese
aborrecido, más le pesaba del olvido de Silvano,
por ser a causa de otra, de cuya vista estaba cada
día gozando con gran contentamiento de sus amores,
que del olvido de Sireno, a quien no movía ningún
pensamiento nuevo.
Cuando Silvano oyó lo que
Diana había dicho, le respondió:
-Olvidarte yo, Diana, sería
excusado, porque no es tu hermosura y valor de los
que olvidarse pueden. Verdad es que yo soy de la
mía Selvagia, porque demás de haber en ella muchas
partes que hacerlo me obligan, no tuvo en menos su
suerte por ser amada de aquel a quien tú en tan
poco tuviste.
-Dejemos eso -dijo Diana-
que tú estás muy bien empleado, y yo no lo miré
bien en no quererte como tu amor me lo merecía. Si
algún contento en algún tiempo deseaste darme,
ruégote todo cuanto puedo que tú y la hermosa
Selvagia cantéis alguna canción por entretener la
siesta, que me parece que comienza, de manera que
será forzado pasarla debajo de estos alisos,
gustando del ruido de la clara fuente, el cual no
ayudará poco a la suavidad de vuestro canto.
No se hicieron de rogar los
nuevos amadores, aunque la hermosa Selvagia no
gustó mucho de la plática que Diana con Silvano
había tenido. Mas porque en la canción pensó
satisfacerse, al son de la zampoña que Diana
tañía, comenzaron los dos a cantar de esta
manera: |
Zagal, alegre te veo y tu
fe firme y segura. Cortome amor la ventura a
medida del deseo.
¿Qué
deseaste alcanzar
5 que tal contento te diese? Querer a
quien me quisiese, que no hay más que desear.
Esa gloria en que te
veo, ¿tiénesla por muy segura? 10 No me la ha
dado ventura para burlar al deseo.
Si yo no estuviese
firme, ¿morirías suspirando? De oírlo decir
burlando
15 estoy ya para morirme.
¿Te mudarías, aunque es
feo, viendo mayor hermosura? No, porque
sería locura pedirme más el deseo. 20
|
¿Tiénesme tan grande
amor como en tus palabras siento? Eso a tu
merecimiento lo preguntarás mejor.
Algunas veces lo creo 25 y otras no
estoy muy segura. Solo en eso la
ventura hace ofensa a mi deseo.
Finge que de otra
zagala te enamoras más hermosa. 30 No me mandes
hacer cosa que aun para fingida es mala.
Muy más firmeza te
veo pastor, que a mí hermosura. Y a mí muy
mayor ventura
35 que jamás cupo en deseo.
|
A este tiempo bajaba Sireno
de la aldea a la fuente de los alisos con
grandísimo deseo de topar a Selvagia o a Silvano,
porque ninguna cosa por entonces le daba más
contento que la conversación de los dos nuevos
enamorados. Y pasando por la memoria los amores de
Diana, no dejaba de causarle soledad el tiempo que
la había querido. No porque entonces le diese pena
su amor, mas porque en todo tiempo la memoria de
un buen estado causa soledad al que le ha perdido.
Y antes que llegase a la fuente, en medio del
verde prado, que de mirtos y laureles rodeado
estaba, halló las ovejas de Diana, que solas por
entre los árboles andaban paciendo, so el amparo
de los bravos mastines. Y como el pastor se parase
a mirarlas, imaginando el tiempo en que le habían
dado más en que entender que las suyas propias,
los mastines con gran furia se vinieron a él; mas,
como llegasen, y de ellos fuese conocido, meneando
las colas y bajando los pescuezos, que de agudas
puntas de acero estaban rodeados, se le echaron a
los pies; y otros se empinaban con el mayor
regocijo del mundo. Pues las ovejas no menos
sentimiento hicieron porque la borrega mayor, con
su rústico cencerro, se vino al pastor, y todas
las otras, guiadas por ella o por el conocimiento
de Sireno, le cercaron alrededor, cosa que él no
pudo ver sin lágrimas, acordándosele que en
compañía de la hermosa pastora Diana había
repastado aquel rebaño. Y viendo que en los
animales sobraba el conocimiento que en su señora
había faltado, cosa fue esta que si la fuerza del
agua que la sabia Felicia le había dado no le
hubiera hecho olvidar los amores, quizá no hubiera
cosa en el mundo que le estorbara volver a ellos.
Mas viéndose cercado de las ovejas de Diana y de
los pensamientos que la memoria de ella ante los
ojos le ponía, comenzó a cantar esta canción al
son de su lozano rabel: |
Pasados
contentamientos, ¿qué queréis?; dejadme, no
me canséis.
Memoria,
¿queréis oírme? Los días, las noches
buenas,
5 paguelos con las setenas, no tenéis
más que pedirme; todo se acabó en
partirme, como veis, dejadme, no me
canséis. 10
Campo verde, valle
umbroso donde algún tiempo gocé, ved lo que
después pasé y dejadme en mi reposo; si
estoy con razón medroso
15 ya lo veis, dejadme, no me
canséis.
Vi mudado un
corazón cansado de asegurarme; fue forzado
aprovecharme
20 del tiempo y de la
ocasión; memoria, do no hay pasión, ¿qué
queréis?; dejadme, no me canséis.
Corderos y ovejas
mías, 25 pues
algún tiempo lo fuisteis, las horas ledas o
tristes pasáronse con los días, no hagáis
las alegrías que soléis, 30 pues ya no me
engañaréis.
Si venís
por me turbar, no hay pasión ni habrá
turbarme, si venís por consolarme, ya no hay
mal que consolar,
35 si venís por me matar, bien
podéis; matadme y acabaréis.
|
Después que Sireno hubo
cantado, en la voz fue conocido de la hermosa
Diana y de los dos enamorados, Selvagia y Silvano.
Ellos le dieron voces diciendo que si pensaba
pasar la siesta en el campo, que allí estaba la
sabrosa fuente de los alisos y la hermosa pastora
Diana, que no sería mal entretenimiento para
pasarla. Sireno le respondió que por fuerza había
de esperar todo el día en el campo hasta que fuese
hora de volver con el ganado a su aldea; y
viniéndose a donde el pastor y pastoras estaban,
se sentaron en torno de la clara fuente, como
otras veces solían. Diana, cuya vida era tan
triste cual puede imaginar quien viese una
pastora, la más hermosa y discreta que entonces se
sabía, tan fuera de su gusto casada, siempre
andaba buscando entretenimientos para pasar la
vida hurtando el cuerpo a sus imaginaciones. Pues
estando los dos pastores hablando en algunas cosas
tocantes al pasto de los ganados y al
aprovechamiento de ellos, Diana les rompió el hilo
de su plática diciendo contra Silvano:
-Buena cosa es, pastor, que
estando delante de la hermosa Selvagia trates de
otra cosa sino de encarecer su hermosura y el gran
amor que te tiene. Deja el campo y los corderos,
los malos o buenos sucesos del tiempo y fortuna, y
goza, pastor, de la buena que has tenido en ser
amado de tan hermosa pastora, que a donde el
contentamiento del espíritu es razón que sea tan
grande, poco al caso hacen los bienes de
fortuna.
Silvano entonces le
respondió:
-Lo mucho que yo, Diana, te
debo, nadie lo sabría encarecer como ello es, sino
quien hubiese entendido la razón que tengo de
conocer esta deuda, pues no tan solo me enseñaste
a querer bien, mas aun ahora me guías, y muestras
a usar del contentamiento que mis amores me dan.
Infinita es la razón que tienes de mandarme que no
trate de otra cosa, estando mi señora delante,
sino del contento que su vista me causa, y así
prometo de hacerlo, en cuanto el alma no se
despidiere de estos cansados miembros. Mas de una
cosa estoy espantado y es de ver cómo el tu Sireno
vuelve a otra parte los ojos cuando hablas, parece
que no le agradan tus palabras ni se satisface de
lo que respondes.
-No le pongas culpa -dijo
Diana- que hombres descuidados y enemigos de lo
que a sí mismos deben, eso y más harán.
-¿Enemigo de lo que a mí
mismo debo? -respondió Sireno-. Si yo jamás lo
fui, la muerte me dé la pena de mi yerro. ¡Buena
manera es esa de disculparte!
-¿Disculparme yo, Sireno? -
dijo Diana-. Si la primera culpa contra ti no
tengo por cometer, jamás me vea con más contento
que el que ahora tengo. ¡Bueno es que me pongas tú
culpa por haberme casado, teniendo padres!
-Más bueno es -dijo Sireno-
que te casases teniendo amor.
-¿Y qué parte -dijo Diana-
era el amor, adonde estaba la obediencia que a los
padres se debía?
-¿Mas qué parte -respondió
Sireno- eran los padres, la obediencia, los
tiempos ni los malos o favorables sucesos de la
fortuna para sobrepujar un amor tan verdadero como
antes de mi partida me mostraste? ¡Ah, Diana,
Diana, que nunca yo pensé que hubiera cosa en la
vida que una fe tan grande pudiera quebrar!
¡Cuanto más, Diana, que bien te pudieras casar y
no olvidar a quien tanto te quería! Mas mirándolo
desapasionadamente, muy mejor fue para mí, ya que
te casabas, el olvidarme.
-¿Por qué razón? -dijo
Diana.
-Porque no hay -respondió
Sireno- peor estado que es querer un pastor a una
pastora casada, ni cosa que más haga perder el
seso al que verdadero amor le tiene. Y la razón de
ello es que, como todos sabemos, la principal
pasión que a un amador atormenta, después del
deseo de su dama, son los celos. Pues ¿qué te
parece que será para un desdichado que quiere bien
saber que su pastora está en brazos de su velado,
y él llorando en la calle su desventura? Y no para
aquí el trabajo, mas en ser un mal que no os
podéis quejar de él, porque, en la hora que os
quejaréis, os tendrán por loco o desatinado. Cosa
la más contraria al descanso que puede ser, que ya
cuando los celos son de otro pastor que la sirva,
en quejar de los favores que le hace y en oír
disculpas, pasáis la vida, mas este otro mal es de
manera que en un punto la perderéis, si no tenéis
cuenta con vuestro deseo.
Diana entonces
respondió:
-Deja esas razones, Sireno,
que ninguna necesidad tienes de querer ni ser
querido.
-A trueque de no tenerla de
querer -dijo Sireno- me alegro en no tenerla de
ser querido.
-Extraña libertad es la tuya
-dijo Diana.
-Más lo fue tu olvido
-respondió Sireno- si miras bien en las palabras
que a la partida me dijiste, mas, como dices,
dejemos de hablar en cosas pasadas y agradezcamos
al tiempo y a la sabia Felicia las presentes. Y
tú, Silvano, toma tu flauta y templemos mi rabel
con ella y cantaremos algunos versos; aunque
corazón tan libre como el mío ¿qué podrá cantar
que dé contento a quien no le tiene?
-Para eso yo te daré buen
remedio -dijo Silvano-. Hagamos cuenta que estamos
los dos de la manera que esta pastora nos traía al
tiempo que por este prado esparcíamos nuestras
quejas.
A todos pareció bien lo que
Silvano decía, aunque Selvagia no estaba muy bien
en ello, mas por no dar a entender celos donde tan
gran amor conocía, calló por entonces y los
pastores comenzaron a cantar de esta
manera:
|
SILVANO, SIRENO
Si lágrimas no pueden ablandarte, cruel
pastora, ¿qué hará mi canto, pues nunca cosa
mía vi agradarte?
¿Qué corazón habrá que sufra
tanto que vengas a tomar en burla y risa 5 un mal que al
mundo admira y causa espanto?
¡Ay ciego entendimiento!,
¿qué te avisa amor, el tiempo y tantos
desengaños, y siempre el pensamiento de una
guisa?
¡Ah pastora cruel!, ¿en
tantos daños,
10 en tantas cuitas, tantas
sinrazones me quieres ver gastar mis tristes
años?
De un corazón que es tuyo,
¿así dispones? Un alma que te di, ¿así la
tratas que sea el menor mal sufrir
pasiones?
15
SIRENO
Un nudo ataste, amor, que no desatas: es
ciego y ciego tú y yo más ciego y ciega aquella
por quien tú me matas.
Ni yo me vi perder vida y
sosiego, ni ella ve que muero a causa
suya, 20 ni
tú que estoy39 abrasado en vivo fuego.
¿Qué quieres, crudo amor,
que me destruya Diana con ausencia? Pues
concluye con que la vida y suerte se concluya.
El alegría tarda, el tiempo
huye,
25 muere esperanza, vive el
pensamiento, amor lo abrevia, alarga y lo
destruye.
VergÜenza me es hablar en un
tormento que aunque me aflija, canse y duela
tanto, ya no podría sin él vivir contento. 30
SILVANO
¡Oh alma, no dejéis el triste llanto, y vos,
cansados ojos, no os canse derramar lágrimas
tristes! Llorad, pues ver supisteis la causa
principal de mis enojos. 35
SIREN
La causa principal de mis enojos, cruel
pastora mía, algún tiempo lo fue de mi
contento. ¡Ay, triste pensamiento, cuán poco
tiempo dura un alegría!
40
SILVANO
¡Cuán poco tiempo dura un alegría, y aquella
dulce risa con qué fortuna acaso os ha
mirado! Todo es bien empleado en quien avisa
el tiempo y no se avisa. 45
SIRENO
En quien avisa el tiempo y no se avisa, hace
el amor su hecho, mas ¿quién podrá en sus casos
avisarse, o quién desengañarse? ¡Ay, pastora
cruel, ay duro pecho!
50
SILVANO
¡Ay, pastora cruel, ay duro pecho!, cuya
dureza extraña no es menos que la gracia y
hermosura y que mi desventura. ¡Cuán a mi
costa el mal me desengaña! 55
SILVANO
Pastora mía, más blanca y colorada que ambas
rosas por abril cogidas, y más
resplandeciente que el sol que de
oriente por la mañana asoma a tu majada, 60 ¿cómo podré
vivir si tú me olvidas? No seas, mi pastora,
rigurosa, que no está bien crueldad a una
hermosa.
SIRENO
Diana mía, más resplandeciente, que
esmeralda y diamante a la vislumbre, 65 0 cuyos
hermosos ojos son fin de mis enojos si a
dicha los revuelves mansamente; así con tu
ganado llegues a la cumbre de mi majada, gordo
y mejorado,
70 que no trates tan mal a un
desdichado.
SILVANO
Pastora mía, cuando tus cabellos a los rayos
del sol estás peinando, ¿no ves que los
oscureces, y a mí me ensoberbeces?, 75 ¿que desde acá
me estoy mirando en ellos, perdiendo ora
esperanza, ora ganando? Así goces, pastora, esa
hermosura, que des un medio en tanta
desventura.
SIRENO
Diana, cuyo nombre en esta sierra 80 los fieros
animales trae domados, y cuya
hermosura sojuzga a la ventura y al crudo
amor no teme y hace guerra, sin temor de
ocasiones, tiempo, hados, 85 así goces tu
hato y tu majada, que de mi mal no vivas
descuidada.
SILVAN
La siesta, mi Sireno, es ya pasada, los
pastores se van a su manida y la cigarra calla
de cansada.
90
No tardará la noche, que
escondida está, mientras que Febo en nuestro
cielo su lumbre acá y allá trae esparcida.
Pues antes que tendida por
el suelo veas la oscura sombra y que
cantando
95 de encima de este aliso está el
mochuelo,
nuestro ganado vamos
allegando, y todo junto allí lo llevaremos a
do Diana nos está esperando.
SIRENO
Silvano mío, un poco aquí esperemos, 100 pues aún del
todo el sol no es acabado y todo el día por
nuestro le tenemos.
Tiempo hay para nosotros y
el ganado, tiempo hay para llevarle al claro
río, pues hoy ha de dormir por este prado; 105 y aquí cese,
pastor, el cantar mío.
|
En cuanto los pastores esto
cantaban, estaba la pastora Diana con el hermoso
rostro sobre la mano, cuya manga, cayéndole un
poco, descubría la blancura de un brazo que a la
de la nieve oscurecía, tenía los ojos inclinados
al suelo, derramando por ellos unas espaciosas
lágrimas, las cuales daban a entender de su pena
más de lo que ella quisiera decir: y en acabando
los pastores de cantar, con un suspiro, en
compañía del cual parecía habérsele salido el
alma, se levantó, y sin despedirse de ellos, se
fue por el valle abajo, entrazando sus dorados
cabellos, cuyo tocado se le quedó preso en un ramo
al tiempo que se levantó. Y si con la poca
mancilla que Diana de los pastores había tenido,
ellos no templaran la mucha que de ella tuvieron,
no bastara el corazón de ninguno de los dos a
poderlo sufrir. Y así, unos como otros, se fueron
a recoger sus ovejas que desmandadas andaban
saltando por el verde
prado.
Fin del sexto libro de la
Diana
Libro séptimo
Después que Felismena hubo
puesto fin en las diferencias de la pastora
Amarílida y el pastor Filemón, y los dejó con
propósito de jamás hacer el uno cosa de que el
otro tuviese ocasión de quejarse, despedida de
ellos, se fue por el valle abajo, por el cual
anduvo muchos días sin hallar nueva que algún
contento le diese, y como todavía llevaba
esperanza en las palabras de la sabia Felicia, no
dejaba de pasarle por el pensamiento que después
de tantos trabajos se había de cansar la fortuna
de perseguirla. Y estas imaginaciones la
sustentaban en la gravísima pena de su deseo.
Pues yendo una mañana por en
medio de un bosque, al salir de una asomada que
por encima de una alta sierra parecía, vio delante
sí un verde y amenísimo campo de tanta grandeza
que con la vista no se le podía alcanzar el cabo;
el cual doce millas adelante iba a fenecer en la
falda de unas montañas, que casi no se parecían.
Por medio del deleitoso campo corría un caudaloso
río, el cual hacía una muy graciosa ribera, en
muchas partes poblada de salces y verdes alisos, y
otros diversos árboles; y en otras dejaba
descubiertas las cristalinas aguas recogiéndose a
una parte un grande y espacioso arenal que de
lejos más adornaba la hermosa ribera. Las mieses
que por todo el campo parecían sembradas, muy
cerca estaban de dar el deseado fruto, y a esta
causa, con la fertilidad de la tierra, estaban muy
crecidos y meneados de un templado viento, hacían
unos verdes, claros y oscuros, cosa que a los ojos
daba muy gran contento. De ancho tenía bien el
deleitoso y apacible prado tres millas en partes;
y en otras poco más, y en ninguna había menos de
esto.
Pues bajando la hermosa
pastora por su camino abajo, vino a dar en un
bosque muy grande, de verdes alisos y acebuches
asaz poblado, por en medio del cual vio muchas
cosas, tan suntuosamente labradas que en gran
admiración le pusieron. Y de súbito, fue a dar con
los ojos en una muy hermosa ciudad que desde lo
alto de una sierra que de frente estaba, con sus
hermosos edificios, venía hasta tocar con el muro
en el caudaloso río que por medio del campo
pasaba. Por encima del cual estaba el más suntuoso
y admirable puente que en el universo se podía
hallar. Las casas y edificios de aquella ciudad
insigne eran tan altos, y con tan grande artificio
labrados, que parecía haber la industria humana
mostrado su poder. Entre ellos había muchas torres
y pirámides, que de altos se levantaban a las
nubes. Los templos eran muchos y muy suntuosos;
las casas, fuertes; los soberbios muros, los
bravos baluartes daban gran lustre a la grande y
antigua población, la cual desde allí se divisaba
toda.
La pastora quedó admirada de
ver lo que delante los ojos tenía, y de hallarse
tan cerca de poblado, que era la cosa de que con
mayor cuidado andaba huyendo. Y con todo eso se
asentó un poco a la sombra de un olivo, y mirando
muy particularmente lo que habéis oído, viendo
aquella populosa ciudad, le vino a la memoria la
gran Soldina, su patria y naturaleza, de adonde
los amores de don Felis la traían desterrada; lo
cual fue ocasión para no poder pasar sin lágrimas,
porque la memoria del bien perdido pocas veces
deja de dar ocasión a ellas. Dejando, pues, la
hermosa pastora aquel lugar y la ciudad a mano
derecha, se fue su paso a paso por una senda que
junto al río iba hacia la parte donde sus
cristalinas aguas con un manso y agradable ruido,
se iban a meter en el mar Océano.
Y habiendo caminado seis
millas por la graciosa ribera adelante, vio dos
pastoras que al pie de un roble a la orilla del
río pasaban la siesta, las cuales, aunque en la
hermosura tuviesen una razonable medianía, en la
gracia y donaire había un extremo grandísimo: el
color del rostro, moreno y gracioso; los cabellos
no muy rubios; los ojos negros, gentil aire y
gracioso en el mirar; sobre las cabezas tenían
sendas guirnaldas de verde yedra, por entre las
hojas entretejidas muchas rosas y flores. La
manera del vestido le pareció muy diferente del
que hasta entonces había visto. Pues levantándose
la una con grande prisa a echar una manada de
ovejas de un linar adonde se habían entrado, y la
otra llegando a beber a un rebaño de cabras al
claro río, se volvieron a la sombra del umbroso
fresno.
Felismena que entre unos
juncales muy altos se había metido, tan cerca de
las pastoras que pudiese oír lo que entre ellas
pasaba, sintió que la lengua era portuguesa y
entendió que el reino en que estaba era Lusitania,
porque la una de las pastoras decía con gracia muy
extremada en su misma lengua a la otra, tomándose
de las manos:
-¡Ay, Duarda, cuán poca
razón tienes de no querer a quien te quiere más
que a sí! ¡Cuánto mejor te estaría no tratar mal a
un pensamiento tan ocupado en tus cosas! Pésame
que a tan hermosa pastora le falte piedad para
quien en tanta necesidad está de ella.
La otra, que algo más libre
parecía, con cierto desdén y un dar de mano, cosa
muy natural de personas libres, respondía:
-¿Quieres que te diga, Armia
si yo me fiare otra vez de quien tan mal me pagó
el amor que le tuve, no tendrá él la culpa del mal
que a mí de eso me sucediere? No me pongas delante
los ojos servicios que ese pastor algún tiempo me
haya hecho, ni me digas ninguna razón de las que
él te da para moverme, porque ya pasó el tiempo en
que sus razones le valían. Él me prometió de
casarse conmigo y se casó con otra. ¿Qué quiere
ahora? ¿O qué me pide ese enemigo de mi descanso?
Dice que, pues su mujer es finada, que me case con
él. No querrá Dios que yo a mí misma me haga tan
gran engaño. Déjalo estar, Armia, déjalo, que si
él a mí me desea tanto como dice, ese deseo me
dará venganza de él.
La otra le replicaba con
palabras muy blandas, juntando su rostro con el de
la exenta Duarda con muy estrechos abrazos:
-¡Ay, pastora, y cómo te
está bien todo cuanto dices; nunca deseé ser
hombre, sino ahora para quererte más que a mí! Mas
dime, Duarda, ¿por qué has tú de querer que Danteo
viva tan triste vida? Él dice que la razón con que
de él te quejas, esa misma tiene para su disculpa,
porque antes que se casase, estando contigo un día
junto al soto de Fremoselle, te dijo: «Duarda, mi
padre quiere casarme, ¿qué te parece que haga?», y
que tú le respondiste muy sacudidamente: «¿Cómo,
Danteo, tan vieja soy yo o tan gran poder tengo en
ti que me pidas parecer y licencia para tus
casamientos? Bien puedes hacer lo que tu voluntad
y la de tu padre te obligare, porque lo mismo haré
yo.» Y que esto fue dicho con una manera tan
extraña de lo que solía como si nunca te hubiera
pasado por el pensamiento quererle bien.
Duarda le respondió:
-Armia, ¿eso llamas tú
disculpa? Si no te tuviera tan conocida, en este
punto perdía tu discreción grandísimo crédito
conmigo. ¿Qué había yo de responder a un pastor
que publicaba que no había cosa en el mundo en
quien sus ojos pusiese sino en mí? ¡Cuánto más que
no es Danteo tan ignorante que no entendiese en el
rostro y arte con que yo eso le respondí que no
era aquello lo que yo quisiera responderle! Qué
donaire tan grande fue toparme él un día antes que
eso pasase junto a la fuente, y decirme con muchas
lágrimas: «¿Por qué, Duarda, eres tan ingrata a lo
que te deseo, que no te quieres casar conmigo a
hurto de tus padres, pues sabes que el tiempo les
ha de curar el enojo que de eso recibieren?» Yo
entonces le respondí: «Conténtate, Danteo, con que
yo soy tuya y jamás podré ser de otro, por cosa
que me suceda. Y pues yo me contento con la
palabra que de ser mi esposo me has dado, no
quieras que a trueque de esperar un poco de tiempo
más, haga una cosa que tan mal nos está.» Y
despedirse él de mí con estas palabras, y al otro
día decirme que su padre le quería casar y que le
diese licencia, y no contento con esto, casarse
dentro de tres días. ¿Parécete, pues, Armia, que
es esta harto suficiente causa para yo usar de la
libertad, que con tanto trabajo de mi pensamiento
tengo ganada?
-Esas cosas -respondió la
otra- fácilmente se dicen y se pasan entre
personas que se quieren bien, mas no se han de
llevar por eso tan al cabo como tú las llevas.
La pastora le replicó:
-Las que se dicen, Armia,
tienes razón, mas las que se hacen, ya tú lo ves
si llegan al alma de las que queremos bien. En
fin, Danteo se casó. Pésame mucho que se lograse
poco tan hermosa pastora, y mucho más de ver que
no ha un mes que la enterró y ya comienzan a dar
vueltas sobre él pensamientos nuevos.
Armia le respondió:
-Matola Dios, porque en fin
Danteo era tuyo y no podía ser de otra.
-Pues si eso es así
-respondió Duarda-, que quien es de una persona no
puede ser de otra, yo la hora de ahora me hallo
mía y no puedo ser de Danteo. Y dejemos cosa tan
excusada como gastar el tiempo en esto. Mejor será
que se gaste en cantar una canción.
Y luego las dos en su misma
lengua con mucha gracia comenzaron a cantar lo
siguiente: |
Os tempos se mudarão, a
vida se acabará mas a fe sempre estará onde
meus ollos estão.
Os
dias e os momentos,
5 as horas con sus mudanças, inmigas
são desperanças e amigas de pensamentos. Os
pensamentos estão, a esperança acabará, 10 a fe, menão
deixará por honra do coração.
E causa de muytos
danos duvidosa confiança, que a vida sen
esperança
15 ja não teme desenganos. Os tempos
se ven e vão, a vida se acabará, mas a fe
não quererá, fazerme esta sin razão. 20
|
Acabada esta canción,
Felismena salió del lugar donde estaba escondida,
y se llegó a donde las pastoras estaban, las
cuales espantadas de su gracia y hermosura se
llegaron a ella y la recibieron con muy estrechos
abrazos, preguntándole de qué tierra era y de
dónde venía. A lo cual la hermosa Felismena no
sabía responder, mas antes con muchas lágrimas les
preguntaba qué tierra era aquella en que moraban,
porque de la suya lengua daba testimonio de ser de
la provincia de Vandalia y que por cierta desdicha
venía desterrada de sus tierras. Las pastoras
portuguesas con muchas lágrimas la consolaban,
doliéndose de su destierro, cosa muy natural de
aquella nación y mucho más de los habitadores de
aquella provincia.
Y preguntándoles Felismena
qué ciudad era aquella que había dejado hacia la
parte donde el río, con sus cristalinas aguas
apresurando su camino, con gran ímpetu venía; y
que también deseaba saber qué castillo era aquel
que sobre aquel monte mayor, que todos estaba
edificado y otras cosas semejantes. Y una de
aquellas, que Duarda se llamaba, le respondió que
la ciudad se llamaba Coimbra, una de las más
insignes y principales de aquel reino y aun de
toda la Europa, así por la antigÜedad y nobleza de
linajes que en ella había, como por la tierra
comarcana a ella, la cual aquel caudaloso río, que
Mondego tenía por nombre, con sus cristalinas
aguas regaba. Y que todos aquellos campos que con
tan gran ímpetu iba discurriendo, se llamaban el
campo de Mondego, y el castillo que delante los
ojos tenían era la luz de nuestra España. Y que
este nombre le convenía más que el suyo propio,
pues en medio de la infidelidad del mahomético rey
Marsilio, que tantos años le había tenido cercado,
se había sustentado de manera que siempre había
salido vencedor y jamás vencido; y que el nombre
que tenía en lengua portuguesa era Monte moro
vello, adonde la virtud, el ingenio, valor y
esfuerzo habían quedado por trofeos de las hazañas
que los habitadores de él en aquel tiempo habían
hecho; y que las damas que en él había, y los
caballeros que lo habitaban, florecían hoy en
todas las virtudes que imaginar se podían. Y así
le contó la pastora otras muchas cosas de la
fertilidad de la tierra, de la antigÜedad de los
edificios, de la riqueza de los moradores, de la
hermosura y discreción de las ninfas y pastoras
que por la comarca del inexpugnable castillo
habitaban.
Cosas que a Felismena
pusieron en gran admiración, y rogándole las
pastoras que comiese, porque no debía venir con
poca necesidad de ello, tuvo por bien de
aceptarlo. Y en cuanto Felismena comía de lo que
las pastoras le dieron, la veían derramar algunas
lágrimas, de que ellas en extremo se dolían. Y
queriéndole pedir la causa, se lo estorbó la voz
de un pastor que muy dulcemente, al son de un
rabel, cantaba, el cual fue luego conocido de las
dos pastoras porque aquel era el pastor Danteo por
quien Armia terciaba con la graciosa Duarda; la
cual, con muchas lágrimas, dijo a Felismena:
-Hermosa pastora, aunque el
manjar es de pastoras, la comida es de princesa,
que mal pensaste tú cuando aquí venías que habías
de comer con música.
Felismena entonces le
respondió:
-No habría en el mundo,
graciosa pastora, música más agradable para mí que
vuestra vista y conversación, y esto me daría a mí
mayor ocasión para tenerme por princesa que no la
música que decís.
Duarda respondió:
-Más había de valer que yo
quien eso os mereciese, y más subido de quilate
había de ser su entendimiento para entenderlo; mas
lo que fuere parte del deseo, hallarse ha en mí
muy cumplidamente.
Armia dijo contra
Duarda:
-¡Ay, Duarda, cómo eres
discreta y cuánto más lo serías si no fueses
cruel! ¿Hay cosa en el mundo como esta, que por no
oír a aquel pastor que está cantando sus
desventuras, está metiendo palabras en medio y
ocupando en otra cosa el entendimiento?
Felismena, entendiendo quién
podía ser el pastor en las palabras de Armia, las
hizo estar atentas y oírle; el cual cantaba al son
de su instrumento esta canción en su misma
lengua: |
Sospiros, miña
lembrança não quer, por que vos não
vades, que o mal que fazen saudades se cure
con esperança.
A
esperança não me val
5 po la causa en que se ten, nem
promete tanto ben quanto a saudade faz
mal. Mas amor, desconfiança, me deron tal
qualidade
10 que nen me mata saudade nen me da
vida esperança.
Erarão se se
queixaren os ollos con que eu olley, porqueu
não me queixarey
15 en quãto os seus me lembraren. Nem
podrá ver mudança jamais en miña
vontade, ora me mate saudade, ora me deyxe
esperança. 20
|
A la pastora Felismena
supieron mejor las palabras del pastor, que el
convite de las pastoras, porque más le parecía que
la canción se había hecho para quejarse de su mal,
que para lamentar el ajeno. Y dijo cuando le acabó
de oír:
-¡Ay, pastor, que
verdaderamente parece que aprendiste en mis males
a quejarte de los tuyos! ¡Desdichada de mí, que no
veo ni oigo cosa que no me ponga delante la razón
que tengo de no desear la vida! Mas no quiera Dios
que yo la pierda hasta que mis ojos vean la causa
de sus ardientes lágrimas.
Armia dijo a Felismena:
-¿Paréceos, hermosa pastora,
que aquellas palabras merecen ser oídas, y que el
corazón de adonde ellas salen se debe tener en más
de lo que esta pastora lo tiene?
-No trates, Armia -dijo
Duarda- de sus palabras, trata de sus obras, que
por ellas se ha de juzgar el pensamiento del que
las hace. Si tú te enamoras de canciones, y te
parecen bien sonetos hechos con cuidado de decir
buenas razones, desengáñate, que son la cosa de
que yo menos gusto recibo y por la que menos me
certifico del amor que se me tiene.
Felismena dijo entonces
favoreciendo la razón de Duarda:
-Mira, Armia, muchos males
se excusarían, muy grandes desdichas no vendrían
en efecto, si nosotras dejásemos de dar crédito a
palabras bien ordenadas y a razones compuestas de
corazones libres, porque en ninguna cosa ellos
muestran tanto serlo, como en saber decir por
orden un mal que cuando es verdadero, no hay cosa
más fuera de ella. ¡Desdichada de mí que no supe
yo aprovecharme de este consejo!
A este tiempo llegó el
pastor portugués donde las pastoras estaban, y
dijo contra Duarda en su misma lengua:
-A, pastora, se as lagrimas
destos ollos e as mago as deste coração, são pouca
parte para abrandar a dureza con que sou tratado!
Nano quero de ti mais, senão que miña compañia por
estes campos tenão seja importuna, ne os tristes
versos que meu mal junto a esta fermosa ribeyra me
faz cantar, te den ocasião denfadamento. Passa,
fremosa pastora, a sesta a asombra destes
salgeiros, que o teu pastor te levara as cabras a
o rio, e estara a o terreiro do sol en quanto elas
nas crystalinas aguas se bañaren. Pentea, fremosa
pastora, os teus cabelos douro junto aquela cara
fonte, donde ven o ribeiro que cerca este fremoso
prado, que eu yrei en tanto a repastar teu gado, e
terei conta con que as ovellas não entren nas
searas que a longo desta ribeira estão. Dessejo
que não tomes traballo en cousa nenhua, nen heu
descanço en quanto en cousas tuas não traballar.
Se ysto te parece pouco amor, dize tu en que te
poderei mostrar o ben que te quero; que não amor
sinal da peso a dezir verdade en qualquier cousa
que diz que ofrecerse ha a esperiencia dela.
La pastora Duarda entonces
respondió:
-Danteo, se he verdade que
ay amor no mundo, eu o tive contigo, e tan grande
como tu sabes; jamais ninhun pastor de quantos
apacentão seus ganados por los campos de Mondego,
e ben as suas claras aguas, alcançou de mi ninhua
so palabra con que tiveses occasião de queixarte
de Duarda, nen do amor que te ela sempre mostrou a
ninguen tuas lagrimas e ardentes sospiros mais
magoaron que a mi; ho dia que te meus ollos não
viãno, jamais se levantavão a cousa que a lles
dese gosto. As vacas que tu guardavas, erão mais
que miñas, muytas mais vezes, receosa que as
aguardas deste deleitoso campo lles não impedissen
ho pasto, me punã heu desdaquel outeiro por ver si
parecião doque miñas ovellas erão por mi
apacentadas, nen postas en parte onde sen
sobresalto pescessen as ervas desta fermosa
ribeyra; isto me danou a mi tanto en mostrarme
sojeyta como a ti en fazerte confiado. Ben sey que
de minan sogeicão naceu tua confíança e de tua
confiança fazer ho que fiziste. Tu te casaste con
Andresa, cuja alma este en gloria, que cousa he
esta que algun tenpo não pidi a Deus, antes lle
pidia vingança dela e de ti; eu passey despois de
voso casamento o que tu e outros muytos saben,
quis miña fortuna que a tua me não dese pena.
Deixame gozar de miña libertade e não esperes que
comigo poderas gañar o que por culpa tua
perdeste.
Acabando la pastora la
terrible respuesta que habéis oído, y queriendo
Felismena meterse en medio de la diferencia de los
dos, oyeron a una parte del prado muy gran ruido,
y golpes como de caballeros que se combatían, y
todos con muy gran prisa se fueron a la parte
donde se oían por ver qué cosa fuese. Y vieron en
una isleta que el río con una vuelta hacía, tres
caballeros que con uno solo se combatían; y aunque
se defendía valientemente, dando a entender su
esfuerzo y valentía, con todo eso los tres le
daban tanto quehacer que le ponían en necesidad de
aprovecharse de toda su fuerza. La batalla se
hacía a pie y los caballos estaban arrendados a
unos pequeños árboles que allí había. Y a este
tiempo ya el caballero solo tenía uno de los tres
tendido en el suelo, de un golpe de espada, con el
cual le acabó la vida. Pero los otros dos, que muy
valientes eran, le traían ya tal, que no se
esperaba otra cosa sino la muerte.
La pastora Felismena, que
vio aquel caballero en tan gran peligro, y que si
no le socorriese, no podría escapar con la vida,
quiso poner la suya a riesgo de perderla por hacer
lo que en aquel caso era obligada, y poniendo una
aguda saeta en su arco, dijo contra uno de
ellos:
-¡Teneos afuera, caballeros,
que no es de personas que de este nombre se
precian, aprovecharse de sus enemigos con ventaja
tan conocida!
Y apuntándole a la vista de
la celada, le acertó con tanta fuerza que,
entrándole por entre los ojos, pasó de la otra
parte, de manera que aquel vino muerto al suelo.
Cuando el caballero solo vio muerto a uno de los
contrarios, arremetió al tercero con tanto
esfuerzo, como si entonces comenzara su batalla,
pero Felismena le quitó de trabajo poniendo otra
flecha en su arco, con la cual, no parando en las
armas, le entró por debajo de la tetilla izquierda
y le atravesó el corazón, de manera que el
caballero llevó el camino de sus compañeros.
Cuando los pastores vieron lo que Felismena había
hecho, y el caballero vio de dos tiros matar dos
caballeros tan valientes, así unos como otros
quedaron en extremo admirados. Pues quitándose el
caballero el yelmo, y llegándose a ella, le
dijo:
-Hermosa pastora, ¿con qué
podré yo pagaros tan grande merced como la que de
vos he recibido en este día, sino en tener
conocida esta deuda para nunca jamás perderla del
pensamiento?
Cuando Felismena vio el
rostro al caballero y lo conoció quedó tan fuera
de sí que de turbada casi no le supo hablar. Mas,
volviendo en sí, le respondió:
-¡Ay, don Felis, que no es
esta la primera deuda en que tú me estás, y no
puedo yo creer que tendrás de ella el conocimiento
que dices, sino el que de otras muy mayores me has
tenido! Mira a qué tiempo me ha traído mi fortuna
y tu desamor, que quien solía en la ciudad ser
servida de ti con torneos, justas y otras cosas
con que me engañabas, o con que yo me dejaba
engañar, anda ahora desterrada de su tierra y de
su libertad, por haber tú querido usar de la tuya.
Si esto no te trae a conocimiento de lo que me
debes, acuérdate que un año te estuve sirviendo de
paje en la corte de la princesa Cesarina; y aun de
tercero contra mí misma, sin jamás descubrirte mi
pensamiento, por solo dar remedio al mal que el
tuyo te hacía sentir. ¡Oh, cuántas veces te
alcancé los favores de Celia, tu señora, a gran
costa de mis lágrimas! Y no lo tengas en mucho,
que cuando estas no bastaran, la vida diera yo a
trueque de remediar la mala que tus amores te
daban. Si no estás saneado de lo mucho que te he
querido, mira las cosas que la fuerza de amor me
ha hecho hacer. Yo me salí de mi tierra, yo te
vine a servir y a dolerme del mal que sufrías, y a
sufrir el agravio que yo en esto recibía y, a
trueque de darte contento, no tenía en nada vivir
la más triste vida que nadie vivió. En traje de
dama te he querido como nunca nadie quiso; en
hábito de paje te serví, en la cosa más contraria
a mi descanso que se puede imaginar; y aun ahora
en traje de pastora vine a hacerte este pequeño
servicio. Ya no me queda más que hacer si no es
sacrificar la vida a tu desamor si te parece que
debo hacerlo, y que tú no te has de acordar de lo
mucho que te he querido y quiero: la espada tienes
en la mano, no quieras que otro tome en mí la
venganza de lo que te merezco.
Cuando el caballero oyó las
palabras de Felismena y conoció todo lo que dijo
haber sido así, el corazón se le cubrió de ver las
sinrazones que con ella había usado; de manera que
esto y la mucha sangre que de las heridas se le
iba, fueron causa de un súbito desmayo, cayendo a
los pies de la hermosa Felismena como muerto. La
cual con la mayor pena que imaginar se puede,
tomándole la cabeza en su regazo con muchas
lágrimas que sobre el rostro de su caballero
destilaba, comenzó a decir:
-¿Qué es esto, fortuna? ¿Es
llegado el fin de mi vida junto con la del mi don
Felis? ¡Ay, don Felis, causa de todo mi mal! Si no
bastan las muchas lágrimas que por tu causa he
derramado, y las que sobre tu rostro derramo, para
que vuelvas en ti, ¿qué remedio tendrá esta
desdichada para que el gozo de verte no se le
vuelva en ocasión de desesperarse? ¡Ay, mi don
Felis! Despierta, si es sueño el que tienes,
aunque no me espantaría si no le hicieses, pues
jamás cosas mías te le hicieron perder.
En estas y otras
lamentaciones estaba la hermosa Felismena, y las
pastoras portuguesas le ayudaban cuando por las
piedras que pasaban a la isla, vieron venir una
hermosa ninfa con un vaso de oro y otro de plata
en las manos, la cual luego de Felismena fue
conocida y le dijo:
-¡Ay, Dórida! ¿Quién había
de ser la que a tal tiempo socorriese a esta
desdichada sino tú? Llégate acá, hermosa ninfa, y
verás puesta la causa de todos mis trabajos en el
mayor que es posible tenerse.
Dórida entonces le
respondió:
-Para estos tiempos es el
ánimo, y no te fatigues, hermosa Felismena, que el
fin de tus trabajos es llegado y el principio de
tu contentamiento.
Y diciendo esto, le echó
sobre el rostro de una odorífera agua que en el
vaso de plata traía, la cual le hizo volver en
todo su acuerdo, y le dijo:
-Caballero, si queréis
cobrar la vida y darla a quien tan mala a causa
vuestra la ha pasado, bebed del agua de este
vaso.
Y tomando don Felis el vaso
de oro en las manos, bebió gran parte del agua que
en él venía. Y como hubo un poco reposado con
ella, se sintió tan sano de las heridas que los
tres caballeros le habían hecho, y de la que amor
a causa de la señora Celia le había dado, que no
sentía más la pena que cada una de ellas le podían
causar que si nunca las hubiera tenido. Y de tal
manera se le volvió a renovar el amor de
Felismena, que en ningún tiempo le pareció haber
estado tan vivo como entonces; y sentándose encima
de la verde hierba, tomó las manos de la pastora y
besándoselas muchas veces decía:
-¡Ay, Felismena! ¡Cuán poco
haría yo en dar la vida a trueque de lo que te
debo! Que pues por ti la tengo, muy poco hago en
darte lo que es tuyo. ¿Con qué ojos podrá mirar tu
hermosura el que faltándole el conocimiento de lo
que te debía, osó ponerlos en otra parte? ¿Qué
palabras bastarían para disculparme de lo que
contra ti he cometido? Desdichado de mí si tu
condición no es en mi favor, porque ni bastará
satisfacción para tan gran yerro ni razón para
disculparme de la grande que tienes de olvidarme.
Verdad es que yo quise bien a Celia y te olvidé,
mas no de manera que de la memoria se me pasase tu
valor y hermosura. Y lo bueno es que no sé a quién
ponga parte de la culpa que se me puede atribuir,
porque si quiero ponerla a la poca edad que
entonces tenía, pues la tuve para querer, no me
había de faltar para estar firme en la fe que te
debía; si a la hermosura de Celia, muy claro está
la ventaja que a ella y a todas las del mundo
tienes; si a la mudanza de los tiempos, ese había
de ser el toque donde mi firmeza había de mostrar
su valor; si a la traidora de ausencia, tampoco
parece bastante disculpa, pues el deseo de verte
había estado ausente de sustentar tu imagen en mi
memoria. Mira, Felismena, cuán confiado estoy en
tu bondad y clemencia, que sin miedo te oso poner
delante las causas que tienes de no perdonarme.
Mas, ¿qué haré para que me perdones o para que
después de perdonado, crea que estás satisfecha?
Una cosa me duele más que cuantas en el mundo me
pueden dar pena, y es ver que puesto caso que el
amor que me has tenido y tienes te haga perdonar
tantos yerros, ninguna vez alzaré los ojos a
mirarte que no me lleguen al alma los agravios que
de mí has recibido.
La pastora Felismena que vio
a don Felis tan arrepentido, y tan vuelto a su
primero pensamiento, con muchas lágrimas le decía
que ella le perdonaba, pues no sufría menos el
amor que siempre le había tenido y que si pensara
no perdonarle, no se hubiera por su causa puesto a
tantos trabajos; y otras cosas muchas con que don
Felis quedó confirmado en el primero amor. La
hermosa ninfa Dórida se llegó al caballero, y
después de haber pasado entre los dos muchas
palabras y grandes ofrecimientos, de parte de la
sabia Felicia, le suplicó que él y la hermosa
Felismena se fuesen con ella al templo de la diosa
Diana, donde los quedaba esperando con grandísimo
deseo de verlos. Don Felis lo concedió y,
despedido de las pastoras portuguesas, que en
extremo estaban espantadas de lo que visto habían,
y del afligido pastor Danteo, tomando los caballos
de los caballeros muertos, los cuales, sobre tomar
a Danteo el suyo, le habían puesto en tanto
aprieto, se fueron por su camino adelante,
contando Felismena a don Felis con muy gran
contento lo que había pasado, después que no le
había visto. De lo cual él se espantó
extrañamente, y especialmente de la muerte de los
tres salvajes, y de la casa de la sabia Felicia y
suceso de los pastores y pastoras, y todo lo más
que en este libro se ha contado. Y no poco espanto
llevaba don Felis en ver que su señora Felismena
le hubiese servido tantos días de paje y que de
puro divertido el entendimiento, no la había
conocido; y por otra parte era tanta su alegría de
verse de su señora bien amado, que no podía
encubrirlo. Pues caminando por sus jornadas,
llegaron al templo de Diana, donde la sabia
Felicia los esperaba, y asimismo los pastores
Arsileo y Belisa, y Silvano y Selvagia, que pocos
días había que eran allí venidos. Fueron recibidos
con muy gran contento de todos, especialmente la
hermosa Felismena, que por su bondad y hermosura
de todos era tenida en gran posesión. Allí fueron
todos desposados con las que bien querían, con
gran regocijo y fiesta de todas las ninfas y de la
sabia Felicia, a la cual no ayudó poco Sireno con
su venida, aunque de ella se le siguió lo que en
la segunda parte de este libro se contará,
juntamente con el suceso del pastor y pastora
portuguesa Danteo y
Duarda.
FIN DE Los siete libros de la
Diana
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